2. La ruta Jacobea

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15.

Soy un lector compulsivo. Mi oficio lo exige y mi vocación también. Ese rigor me obliga a llevar una lista concienzuda de los libros que leo al año. Por eso mis reseñas, más que obtener algún beneficio económico, tratan de suplir ese vacío literario, esa vena artística de la que yo carezco por completo.

Pensé en don Julio, en que si leía mis artículos con el mismo ojo que leía al brasileño, de seguro me convertiría en su próximo objetivo. Un fiasco literario, un enemigo de la causa, aduciría con gestos omnímodos. Reí con ganas imaginando que me contrataba para mi propia muerte. Solo eso me faltaba.

Al lado de una mesita recientemente restaurada, El halcón maltés, de Dashiell Hammett, reposaba con un señalador en la página diecisiete, justo donde Spade se guarda un billete de cien dólares por un trabajo convenido. Era una edición en pasta dura de Círculo de Lectores, de 1979, en la que el actor Humphrey Bogart, que hizo de Spade en la versión cinematográfica, porta un revolver que es tan inseparable como su sombrero gardeliano. Había interrumpido su relectura para dedicarme a la reseña de William Ospina, que saldría publicada en una semana, y allí seguiría un tiempo más, porque estaba decidido a leer los libros del autor brasileño, según mi tozudo impulso.

Comencé en orden cronológico. Me pareció que sería más razonable para entender su ascenso desde El peregrino de Compostela. Nunca me habían entusiasmado las lecturas de autoayuda al estilo de Cuauhtémoc, de México, o de Riso, en Colombia; por eso, a medida que auscultaba sus textos buscando todavía no sé qué inspiración o señal, sentía un desconcierto agujereándome la espalda: no me acoplaba a su escritura, demasiadas fábulas que se repetían en cada libro, el hilo de Ariadna tendido una vez más para recordarnos la historia del bien y del mal, la moraleja de volver al principio.

Pensé en Og Mandino, cuando se vendían sus libros en cada esquina con una fiebre desbocada. El vendedor más grande del mundo marcó un hito en los éxitos de superación personal. Allí había más lenguaje, si mi memoria no me falla; más construcción literaria. Hasta que Og desapareció del panorama literario, hasta que dejó de servir a los propósitos de las mediáticas editoriales.

Me quise hacer a la idea de que estaba leyendo bajo prevenciones infundadas, bajo el halo hipnótico de un estigma perverso; pero no. Tampoco pude, como admitía don Julio, deleitarme con aquellas lecturas. Y por una y otra razón, menos podía sumarme al club de los que odiaban al autor. Sí, un verdadero fenómeno comercial. Pero ¿a quién no le gusta el dinero? Lo que el brasileño hacía para vivir estaba bien. Si la gente se tragaba lo que él escribía, si hacía sentir bien a alguien con su estilo, pues qué le vamos a hacer. Su fraude está en el lenguaje, no en las vías de hecho que constituyen delitos consagrados en los códigos penales. ¿Quién no ha ido a ver al eterno mago que saca del sombrero un tierno conejo? Todos sabemos que es un simple truco, pero siempre disfrutamos de creer real esa ilusión. El brasileño siempre ha sabido cómo ser un buen mago, cómo despertar magia en sus miles de lectores, y yo sentía que no tenía derecho de privar a nadie de sus gustos.

Yo mismo me daba una reprimenda pensando que no estaba bien matar por matar (pensé en Ripley, el personaje asesino de la Highsmith), salvo que mi cliente me ocultara la verdadera razón y su pretexto hubiese sido solo un jocoso despiste.

¿Por qué demonios seguía caminando sobre esa cuerda floja? ¿No veía las enormes fauces esperándome abajo? Con mi cabeza hecha un pandemónium me encomendé al Señor de los redimidos, y con aquellas retahílas mentales me abrigué para salir a recorrer neciamente la ciudad. Infortunadamente Bibiana no estaba para acompañarme, así que llegué hasta la Avenida Boyacá y tomé el sentido norte. Mi corazón latía con la fuerza del motor de mi Peugeot. Volví a cuestionar mi debilidad. ¿Sería eso? No. No creí que fuera debilidad. Por más que esforzaba mi mente, no lograba determinar cuál era el origen de esa tribulación —mucho tiempo después descubrí que se llamaba vulnerabilidad—.

Instrucciones para asesinar al escritorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora