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Sin lugar a duda parecía estar habitando la ciudad más caótica del planeta. Dos horas en un trancón, sacudido por los ruidos de motores que se encendían y se apagaban a medida que uno podía avanzar, por los gritos de los conductores que soltaban escupitajos y palabras de grueso calibre contra la administración distrital, y el aguacero de la noche anterior que aún tenía desquiciados a los empleados de la oficina de movilidad, a bomberos y policías: árboles caídos sobre las avenidas, ventanales rotos, calles inundadas, capas de hielo sobre puentes y rejas del alcantarillado; a tal grado llegaba el caos. Y, por supuesto, el desquicio se apoderaba también de personas como yo que prefieren la bondad de un bosque espeso y encumbrado tras las montañas, al sórdido bullicio de una ciudad capital como la que me acogía. Uno no puede ser desagradecido con la casa o con la familia que lo recibe, pero era imposible no mirar lo perverso que la hacía invivible.

Cuando llegué a la sala de juntas del periódico como apoyo a la labor de Juan Alberto, ya la reunión había terminado. Él estaba informado de mi retardo por culpa del trancón, por eso al entrar a su oficina me recibió sin disgusto. Por la mueca que hizo, comprendí que la muerte del suplemento literario era un hecho inminente.

—Dos números más, y se acabó —dijo con verdadero pesar. En la voz tenía un nudo de gruesas lágrimas. Agonizaba un hijo de diez años.

—Lo siento.

—No hay problema, Santiago. Sé que tú has estado conmigo.

—Pero qué dijo el director.

—Lo de siempre: que un pueblo sin cultura no dejará de existir. Que para eso les ofrecíamos la realidad colombiana. Que en ella había más literatura de la que uno se pudiera antojar.

—¡Cretino! ¡Ridículo! —repliqué con un guiño de desprecio.

—Es mejor que no digas eso. Recuerda que tiene oídos por donde mires.

—Bueno, pues a trabajar con más ahínco en la celda que te queda. Son dos números. Yo te puedo colaborar con una nota sobre Bolaño. Pero para el segundo número. Dos adioses en un solo acto.

—Buena idea. Si quieres nos tomamos un café más tarde. Ahora debo salir a cubrir un evento.

—Me llamas. No deseo encontrarme al director en estos momentos —le dije, como si yo fuera el más afectado por la decisión.

—Oye —me dijo mientras guardaba su grabadora y una libreta de apuntes en un bolso de hilo—: Te felicito por el artículo sobre Ospina. Me habría gustado que lo hubieses publicado antes en esta casa, o al menos en el suplemento.

—No seas bribón. En la revista me pagan más.

Ambos reímos. Juan Alberto se despidió. Sus gafas estaban empañadas. Y arrastraba sus pies como si llevara el peso de un cuerpo sobre su cuerpo.

Como no todo podía ser malo, la revista, por el contrario, a El Nacional, accedió a adelantar gestiones para la entrevista con el autor brasileño. Llamé a Bibiana, le dije una vez más que la amaba, y la invité a cenar en uno de los mejores restaurantes de la ciudad.

Elegimos Il Castello, un restaurante italiano ubicado en la vía a La Calera, por la exuberante panorámica de la ciudad. Meses antes, allí mismo, Álvaro Enrique y Edna, una pareja santandereana que conocimos en un club, habían compartido con nosotros la noticia de su primer hijo, en realidad una niña, a quien llamarían Valeria. Bueno, fue Bibiana la que eligió el lugar con una emoción contenida. Estaba maquillada. Se había cepillado el cabello. Y el vestido negro que llevaba puesto la hacía ver impactante. Ocupamos una mesa que nos permitía observar las luces de la ciudad, el contorno de sus edificios y de las amplias avenidas. Unas luces opalescentes que, como esa noche, daban un toque de distinción a la gris, caótica y agitada ciudad que se instalaba de día.

—¿Un vino para empezar? —pregunté, mientras llevaba su mano a mi boca para darle un beso.

El mesero ya estaba a un lado esperando, con libreta en mano, por el pedido.

—Como tú quieras, amor —dijo ella.

—Una botella de burdeos, por favor. Hoy quiero probar un buen vino francés —acometí al mesero.

—¿Y de cenar? —preguntó el hombre con una voz diligente, con una sonrisa muy servicial.

—Denos un rato. Hoy quiero brindar con esta maravilla que me ha puesto la vida para ser feliz —dije, dirigiéndome a Bibiana.

—Como guste, señor —respondió el mesero con un mohín de complicidad. Un tanto empinado, dio media vuelta y se alejó.

—Y es que, además de la revista, ¿estamos celebrando algo más?

—Claro, hermosa mía. Quiero brindar porque estamos juntos tú y yo. Porque tú has traído a mi vida una paz espiritual y mental, como pocas veces alguien ha podido lograr. Ese es mi otro motivo.

Bibiana me enseñó sus perfectos dientes, con un aire de rebosante placidez.

—Tú sabes cuánto te amo... —dijo con emoción, como si quisiera llorar o confesar algo más. Una confesión que días después conocería.

Cenamos la especialidad de la casa: un plato de variadas pastas, con salsas, queso y carnes blancas.

En Il Castello, decorado con fina elegancia —vitrales entremezclados con madera envejecida, lámparas artesanales que pendían de los postes de madera, escaleras elaboradas con la piedra caliza que nacía en aquellas cumbres, un mural que copiaba magistralmente el Salón Dorado del Museo de Oro—, era común ver caras de reconocidos artistas de la televisión y de la música colombiana, reuniones de ejecutivos o empresarios celebrando un éxito, una nueva estrategia, y a extranjeros que no deseaban perderse de una ruta como la que publicitaban en torno a los buenos restaurantes y discotecas de La Calera.

Alrededorde las once de la noche salimos del restaurante. Una brisa oblicua, de cortantefrío, corría hacia la sabana, mientras en lo alto del firmamento una lunaceniza parecía atestiguar nuestras emociones.

Instrucciones para asesinar al escritorWhere stories live. Discover now