Capítulo 25

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Se mojó la cara con abundante agua. No quiso mirarse al espejo por vergüenza. Se apretó la toalla contra la cara. Lo granulado de la tela lo traía al mundo visible. No quiso llorar ahí en el baño. Tenía miedo de cruzarse con Liliana, Valentina o Agustín. Salió en silencio de muertos y atravesó el pasillo que lo llevaba a su pieza. El lugar poblado de fantasmas. Sintió el barro que le mojaba y se le pegoteaba en los pies. Sacudió las manos y vio que manchó todo a su paso. Ahí en el medio del cuarto, Juan Manuel Estévez lo miró triste. Santiago pensó que era la cara de un hombre desilusionado. Se miraron amargados. El adolescente trató de tragarse las lágrimas y las ganas de darle un abrazo. Estaba entero, sin gorros de lana en días de calor, sin ese bastón que nada tenía que ver con los treinta y pocos del padre. El color en el cuerpo, la barba de varios días que se dejaba siempre, los ojos oscuros, las cejas fruncidas. Intacto. Santiago trató de decirle algo, abrió la boca para que se le escaparan los perdones, pero el padre levantó la mano y lo calló con un gesto. Santi recordaba que la autoridad que imponía su padre siempre fue en voz baja y solo con miradas. Sin gritos ni espamento.

-¿Qué hacés con tu vida, Santiago? -dijo y la voz era calcada del hijo. Notar ese parecido al chico lo tranquilizó. Pudo encontrar un punto de cercanía, algo en común con la persona que más admiraba -¿Qué estás haciendo con tu vida, Santiago? -preguntó otra vez y se dedicó a desarmar la cama del chico sucia, embarrada, infectada por la mugre que a Santiago le salía del cuerpo, de los brazos, de las piernas y la bufanda que de la nada la sintió envuelta en el cuello, tibia y con olores tiernos que lo ayudaron a despertarse de golpe y entre sobresaltos.

Aspiró con fuerza y manoteó el velador para prender la luz. Por la persiana baja y de agujeros de su pieza se dio cuenta que todavía era de día. Se movió tan rápido que había tirado al gatito al piso. Allí se enteró de todos sus dolores físicos. Buscó al animal preocupado hasta que sintió el lomo menudito rozarle las puntas de los dedos. Notó cómo dejó húmedo el pelo del animal por lo transpiradas que tenía las manos. En seguida, Perri empezó a lamerse, en la almohada donde lo había dejado el adolescente. Se sobresaltó por el tacto de su remera empapada. Le dio frío y esa sensación le recorrió el cuerpo completo. Estaba transpirado de pies a cabeza. La frente y los cachetes le ardían, pero el resto parecía enterrado en el hielo. Se sentía triste, asustado y enfermo. Le temblaban los labios y le tintineaban los dientes por lo fresco. Sin embargo, ni con todo ese mal podía borrar las sensaciones que le había dejado Sebastián con uno solo beso. Todavía sentía la presencia del chico en la boca, en la lengua, en la espalda y también en las manos. Buscó desesperado la bufanda con la que se había dormido. Vio a Perri restregarse contento sobre esa tela. Le cedió un pedacito al animal y se quedó otra parte él. La olió con fuerza y el aroma del chico lo llevó a llorar como un niño otra vez. Con esa desesperación que la sintió desde el pecho, que le subía y bajaba en cada lamento. Retuvo tanto su voz como pudo, aunque sentía desgarrarse la garganta con la maniobra de disimulo.

Salió de su refugio para dar vuelta la foto que tenía con su papá en la mesa de luz. La imagen de papel era igual de fuerte que la versión de carne y hueso de ese padre que ya no existía en la vida del joven. Se acurrucó otra vez en la tela de Sebastián para largar ese llanto que tenía guardado hacía mucho tiempo. Por su papá enfermo, por las responsabilidades que le habían quedado, por ese niño que veía en sus recuerdos, por sus esfuerzos para ocultar y disimular todo. Por su cuerpo que no reaccionaba ante Pilar y ante cualquier mujer, por el miedo de lastimar a su mamá, de avergonzar a su hermana, de que sus amigos no le hablasen nunca más.

«Yo no lo hice, él fue. Yo sigo siendo como siempre», se machacó mientras estrujaba la bufanda con las manos. Todos los planes que tenía ideado, Sebastián se los destruyó con un solo beso. Por eso no podía evitar sentir un odio desmedido. Detestarlo con el cuerpo y el pensamiento. Se imaginaba desde siempre casado con una mujer igual de inmensa como su madre. Se pensaba en el altar igual que su padre. Lleno de hijos al que les leería cuentos de aventuras en voz alta para transmitirles el amor por las historias. El mismo que le había inculcado Juan Manuel desde que tenía memoria. Santiago y Valentina se la pasaban escuchando al hombre con esa voz profunda, grave y expresiva que les relataba cada cuento popular o inventado. Sin embargo, en ese instante sabía que no podía prometerse ni prometerle nada a nadie.

Detrás del odioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora