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La energía solar de Melgar me recargó tanto que lo primero que hice al volver a casa fue formular la temeraria pregunta a mi anónimo cliente. No puedo decir que fuera mi jefe, pues cuando uno tiene un jefe no hay opción de tomar decisiones propias respecto a lo que se encomienda, salvo que quieras arriesgarte a perder o ganar. Don Julio era mi cliente, pues yo podía, al fin de cuentas, aceptar o no el papel de verdugo. Solo que después de aceptar una misión, no había marcha atrás. Una regla básica para mantener la buena salud.

Su respuesta llegó un par de horas después.

Señor Archer:

¿Ha perdido la cordura? ¿Ha sido abducido o tiene una pistola apuntando a su cabeza? Espero que sea solo una broma de mal gusto. Sobra decirle que lo que me pregunta es motivo suficiente para dar por terminado el contrato, por no ir más lejos. Pero por los buenos oficios prestados, haré de cuenta que no ha preguntado nada, que son imaginaciones mías, que tengo un pésimo sueño. ¿Me comprende? No asalte mi buena fe. Espero que lleve a feliz término lo asignado.

Mi primer intento fue, como esperaba, infructuoso. Y eso que salí bien librado, pues la ética o el principio que rige mi oficio es el de no pisar terrenos ajenos o, en otras palabras, el de no cuestionar las órdenes dadas, cuando se acepta lo ofrecido. Por lógica, uno no pregunta, uno se limita a cumplir con el trabajo, ciega y sordamente. Así operan las agencias de asesinos más versátiles del mundo. Ellos no te conocen y tú tampoco a ellos. Para eso está la informática que te acerca y encubre a la vez, que minimiza los riesgos para unos y otros. Confían en ti, en tus aptitudes, en tu buen tiro al blanco, en tu silencio. Las reglas son las reglas. Y si no las cumples, se te viene una lluvia de meteoritos encima. A eso estaba jugando yo. Como el más inepto de los aprendices, caí de la rama donde esperaba confiado el fin de los tiempos.

Unos eventos fuera de la ciudad me ausentaron por varios días tanto de Coelho como de Bibiana. Además, las cosas se complicaban con el periódico, ya que deseaban cortar de raíz el suplemento literario de los fines de semana. "La literatura en los periódicos no vende un carajo", decía el director con su voz de animal viejo y mirada oblicua, como si uno pretendiera metérsele por el sitio menos decoroso. "Si no pudo El Espectador, menos podremos nosotros", remataba el rollizo anacoreta que prefería darle más valor a una noticia judicial que a aquella que llevaba cultura a los lectores. Al horror de los días, agregaban más horror, bien diría el poeta Juan Manuel Roca. Aunque este concepto del director de mi periódico no era nuevo, pues ya muchos suplementos gozaban de cristiana sepultura desde hacía tiempo. Ahora, revistas como El malpensante y Arcadia, tenían el privilegio del mercado tanto impreso como en la red. Las dos revistas hacían lo que debía ser una "función cultural" de los medios masivos de comunicación. Al regresar, hice lo que estuvo a mi alcance para que el editor del suplemento literario no perdiera la batalla. Juan Alberto, un periodista de esos pocos que aún existen para librarnos del mal que trae consigo algunas noticias, no albergaba muchas esperanzas; por el contrario, se aprestaba a aplicar los santos óleos a un trabajo de más de diez años.

Por esos extraños azares, o abducido en verdad quién sabe por qué criatura cósmica, volví a insistir con don Julio, tras una semana en la que hice borrador tras borrador de aquello que deseaba preguntar. Ante todo, le pedí que, en nombre de la lealtad que yo había profesado en esos años, me diera una respuesta sin evasivas; que considerara mi petición como un favor personal, que sería la primera y la última vez que yo pediría algo así. Incluso me atreví a decirle que, si lo creía conveniente, después de ejecutar la tarea no me pagara la otra parte de lo pactado. Su réplica no se dejó esperar:

No sé en realidad qué pretenda, Archer. Su insensatez me toma por sorpresa. Dígame solo una cosa, ¿de qué le va a servir meter la nariz cuando su opinión o sugerencia es lo que menos podemos validar?

Instrucciones para asesinar al escritorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora