Capítulo 18

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Él es un peso más.

Cinco palabras que podrían arruinarme el día en menos de un segundo. Creer o reventar. Había soñado, en un mes, todas las noches la misma cosa: Damien de pie, dándome la espalda, frente a la puerta de salida del hospital psiquiátrico. Como si estuviera esperando a alguien.

No supe más de él desde el día en que presenté mi coeficiente intelectual. Era la primera vez que Damien me veía actuar sin poder hacer nada al respecto. Su abrazo, tan cálido y a la vez frío, iba perdiendo la esencia cada día que pasaba. Ya no escuchaba su voz resonando en mi cabeza, no recordaba con exactitud su rostro.

Por más que preguntara sobre él, nunca me darían respuestas.

Y con el paso de los meses, fui aprendiendo a guardarme las palabras. Veía a los internados realizarse exámenes sin hacer un gesto, y si ellos podían; también yo. Me tragaba las ganas de lanzarlos contra las paredes o de salir corriendo, montar un numerito, pasar desapercibida. El colchón donde dormía seguía siendo el mismo. Me veía obligada a desarmar los que estaban colgados en las paredes para poder agregarle más relleno al mío.

Me había acostumbrado a vivir una vida apartada de los demás. Me costaba soltar palabras y pronunciar mi nombre era una tarea difícil. No hablaba con absolutamente nadie desde hace nueve meses.

Hacía comentarios casuales, cuando me reía de mí misma o cuando me autollevaba la contraria. Hablaba sola mientras me hacía entrevistas imaginando que había escapado de esta prisión. Deseaba que ese día llegara urgente.

Di un salto cuando la rendija de la puerta chilló, dándome a entender que era el horario del almuerzo. Una bandeja de acero inoxidable apareció frente a mis ojos, cargada de pequeñas porciones de comida que no llenaban mi estómago en lo más mínimo.

La tomé entre mis manos acomodando las pocas porciones que se habían caído al suelo. La mitad de una manzana, una ración de puré de calabaza y un bife de pollo. Suspiré comenzando a comer.

―Al menos no me tocó la sopa de zapallos ―murmuré recordando lo repugnante que había sido comer aquella sopa. Aunque me daban media hora para comer, lo hacía en menos de diez minutos, ya que el hambre era constante.

El silencio reinaba en aquél lugar. Varias veces parece confortable, pero puede excederse. El silencio me volvía loca. Ya no me parecía relajante ni cómodo. Podía escuchar los pasos de los científicos repartiendo las bandejas de comida en el pasillo y los pájaros del lado exterior cantar. Las paredes eran muy delgadas y cualquier sonido podía escucharse desde la celda, aunque el hospital estaba en el medio de un campo.

Acaricié mi cabello. La hora de la ducha era entre las siete y ocho de la noche. Era el momento más incómodo de mi estadía en este lugar. Todos los internados se encontraban allí, había aproximadamente, veinte duchas para casi cien personas. Una pequeña porción de jabón de tocador para cada uno, y si tenías suerte; shampoo y acondicionador si eras uno de los primeros en las filas.

Las veces que imaginé a Damien de pie esperando su turno para ducharse fueron incontables. Eran malas pasadas que mi mente me jugaba. Ella podía convertirse en tu peor enemigo en los peores momentos.

Apoyé la bandeja a un lado de mi colchón y recosté la cabeza contra la pared observando las gotas de humedad que caían por el techo. Tragué saliva acercando mis rodillas a mi pecho y crucé los brazos sobre ellas.

―Me llamo Keyra... Peters. Tengo diecisiete años. Vivo en Tucson con mi madre y mis dos hermanos menores... ―apreté los ojos― Audrey y Thomas.

El atrapasueños.Where stories live. Discover now