Capítulo VI

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Yaromir lo llevó por los callejones más sombríos. Caminó frente a él durante horas, sin decir una palabra, sin volverse a mirar. Gavriil solo podía seguir adelante.

Fue dejando de llorar conforme la sed aumentaba, un hambre extraña que le arañaba las entrañas. Cuando una anciana vagabunda cruzó por una calle lateral empujando su carrito, quiso lanzarse sobre ella y abrirle la garganta con los colmillos... pero las órdenes no se lo permitieron.

Mientras su cuerpo ponía un pie frente al otro al margen de su voluntad, casi dio gracias por ello.

Dejaron la ciudad atrás. Dejaron a los transeúntes de noche, los desgraciados durmiendo en los portales. Dejaron los apretados edificios y las estrechas calles, y poco a poco, se alejaron.

El cielo comenzó a clarear por el este, y Gavriil tuvo una extraña sensación. La reconoció. Era como un hilo que comienza a tensarse dentro de su pecho. Miró a Yaromir, que caminaba un paso por delante de él, alto, delgado y muy erguido, en completo silencio. Sus pasos parecían indiferentes, pero el joven vio no muy lejos una choza, como una cabaña junto a los campos, y sintió alivio.

Ese alivio lo martirizó. ¿De qué se alegraba? ¿Cómo podía sentir nada bueno después de lo que había pasado? Oksana... Su hermana...

La imagen seguía grabada en su cabeza, aparecía cuando cerraba los ojos. Así que no los cerraba. Gavriil caminaba, sin poder hablar, sin poder detenerse.

Entonces Yaromir paró y lo miró con frialdad.

—No te muevas de ahí —dijo secamente.

El hombre se volvió y abrió la puerta de la cabaña con un fuerte empujón. Entró, y cerró. El joven se quedó fuera. Escuchó los ruidos en el interior, vio cómo tapaba las sencillas ventanas con mantas.

Notó un ligero picor en la nuca. Se la rascó y se volvió, incómodo, para ver que la claridad se iba extendiendo más y más, y pronto la primera uña de sol sobresaldría del horizonte.

El picor se volvió más insistente. Gavril miró hacia la puerta, hacia el este y de nuevo la puerta.

¿Qué había dicho? Que los vampiros se quemaban al sol. Eso era.

—¿Yaromir? —llamó, inseguro, y le respondió el silencio—. Joder. Yo...

¿Él qué?, se preguntó. ¿Quería entrar? No. ¿Quería seguir con ese psicópata con colmillos? Jamás. ¿Qué era, entonces?

Miró por encima del hombro y sintió... Sí. Sintió miedo. Pero intentó despegar los pies del suelo y no pudo. De nuevo, le habían ordenado no moverse, y en esta ocasión no se trataba de no dar un paso.

—Yaromir. Mierda. ¡Yaromir!

Entonces el primer rayo de sol brotó por encima de las lejanas montañas en un amanecer límpido y claro. Alcanzó a Gavriil.

Y el joven comenzó a sentir que se quemaba.

El siguiente rayo de luz impactó contra su espalda. No importó que estuviera vestido. El calor comenzó a abrasarlo, y sus alaridos reverberaron en el campo.

—¡Yaromir! —llamó.

Comenzó a aporrear la puerta, pero esta no se movió. Cayó de rodillas, incapaz de apartarse de aquel trozo de suelo en el que estaba clavado. Se quemaba. El dolor... el dolor era más de lo que creía posible. Era como volver a ser mordido, volver a ser convertido.

Esta vez el veneno no corría por sus venas. Estaba derritiendo su piel. Estaba quemándolo de fuera hacia adentro.

—¡Hijo de puta! —gritó—. ¡Cabrón! ¡Desgraciado! ¡No me dejes aquí! ¡Bastardo de mierda, no me dejes aquí! ¡Por favor! ¡Por favor!

Solo cuando el sol hubo salido por completo, colgando sobre el horizonte como un mortífero disco, la puerta se abrió y sonó la fría voz:

—Entra.

Desesperado, fuera de sí, Gavriil se abalanzó a la segura sombra del interior. La luz se apagó a su espalda, y el frescor de la oscuridad alivió el dolor de su piel calcinada.

Respiraba agitadamente. Aovillado en el suelo, el joven se movió lentamente y miró a su torturador, a su salvador. A aquel que lo había convertido en un monstruo.

Yaromir le echaba una mirada gélida, erguido y altivo. No había compasión en sus ojos. No había cariño ni piedad. No había nada salvo desdén. De su garganta brotaba un sonido... más suave que un gruñido, más grave que un ronroneo. Gavriil comprendió que estaba enfadado... y al mismo tiempo, que había disfrutado con el castigo.

—Eres mío, querido —dijo peligrosa, suavemente—. Para hacer contigo lo que quiera. Para cuidarte y educarte... o para matarte si me place. Que no se te vuelva a olvidar.

Gavriil supo que no se le olvidaría.

GavriilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora