9. La libertad de la catástrofe

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Esta habitación oscura, pensó Willow, no me pertenece.

La habitación de Eleonor, su pequeño departamento, las luces de la calle que recogía el balcón. No eran de ella. Y ella tampoco les pertenecía.

Willow pertenecía al lugar donde había nacido. El suelo de madera de la sala de estar, donde su madre había dado a luz. Las sábanas color hueso en las que se sumergía cada noche. La tierra en el granero que la había visto convulsionar. Los límites de aquella cuerda que conocía el sabor de su sangre.

Esos eran los lugares a los que pertenecía.

Willow caminó hacia el espejo que Eleonor tenía a un costado de su cama. Podía ver su cuerpo entero bajo una sombra de azul nocturno. Estaba acostumbrada a la oscuridad.

Examinó su rostro. Sus labios todavía temblaban. Podía volver a llorar en cualquier momento. Se veía como cualquier joven de su edad, como las chicas de la televisión. Tenía el mismo cabello ondulado y voluminoso de su abuela y los pómulos de su madre. Los adultos en su pueblo reconocían de qué familia venía sin siquiera preguntarle su nombre. Lo llevaba escrito en el rostro. Estaba en sus genes.

El ritual que hizo su abuela no dejó ni una marca. Siempre quiso encontrar algún rastro de lo ocurrido, una manifestación del mal que le habían puesto. Pero no tenía ojos de sangre como el diablo o alas negras en su espalda. Toda su vida pensó que ese ritual la había cambiado, que le había depositado un ancla maligna en sus entrañas, pero ya no estaba tan segura.

Tal vez la maldad había estado siempre dentro de ella, esperando dormida, y lo único que había hecho el ritual era liberarla.

Su corazón aún latía fuerte y su mente seguía inquieta. Siempre comenzaba de esa forma. Pronto todo se volvería negro y perdería su conciencia, para que aparezca la otra Willow. La verdadera.

En cualquier otro momento, esto le habría preocupado.

Pero tal vez era inútil tratar de impedirlo. Su madre, su abuela, incluso su bisabuelo; del que no conocía nada excepto su muerte, todos eran de la misma especie. Los episodios que la perseguían, su tendencia a herir a las personas, a probar su sangre, eran partes de sí misma que no podía ignorar. Su abuela había asumido su propia naturaleza cuando era joven. Su madre nunca la había aceptado, pero estaba tan claramente dentro de ella, en su talento para herirla sin tener que intentarlo.

Luchar contra su propia naturaleza era agotador. Su conciencia comenzó a parpadear, a abandonarla y regresar a su cuerpo. Pero esta vez Willow no tenía ninguna intención de evitar el episodio que la acechaba. Esta vez quería sumergirme en él por completo.

Entonces escuchó un timbre.

Se quedó quieta, desorientada. No reconocía ese sonido. También escuchó el tono de su teléfono y vio el nombre que aparecía en la pantalla.

No quería escuchar su voz en ese momento, pero no pudo evitar atender la llamada.

—Willow, abre la puerta. Déjame entrar, por favor. Quiero que hablemos.

Lua. No esperaba que apareciera ahí luego de lo que le había dicho. Pero su conversación había sido tan corta y seca, tendría que haber adivinado que no sería la última.

Pero ahora estaba a punto de tener un episodio. Por el bien de Lua, tenía que alejarla.

En su mente vio la imagen de aquella niña que había atacado en la escuela. La niña había estado molestándola y burlándose de ella sin saber que en su interior Willow estaba luchando por no perder el control. Pero la realidad se disolvió y Willow quedó atrapada en ese espacio vacío al que sus episodios siempre la llevaban. Mientras tanto, afuera, el cuerpo de Willow la atacó, cien veces más poderosa; el destino de la vida de esa niña entre sus manos.

La última de su especieWhere stories live. Discover now