Capítulo III

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Su nombre era Yaromir, y había sido ascendido hacía tres semanas.

Gavriil no sabía lo que significaba «ser ascendido», y el hombre... el vampiro... no se lo explicó. Solo le dijo que era su momento de tener siervos, y lo había elegido a él para tal honor.

El joven se cubrió la cabeza con los brazos y hundió el rostro entre las rodillas. Incluso así, al abrir los ojos vio la fina tela sintética de aquellos pantalones que le hacían daño en la cintura.

No había ventanas abiertas ni lámparas encendidas. No había luz. Aun así, Gavriil veía como nunca antes lo había hecho.

Veía en la oscuridad más absoluta. Tenía colmillos con los que hendir la carne humana para sorber la sangre. Si dejaba de respirar, no se ahogaba. Su corazón no latía. No tenía pulso.

No tenía pulso.

Su visión comenzó a emborronarse de color rojo, y recordó que Yaromir se enfadaba cuando lo hacía. Por lo visto, era malo llorar.

«No quiero ser vampiro», pensó.

Alzó lentamente la cabeza. Aquel hombre maldito se había sentado un poco más lejos, y manipulaba un cubo de rubik con expresión aburrida. No lo hacía muy bien.

—¿Por qué? —musitó Gavriil.

El vampiro levantó la vista y clavó en él sus ojos granates.

—¿Por qué, qué? —inquirió, alzando una fina ceja castaña.

—¿Por qué yo?

—Ah, eso. Por nada en especial. —Yaromir hizo un gesto indolente con la mano, como si aquello no tuviera la menor importancia—. Eras joven, relativamente apuesto, e ibas solo por una calle vacía.

Gavriil frunció el ceño.

—¿Eso es... todo? —murmuró—. ¿El azar? ¿Me has hecho esto por... azar?

—Lo dices como si fuera algo malo, un ultraje —espetó el vampiro, reprendiéndolo con su fría mirada, y algo en el joven se encogió de vergüenza—. Es un regalo. Empieza a apreciarlo, estúpido.

—No quiero —musitó—. No quiero esto. No quiero ser un maldito vampiro, joder. Quiero volver a mi puta casa. Quiero...

De pronto lo sobrevino el olor a sangre caliente, espesa y viva. Se volvió con un gruñido hacia la puerta. Un gruñido de hambre, de fervor, el gruñido de un animal al acecho.

—Los humanos empiezan a andar por la calle —comentó Yaromir sin preocuparse—. Tienes buen olfato. No están cerca, precisamente. Pero no puedes salir hasta que yo lo diga. ¿Me has oído? ¡Responde!

—Sí —masculló Gavriil, y hacerlo le recordó quién era y dónde estaba, y volvió a acurrucarse—. Sí. Te he oído.

—Sé que los cachorros sois un poco inestables, pero tienes que hacerme caso. Yo sé lo que es mejor para ti. Al fin y al cabo, soy tu sire.

El joven no quiso hacer más preguntas. Hundió la cara entre las rodillas, cerró los ojos, e intentó convencerse de que estaba teniendo un sueño particularmente lúcido del que tarde o temprano iba a despertar.

Pero el pinchazo ocasional de sus propios colmillos en la lengua y en los labios, la ausencia de pulso y una extraña sensación de hambre en el estómago, todo eso le recordaba lo que había sucedido... y cómo había sucedido.

Le recordaba que era real.

«He matado a un hombre», pensó.

Sintió angustia al darse cuenta de que no recordaba el rostro de aquel pobre vagabundo, ni tampoco se acordaba de cómo lo había asesinado y bebido. Quería recordar el horror, guardarlo. Pero no podía. La bruma había caído sobre aquellos preciosos minutos.

Recordaba el entumecimiento. Destellos de luz roja, sombras en la oscuridad. Recordaba la sed y el júbilo como si no fueran suyos, el sabor de la sangre en la lengua y la sensación espesa y gloriosa bajándole por la garganta.

Después recuperó los sentidos, recobró el control de su cuerpo y encontró el cadáver a sus pies.

«Lo he matado».

Gavriil se cubrió con los brazos y apretó los párpados. Yaromir tenía razón: llorar era inútil. Pero no pudo contener las primeras lágrimas, silenciosas y espesas como la sangre que sale de una herida abierta.

—Eres un estúpido —resopló el que se denominaba «su sire», significara eso lo que significara, pero esta vez no le ordenó que parara.

Vampiro. Todo lo que sabía de esas criaturas estaba en las películas de amor adolescente o de terror flojo. Beber sangre, habitar la noche. ¿No tenían algo que ver con los lobos? ¿No eran de piel mortecina? ¿No dormían en ataúdes?

Alzó lentamente la cabeza y se frotó las mejillas mojadas de lágrimas rojas. Aquello no era un ataúd, ni tampoco una funeraria, ni había una caja con tierra de algún hogar natal. Era solo un almacén. Había herramientas y materiales, así que quizá pertenecía a una herrería, o a un albañil.

No había ventanas... pero sí dos puertas. Por una, bajando un escalón, habían entrado.

Gavriil titubeó y dirigió la mirada hacia Yaromir, que volvía a concentrarse en el cubo de rubik. Desde su ángulo seguramente no veía la segunda salida.

Tenía que salir de allí. Tenía que largarse y recuperar la cordura. Aferrándose a eso, trazó un plan. Si el hombre estaba tan entretenido, quizá él podría deslizarse hasta la puerta más alejada.

Lentamente el joven se levantó del suelo. Yaromir ni siquiera se molestó en echarle una mirada, y Gavriil casi suspiró de alivio. Dio un titubeante paso al frente, y como no pasó nada, siguió avanzando.

Vio con nuevos ojos. En aquella oscuridad absoluta todo estaba perfectamente claro, cada línea, cada color, cada forma.

«No debería estar viendo esto», pensó con cierto temor, cogiendo un rodillo de alambre del interior de una caja. «No hay ninguna luz. No puede verse nada».

Se frotó los ojos y volvió a mirar, con el mismo resultado. Incómodo, fue hacia la pared y accionó el interruptor, pero este no funcionó. Los fusibles debían estar desconectados.

Gavriil se deslizó hacia el siguiente estante, tocó los tubos apilados y después las cajas de clavos. Miró discretamente a Yaromir, que seguía ignorándolo, aunque su gesto era más crispado. Estaba frustrado.

El joven aprovechó esa frustración. Retrocedió un poco más, ocultándose tras el siguiente estante, y por fin tuvo la puerta a su alcance. Tragó saliva; intentó no volverse para ver por encima del hombro si el hombre lo estaba mirando o no. Estiró la mano hacia la manija, la accionó y...

Y nada. Ni siquiera llegó a tirar. Su cuerpo se quedó paralizado.

—¿No te lo dije? —ronroneó una voz, demasiado cerca de su oído—. No saldrás de aquí hasta que te dé permiso.

Gavriil sintió las manos de Yaromir sobre los hombros. Sintió su tibieza a la espalda. No, estaba frío. Él también lo estaba. Esos dedos helados le rozaron el cuello, y por un momento creyó que lo arañaría, que mordería... que desgarraría su garganta como había hecho ya antes.

Sintió un vuelco en el pecho, en el lugar donde su corazón debería estar latiendo desbocado. Solo un pequeño vuelco, el principio de una náusea de terror, y nada más. Pero su respiración era rápida y superficial.

—No lo entiendes aún, ¿verdad? —ronroneó Yaromir, inclinando la cabeza sobre su hombro—. Tu pequeño cerebro no lo comprende. Eres mío, querido. No puedes desobedecerme. Suelta la manija.

Gavriil fue testigo involuntario de cómo sus dedos se extendían, y lentamente su mano quedó lánguida junto a su muslo.

—Buen chico —dijo el vampiro, y le acarició la cabeza igual que a un perro que hiciera bien un truco ensayado.

GavriilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora