CAPÍTULO 34

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El cabello de Devon se enarbolaba con el viento a medida que escalaba las tracerías de piedra

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El cabello de Devon se enarbolaba con el viento a medida que escalaba las tracerías de piedra. Había hecho uso de los capiteles, las enjutas y las figuras en forma de trébol para impulsarse con pies y manos. Al quedar sobre el estrecho borde de piedra, hizo equilibrio al ponerse de pie, saltó hacia la enorme ojiva donde estaba incrustado el reloj y aterrizó en su base. Al mirar hacia arriba, al gigantesco reloj dorado de metal, pudo apreciar en mayor detalle la forma de flor de lis que poseían sus agujas, lo cual reforzó su teoría de que los versos se referían al lugar indicado por el séptimo número del reloj.

     Asomó su cabeza al interior del campanario para asegurarse de que no hubiera testigos. Podía verse el dorso de los cuatro relojes desde allí, así como robustas vigas de madera entrecruzadas, pero por dentro estaba vacío. Entonces miró el siete escrito en números romanos. Como el número y la aguja quedaban por fuera de la ojiva, Devon tuvo que adherirse a los sillares del umbral e inclinarse hacia el exterior del edificio. Uno de los fierros que sostenían el reloj estaba insertado justo a la altura de la séptima hora, por lo que Devon se ayudó de él para salir y fijarse en el trozo de pared donde se proyectaba la sombra del reloj. No obstante, al echar un vistazo hacia abajo, su ceño se frunció.

     Desde allí podía verse el balcón al cual había salido con Nínive, pero no había rastro de ella. «¿Habrá regresado adentro?», se preguntó, pero carecía de sentido. ¿Por qué regresar a una aburrida exposición cuando podía contemplar la vista de la ciudad o ayudarlo en caso de toparse con otro acertijo en lo alto del campanario? Para quitarse las dudas de encima, Devon realizó un paneo de las esencias a su alrededor. No pasó ni un segundo hasta que su corazón empezó a golpetear su pecho. El rastro era claro: un sesenta por ciento se encontraba muy cerca de ellos, en el museo del campanario.

     —Maldita sea —masculló colgando del armatoste metálico. Ni bien divisó el pequeño sello de la casa de su familia, alargó su mano para sacar la navaja del bolsillo de su pantalón. Sin embargo, al tratar de desenvainarla, esta se resbaló de entre sus dedos y casi se cae al balcón. «Enfócate», se ordenó al colocarse la navaja en la boca para impulsarse con los brazos hasta la pared.

     Una vez allí, utilizó su mano hábil para tantear el espacio alrededor. Los sillares del campanario eran demasiado grandes y se encontraban muy bien colocados como para retirar uno de ellos. Por ende, buscó indicios en los alrededores del sello; arrastró sus dedos sobre la áspera superficie, hasta dar con los bordes de lo que parecía ser una piedra insertada en otra. Entonces hizo lo mismo que en la catedral y en el castillo: empezó a remover con el filo de la navaja el cemento que resaltaba ligeramente en comparación al resto, y, con mucho cuidado —y prisa—, retiró un ligero bloque que había sido incrustado con gran disimulo.

Sangbìbiers IV Rex RexumWhere stories live. Discover now