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— ¿Qué es eso? Sanzu, de verdad, tú...estás mal, viejo.

Cuando oyó la pregunta formulada con un dejo de intriga entremezclado con el rechazo y algo que había sonado a asco, Sanzu apenas se había volteado hacia la persona detrás suyo; dentro de aquel amplio departamento en el piso 16, las cortinas desplegadas cubriendo los ventanales y apenas alguna que otra luz tenue aún encendida a aquellas horas de la noche, la voz de Kokonoi sonó opaca, casi susurrada. Sus ojos se toparon durante algunos segundos sin que ninguno de los dos agregase algo más y, en medio del silencio, un trueno lejano amortiguado por los vidrios del piso anunció la descarga de lluvia que tanta falta le hacía a la ciudad.

Cuando las primeras gotas de agua golpearon de forma aislada los cristales de los ventanales cubiertos por las densas cortinas y luego aquello se transformó en un repiqueteo constante y un tanto ensordecedor...

...aquella noche iba a ser muy similar, sino igual...a aquella vez...

— Sanzu, qué son todas esas pastillas.

De nuevo, la voz de Kokonoi sacó a Sanzu de su ensimismamiento. Pese a que su interrogatorio resultaba fastidioso, de alguna que otra manera Sanzu se lo agradeció. Aborrecía cuando su mente le jugaba ese tipo de malas pasadas y lo arrastraba hacia algún recuerdo que conscientemente había enterrado sólo para revivirlo de nuevo, como una especie de tortura psicológica a la que su cerebro parecía querer someterlo una y otra vez como si la culpa hubiese sido suya.

¡Él no tuvo la culpa, no fue él quien jaló de ese gatillo aquella noche lluviosa casi 3 años atrás...!

— Son supresores.— respondió con voz queda, suave. Sus ojos azules habían quedado fijos en su palma abierta, extendida delante suyo. Allí, tres píldoras de colores y tamaños diferentes descansaban sobre su piel y no ya en su estómago por culpa de Kokonoi.

— El supresor ese esa rosa. Las otras son...Sanzu, ¿qué...?

La voz de Kokonoi se volvió cada vez más inaudible hasta desaparecer abruptamente cuando los ojos de Sanzu se desviaron hacia su rostro, el ceño fruncido y los labios presionados junto con su mandíbula. Casi al instante, sus dedos se habían cerrado sobre las píldoras que aún yacían en la palma de su mano y Sanzu realizó un esfuerzo sobrehumano para no triturarlas producto de la exasperación.

— ¿A ti qué carajo te importa lo que tome o deje de tomar? Métete en tus asuntos, que tienes varios.

Mientras oía el resoplido por parte del otro, Sanzu colocó la primera píldora sobre su lengua, la rosada. Al tragar y estirar el cuello hacia atrás, sintió su cabello rubio y largo, lacio, meciéndose por detrás, apenas acariciando su espalda.

— Sólo...mira, tienes razón. No debería importarme, pero...me importa, sí.— Kokonoi había empezado a tartamudear en cuanto Sanzu colocó la píldora verde en su boca.— Me importa por Mikey, no por ti.

— ¿Qué tiene que ver el jefe en esto?

El silencio que siguió a su pregunta formulada en la mayor contención posible solo fue interrumpido por el sonido de la lluvia, las gotas de agua golpeando el cristal con cierta violencia mientras algún silbido de viento se filtraba a lo lejos. Si bien hacía pocos segundos había ingerido el supresor, Sanzu comenzaba a sentir el estómago pesado, revuelto. Mientras intentaba pensar cómo sacarse de encima a Kokonoi sin asesinarlo, sus ojos se posaron sobre la última píldora, la celeste.

Si Kokonoi sospechaba que estaba consumiendo algún tipo de estupefacientes...probablemente sus fantasías eran superadas por la realidad, allí, frente a sus propios ojos.

Sangre en el Paraíso [Omegaverse]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora