7. El castigo de los impuros

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La fila avanzó con orden marcial y cabezas gachas. La algarabía se había apagado casi de sopetón, reemplazada por el mutismo y la consabida aceptación, por la conformidad que Adelaide quería derribar a golpes. Tomó un estoicismo comparable con aquel de su padre en épocas de guerra, cuando vio partir a conocidos, amigos y familiares lejanos. Los vio partir y jamás volvieron, perdidos en campos de batalla extranjeros. Extraños.

Y Adelaide, su Adelaide querida —querida, sí, a pesar de todo— había reunido todas las chances de sufrir un destino similar.

Se sumó a la fila, perdiendo de vista a David en el proceso. De alguna manera había logrado inmiscuirse entre los primeros, plantando una sonrisa complaciente que convencería a aquellos que quisieran permanecer sumidos en el engaño. Las dulces mentiras que les vendían debían ser suficientes. Debían justificar sus actos. Debían servir para eliminar de sus memorias los detalles escabrosos. El sabor de la depravación debía disimularse. Así se contentaban. Así continuaban asistiendo a sus ceremonias, a sus ritos de pasaje, a las celebraciones anuales enfundadas en vicios y perversiones que ensalzaban como virtudes y hechos milagrosos.

Esto era Silent Meadows, a fin de cuentas.

Mordiscos dolorosos. Expresiones agriadas. Tironeos. Salpicaduras. Agua que no bastaba para lavar la brutalidad que los imbuía a atiborrarse de los suyos. Llanto celestial disfrazado de consagración. Piel y huesos y vísceras desparramadas. Sangre. Sobre todo, había sangre. Escurriéndose por las canaletas. Cayendo al entarimado. Embadurnando rostros, dientes, lenguas, labios, pecheras, manos. Tiñendo la tierra de horror y desconsuelo.

—Bendito seas. —Patricia otorgaba los trozos con sus dedos, dibujando cruces sobre las frentes de los fieles. Bendecía a cada uno, aunque no tuviera autoridad divina. Era un sacrilegio. Uno más que añadir a la lista de pecados imperdonables que condenarían a este pueblo.

Adultos y un puñado de adolescentes de expresión anodina se alistaban para la masacre. Develaron su salvajismo por unos segundos, degustaron las delicadezas de la violencia y continuaron con su camino, como si aquello no hubiera pasado. Como si fuera un simple espejismo nacido del ardor y la locura.

También los niños se alimentaron. Aquellos con la edad adecuada consumieron su parte sin ayuda de sus padres. Los más pequeños, sin dientes que pudieran destrozar los órganos, recibían porciones minúsculas con el permiso y vigilancia de sus progenitores, quienes se aseguraban de que esos tiernos pedacitos de dolor fueran digeridos.

Nadie se negaba.

Nadie podía hacerlo.

David, en ese raro tris de sinceridad, en ese desliz fuera de su molde, le había revelado la pieza fundamental. La piedra fundacional de lo que era Silent Meadows: sus aprendizajes, sus herencias, las líneas transmitidas de generación en generación.

Poco sabía ella de las historias que se habían contado en noches frías de invierno, frente a la lumbre, mientras la amenaza de hambrunas y enfermedades incurables asomaba por el horizonte. Ancianos habían imbuido de miedo a sus hijos y a sus nietos, y ese hábito se había extendido hasta la época actual. Afuera, los temerosos de Dios visitaban la iglesia los domingos, buscando el favor y el perdón. En Silent Meadows, se entregaban a sus fábulas y ficciones nacidas de la necesidad más virulenta.

Habían tenido periodos de oscuridad absoluta. Temporadas de pérdidas constantes, de desafíos que habían franqueado con lo justo. La fe los había movido, despertado. Era lo que los había sustentado en vigilias extenuantes, en madrugadas de paños helados y estados febriles. La peste se había adueñado del terreno y de aquellos que lo habitaban. Y cuando no eran los cuerpos los que resultaban perturbados, eran los campos. Patricia lo había mencionado: la aridez visitaba a Silent Meadows durante lapsos severamente largos. Las plantas perecían junto a quienes con dedicación y amor las habían sembrado. El sueño se derrumbaba.

Sanctus Spiritusحيث تعيش القصص. اكتشف الآن