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Casi un mes después, con Bibiana a mi lado, abordé el avión que recorrería Centroamérica para acercarme al brasileño.

—Estás obligada a traerme, por lo menos, un recuerdo de Agustín Lara. ¡Y tú, Santiago, mira a ver si quieres quedar mal conmigo! —dijo con acento cómplice el hombre que tenía por suegro.

Su madre, no tan entusiasmada, persistía en darle recomendaciones de carácter religioso, pues vivía aterrada con la cantidad de accidentes aéreos que registraban las noticias.

—Por poco y tu madre te da agua bendita para el viaje —le dije a Bibiana cuando por fin salimos de su casa.

—Y eso que no viste la cantidad de velas que tiene encendidas en la habitación, encomendándonos con sus plegarias a todos los santos, y pidiendo para que yo logre convencerte de que te arrodilles conmigo por lo menos tres veces al día cuando lleguemos a viejos.

—No quiero ni imaginarlo —fue todo lo que quise decir, pues ese fervor desmedido de algunos seres humanos por vivir rezando y andar metidos en alguna Iglesia, me causa un gran malestar.

Bibiana soltó una carcajada al ver la cara que puse. Pero mi gesto no obedecía a esa prevención que sus palabras pudieran infundirme, pues como puede concluirse, yo no soy propiamente hombre de asistir a una Iglesia los fines de semana o de santiguarme cada vez que pretendo protegerme de fuerzas externas; mi prevención obedecía, únicamente, a llegar a viejo, al lado de ella, ocultando mi siniestro pasado.

En su página web, Coelho registraba el itinerario que seguiría en cualquier lugar del planeta, con el ánimo de convocar y mantener informados a sus místicos seguidores. De modo que la revista pudo acordar, sin grandes obstáculos, la entrevista y mi viaje a México, donde el autor participaría en la Feria Internacional del Libro, una de las más importantes del continente.

No obstante, ya no me interesaba tanto conocerlo, hablar con él, percibir sus gestos, auscultar su aura. El entusiasmo inicial se había evaporado como una voluta de humo. Lo hacía por Bibiana, por el viaje prometido, y porque el país azteca era un sitial de honor para pasar una cómoda semana, una merecida luna de miel después de dos años de noviazgo. Solo al recorrer con las maletas el aeropuerto Benito Juárez, Bibiana vino a creerlo. No porque ella no pudiera viajar sola por el mundo, sino porque era la primera gran salida conmigo a otro país, lejos de cuanto éramos y hacíamos.

—Ya sabes que me prometiste visitar Chichén Itzá, después de la entrevista. Ojalá y no me cumplas, amorcito, porque te aseguro que te dejo en abstinencia por lo menos seis meses.

—Eso me suena a chantaje.

—Digamos que sí. Si quieres mi cuerpo, quieres mi espíritu. Además, por lo que me has contado, tu amigo poeta es alguien muy especial, y, conociéndote como te conozco, no querrás dejar de hablar con él. Y esta vez te quiero para mi solita... Ya te darás cuenta de que es mucho más que un capricho.

Mi respuesta fue abrazarla y darle un sentido beso. Para qué discutir algo en lo que, en parte, ella tenía razón. Aunque quise defenderme, diciendo que a ella la tenía todos los días, mientras que a Efraín Bartolomé, el gran poeta de Ocosingo, no.

—A Conkal 266, por favor —le di instrucción a la señora encargada de expedir el tiquete de taxi. La mujer me miró con un brillo de fría indiferencia.

—¿Te conoce? —preguntó Bibiana, en tono molesto.

—Para nada, amor.

—Pues te miró como si fueras un bicho raro.

Instrucciones para asesinar al escritorWhere stories live. Discover now