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Por fin tomé de la impresora las hojas que contenían la información del personaje. Frente al televisor, con medio vaso de vodka servido y una rodaja de naranja, inicié la lectura de su peregrinaje por este mundo. En esas hojas de papel reciclado estaban resumidos sus movimientos más cotidianos, sus pasiones, sus desencuentros, sus sobresaltos. Por primera vez don Julio me enviaba un informe detallado del objetivo, lo que me hizo suponer que se debía a la complejidad de la misión y porque con ello quería transmitir el mensaje de lo importante que era ejecutarla sin ningún tipo de error, por mínimo que fuera.

Su biografía mostraba a un hombre de cincuenta y seis años, nacido en Río de Janeiro, que antes de ser el fenómeno comercial de grandes proporciones y ser considerado a su vez uno de los personajes más influyentes del siglo XX, se dedicaba al teatro y a escribir canciones populares. De él se decía que, debido a su rebeldía por estar en contra de las férreas prácticas religiosas que su familia le imponía, había sido internado en una clínica psiquiátrica, y poco antes de los treinta, su modo de vida, su espíritu rebelde, su posición frente a las ideas capitalistas y la práctica de la magia negra, hicieron que el régimen dictatorial lo recluyera en un centro de torturas, pues él representaba una fuerte amenaza por sus actividades subversivas: la cabeza de un cuerpo que debían extirpar.

Toda amenaza debe eliminarse, pensé al leer sobre el régimen que lo condenó en su tiempo. Y pensé en Edgar Allan Poe al escribir El Pozo y el Péndulo:

"En medio de repetidos y conscientes esfuerzos por recordar, en medio de auténticas luchas por recoger algún vestigio de aquel estado de aparente aniquilación al que mi alma había entrado, tuve instantes en los que vislumbraba el éxito; tuve periodos breves, muy breves, en los que conjuraba recuerdos que la razón lúcida de una época posterior me garantizaba que solo podían referirse a aquella condición de aparente inconsciencia".

Sentí que allí había una extraña sinergia, no literaria, sino de espíritu. Poe admiraba la belleza del horror, los detalles de las sombras, la muerte en su lucidez poética. Coelho era atraído por la alquimia, el ocultismo, la literatura fantástica, el pensamiento antiguo, el poder de los símbolos. Ambos sufrieron en carne propia el desprecio de llevar una vida que, si no chocaba con su época, la llevaban a extremos. Pero con la mala suerte del narrador de Boston y la buena fortuna del brasileño.

Leí allí también que el autor preparaba un nuevo recorrido por la ruta medieval de Santiago, partiendo desde la catedral de Roncesvalles, en Francia.

Un hilillo de luz se abrió en mi horizonte: si no podía dar el golpe de gracia en alguno de sus dos lugares de residencia, tendría que ser allí, donde fraguó El Peregrino de Compostela. Una magistral rapsodia llevar su muerte al punto de encuentro con su mundo esotérico. Y el tiempo era una línea a mi favor, pues don Julio nunca me daba fecha para cumplir sus misiones. Lo importante era llevarlas a cabo. Eso me permitía ciertas licencias, con las que, paciente y lúcido, armaba la totalidad del rompecabezas, porque así consideraba yo que debía armarse un crimen. Y, por supuesto, con estrategia de ajedrecista.

Mi primer trabajo para él, por lo laborioso de la ejecución, hizo que me ganara su respeto. Así me lo hizo saber en uno de sus correos. Pero en verdad mi gratitud estaba dirigida al escritor británico Anthony Berkeley Cox, quien en su relato El azar vengador, me dio las pautas para ejecutar el crimen de modo perfecto, es decir, otro más que no pudiera ser resuelto. Basado en la excepcional originalidad del enigma planteado en el texto de Cox, emulé sus pasos, vertí la acción del papel a la realidad. Y el resultado fue un tanto brillante. 

Instrucciones para asesinar al escritorWo Geschichten leben. Entdecke jetzt