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Con el primer crimen, poco después de muerto Walter, se logró un propósito, pero perdí otros que nunca se podrán reivindicar. Yo mismo caí en la trampa ideada para ratones, como aquel terrorista iraquí que envió una carta bomba con los datos del destinatario incompletos, pero con los del remitente legible, y al ser devuelta la carta, el terrorista la abrió sin percatarse de que era la misma que había enviado, convirtiéndose en su propia víctima.

Lo mío fue un suceso aberrante, vil, absurdo, pues asesiné siguiendo una voz que entonces creí propia; siguiendo unas reglas innecesarias y abyectas; pretendiendo probar una banalidad, una arraigada impotencia. Lo confieso: fui un cobarde, un miserable que debió morirse con la pareja que cayó en sus manos.

Recuerdo que conduje un modesto vehículo Mazda HS, comprado días antes mediante una identificación falsa, por una vía secundaria que une a Bogotá con Tunja. Entonces no sabía a ciencia cierta cómo ejecutar mi maniobra primaria, sin levantar revuelos o suspicacias adversas, y cuyo azar involucraría a una o a varias víctimas. Una pistola Colt 45 automática, que conservaba en el bolsillo de un oscuro gabán, me daba esa sensación de poder maligno, despertaba con delirio ese instinto depredador de asesinar por asesinar. La ocasión sería mi mayor aliado, me dije, pues ante mí se abría un abanico de vastas posibilidades, pero todas inciertas. Pensé en hacerme el varado en medio de esa carretera que parecía un camino real de bruma y de silencio, para cuando algún samaritano se detuviera con el ánimo de ayudar, recibiera su pasaje al mundo de los muertos. Pensé en detenerme en alguna gasolinera, un bar, un supermercado, un hotel, y ejecutar sin más una matanza como las sucedidas en escuelas públicas de los Estados Unidos por miembros resentidos de su comunidad, o mejor, como la que cuenta Mario Mendoza en su novela Satanás, pero era obvio que no podría salir bien librado; y yo tenía de todo menos espíritu suicida, inmolador.

Dos o tres vehículos pasaron en sentido contrario a una velocidad que ni el espejo retrovisor pudo enmarcarlos. Yo conducía despacio, como si llevara con solemnidad un cuerpo ajeno que no deseaba abandonar. Entonces, al acercarme a una curva, vi las luces lejanas que rodaban por el pavimento, frente a mi horizonte, disipando el panorama. Siguiendo una orden interna, más allá de cualquier premeditación y con el estómago contraído, apagué las luces de mi automóvil. Esto pensé: si el ocupante del otro vehículo, al notar mis luces apagadas, me cambia las suyas como un relampagueo en cielo abierto, él y sus acompañantes serán mi trofeo de caza.

Sin embargo, ese ángel de las buenas acciones que todos tenemos dentro deseaba que el otro vehículo pasara de largo sin hacer ni un murmullo, que irrumpiera en mi retina a través de esa carretera tan triste y desolada, tan dolorosamente enigmática como un fugaz tintineo que se pierde con rapidez. Pero no fue así. A una distancia de cien metros me hizo el cambio de luces. Cuando el campero pasó por mi línea paralela, el detonante fue instantáneo, pues el conductor gritó con enfado claro, más que premonitorio: "¡So cabrón de mierda!".

Mejor señal no pude esperar. Había recorrido esa vía por varias horas, sin tener certeza alguna del rumbo por tomar, y ahora, de repente, las ruedas del destino se ponían en marcha. Encendí las luces, giré el vehículo para quedar en el mismo sentido vial, y aumenté la velocidad con el deseo irrefrenable de alcanzar aquella silueta antes de que los primeros rayos del alba me devoraran. Tres kilómetros más adelante le di alcance, con una fiereza de cazador, de animal hambriento. El hombre, de contextura delgada, ojos sangrientos y cabello largo, intentó acelerar, escaparse de aquella jaula asfáltica, del monstruo fantasmal que con una pistola le apuntaba al rostro. Pese a la amenaza, no se amedrentó. Intentó sacarme de la vía, golpearme con su vehículo, escabullirse en un acto de valentía que solo otorga la presencia de la muerte. Para no extenderme en una persecución cinematográfica, disparé a las llantas traseras. El choque del rin con el asfalto levantó chispas. El hombre estaba ante dos salidas: continuar a esa velocidad la marcha, mientras yo seguía disparando, y correr el riesgo de estrellarse contra los árboles; o detenerse y enfrentarme. Optó por lo segundo. Cuando frenó, impotente en medio de esa intemperie, a su lado, una pequeña mujer, tan pálida como yo, se frotaba los ojos con los dedos de las manos. Tenía las uñas pintadas de negro. Tenía los brazos tatuados. Tenía ese raro aire de mujer enferma por un vicio inextinguible.

Descendí de mi auto sin dejar de mirarlos, sin dejar de apuntarles con el arma, sin dejar de sentir que mi sangre pedía sangre.

—Está bien, usted gana —dijo el hombre con las manos sobre el volante. La mujer destellaba hastío—. Llévese lo que quiera y váyase.

Su rostro, también pálido, estaba tenso; pero su voz era dominada por la mansedumbre.

—Lo que quiero no requiere su permiso —dije. Entonces disparé.

Y disparé antes de que imploraran por sus vidas, antes de ver la sombra de la muerte en sus ojos, antes de que apareciera otro vehículo o un extraviado caminante en aquella senda, o antes de que los animales nocturnos se apostaran sobre las ramas de aquellos árboles para ser mudos testigos.

Abrí fuego, sí. Tres tiros para cada uno. Dos en la cabeza y uno en el pecho. No hubo más movimientos dentro de ese vehículo. Salvo el de mi mano al apagar las luces, retirar las llaves, y arrojarlas entre un espeso sembradío, al lado opuesto de la carretera.

Creí ver que el color oscuro de las uñas de la diminuta mujer se esparcía por ambos cuerpos. Un efecto visual extraño, pero plausible si se tiene en cuenta que toda primera muerte causa estragos en el ser que la propició.

Salí del lugar para internarme de nuevo en la penetrante oscuridad de esa noche, o mejor, en la oscuridad que dio inicio dentro de mí.

Instrucciones para asesinar al escritorWhere stories live. Discover now