Capítulo XXIII

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Gavriil se encontró frente al hospital mucho antes de lo que había esperado. Miró el impoluto edificio con resignación y no poca vergüenza, y por enésima vez se dijo que sin duda podría encontrar un agujero donde meterse durante las horas de sol. Es lo que había hecho durante dos años con Yaromir, y tres semanas en un ático con terraza y chimenea eléctrica no cambiaban eso.

—Me siento como si volviera a vivir con mis padres —masculló, y el estómago le dio un vuelco tan fuerte que impulsivamente se llevó el brazo al vientre para intentar contenerlo—. Joder. Esto es estúpido. Valerian no es mi padre. Ni tampoco lo era Yaromir. Pero uno se acostumbra a la buena vida demasiado rápido, ¿eh, chico?

Kir, sentado a su lado, sacudió la cola y lo miró con su habitual alegría. Gavriil sonrió de medio y lado y le acarició la cabeza.

Los cuidados de Ekaterina habían sido mucho mejores de los que él le había podido dispensar al animal. Lo había bañado con jabón para perros y agua caliente, lo había sacado durante el día y le había dado pienso acorde a su peso y edad. Incluso lo había llevado al veterinario, una experiencia traumática que se había negado a repetir jamás en la vida.

Resultaba que Kir tenía unos cuatro años, era mestizo pero tenía evidentes rasgos de labrador chocolate, y tenía mal carácter. Esa era, al menos, la conclusión profesional del veterinario.

El perro recelaba de los desconocidos y parecía sentirse cómodo únicamente con quienes creía conocer bien. Esos eran Gavriil, que lo había sacado de la calle y le enseñaba trucos, Ekaterina, que le daba de comer, y Valerian, que por alguna razón se había ganado su respeto a la velocidad del rayo.

—Eh, Gavriil.

El joven alzó la cabeza y se enderezó. Ekaterina salía del hospital y le dedicaba una alegre sonrisa. Vestía con su uniforme de conductora de ambulancias y se acercaba con paso brioso y animado, como de costumbre.

—Es mi descanso —resumió—. ¿Qué tal la vuelta a donde sea que esté tu madriguera?

—Mi madriguera está en la calle Petrovi, y va a desaparecer en dos días.

—¿Qué? —Ekaterina se puso junto a él y palmeó la cabeza de Kir, que se dejó hacer sacando la lengua con alegría—. ¿Cómo?

—El edificio está en ruinas y estaba pendiente de demolición desde hacía tiempo. Por fin el ayuntamiento ha puesto fecha. —Gavriil se encogió de hombros—. Tenía que pasar tarde o temprano.

—Vaya, pero qué mala suerte. ¿Qué vas a hacer?

—Por ahora, volver con el rabo entre las piernas y pedirle ayuda a Valerian.

El comentario hizo reír a Ekaterina, y el joven sintió el incómodo gruñido en la garganta, producido por la vergüenza. Era humillante tener que regresar en busca de auxilio; el día antes quería salir y valerse por sí mismo.

—Ahora Valerian está en urgencias —explicó la mujer—. ¿Por qué no entras y esperas allí?

—No, no —rechazó Gavriil de inmediato—. No puedo. Está Kir.

—No te preocupes por eso, tengo la solución perfecta.

Su solución implicaba coger un arnés especial del almacén, del que colgaba un pañuelo amarillo y lo señalaba como perro de terapia en prácticas. El hospital estaba afiliado a un programa de perros y gatos terapéuticos, animales de comportamiento ejemplar que alegraban a los enfermos ingresados.

—En serio, no creo que... —musitó el joven mientras Ekaterina acariciaba a Kir después de haberle puesto el arnés.

—En la sala de espera hay poca gente que sangra —aseguró la mujer—. Casi todos están enfermos o les duele algo. Los heridos normalmente vienen en ambulancia y entran directamente.

Gavriil se revolvió. Notando su nerviosismo, el perro le tocó la mano con la nariz y buscó sus caricias.

Se le ocurrió que cuando lo conoció gruñía y estaba muy asustado... pero su necesidad de amor era más fuerte. Tal vez aquel arnés era menos un disfraz para entrar en el hospital. Quizá Kir sería un buen perro de terapia.

—No es solo por la sangre —confesó—. No he estado rodeado de gente desde que me convertí. No quedándome quieto y esperando.

—No vas a atacar a nadie mientras esperas a Valerian —aseguró Ekaterina confiadamente.

—No sé cómo puedes decir eso. Cómo podéis fiaros de mí.

—¿Y por qué no? No me has hecho nada, ¿verdad? —Gavriil la miró, espantado ante esa posibilidad—. He estado en el ático contigo, os he escuchado charlar, me he quedado dormida a tu terrible merced vampírica. Y aquí estoy.

—No tiene gracia.

—Por eso es tan divertido. Vamos. A Valerian le hará ilusión verte.

—¿Por qué?

Pero el joven se encontró siguiéndola, con un grave gruñido vibrando en su garganta. Carraspeó con fuerza varias veces hasta acallar el sonido antes de entrar.

Lo cierto es que no había estado en una sala de urgencias desde los ocho años, cuando se cayó de un árbol y se rompió el brazo. Solo recordaba a su madre muy nerviosa y a su padre intentando tranquilizarla. Y a su hermana, también. Oksana le sonreía y le decía lo orgullosa que estaba por lo valiente que estaba siendo.

No se acordaba muy bien de si le había dolido. Seguramente, porque le pusieron unos cuantos puntos.

—Siéntate por aquí —le pidió Ekaterina—. Avisaré a Valerian para que venga en cuanto pueda.

—Vale —musitó Gavriil.

Se sentó lo más lejos posible de todo el mundo, en un rincón de la sala. Había solo tres personas, una de ellas dormida ocupando tres asientos. Los otros eran una madre y su hija, que lloraba por lo bajo sujetándose el estómago. No tendría más de ocho años.

Era cierto: no había sangre a la vista. Nada impedía que la oliera, que oyera el pulso de las potenciales víctimas, pero el joven agarró con fuerza la correa de Kir y comenzó a contar de ocho en ocho. Detestaba las matemáticas, pero Valerian le había enseñado que el truco funcionaba siempre que los números no crecieran demasiado. Cuando lo hacían, comenzaba a restar.

Gavriil había llegado a cuatro mil, vuelto a cero y subido a seiscientos cuarenta y ocho cuando el doctor Alkaey salió de su despacho. Ya no quedaba nadie en la salita, así que fue directamente hacia el joven y se sentó a su lado, palmeando la cabeza de Kir.

—Siento haberte hecho esperar —se disculpó.

—Me dijiste que no hay mucha gente en el turno de noche —recordó él—. No pasa nada. No he visto salir a la niña.

Valerian lo miró con una media sonrisa.

—Está ingresada para hacerle más pruebas —explicó—. Es posible que tenga apendicitis. ¿Tú tuviste apendicitis?

—No, qué va. Pero un primo sí. Es jodido.

—Sí que lo es. Bueno...

El vampiro de pronto se tensó y volvió en su asiento como un ave de presa al atisbar una víctima. Gavriil dio un salto al oír lo mismo que él: la sirena encendida de tres ambulancias.

—Mierda —masculló Valerian, al que no se oía hablar de aquel modo casi nunca.

—¿Más trabajo?

—Párate y huele. Ya lo verás.

El joven no estaba seguro de querer hacerlo, pero respiró hondo, intentó relajarse y olfateó. Aspiró profundamente. Olía a hospital, a limpio y a desinfectante. Olía el bocadillo del que estaba en la recepción, comiendo a hurtadillas. Cuando no muy lejos la puerta de las ambulancias se abrió, le llegó el olor de la calle, del asfalto mojado y el hedor de los tubos de escape. Fuera estaba lloviendo.

Percibió la sangre y se agarró el estómago. Kir movió las patas a sus pies y Valerian se levantó.

Luego notó el humo.

Gavriil abrió mucho los ojos y miró al vampiro. Este le devolvió una grave mirada.

—Esto es malo —dijo en voz baja—. Hay muchos heridos.

GavriilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora