3. La lealtad de los adeptos

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La atmósfera estaba cargada con partículas de electricidad. Dejada por su cuenta, Adelaide no tenía más que soportar la espera. Restregaba sus brazos una y otra vez, con una insistencia pasmosa. Restregaba sus brazos y callaba, porque hablar parecía estar fuera del parámetro de lo permitido. Quienes se encontraban en sus cercanías con suerte le echaban una mirada o dedicaban un breve saludo, casi con disimulo. Como si alguien fuera a retarlos si se acercaban, si cruzaban algunas palabras.

Adelaide frunció su ceño y bajó su mirada, acercando el cuaderno hasta casi toparse con su propia nariz. No tenía sentido que se pusiera a tratar de descifrar lo que podría ocultar Patricia o David o el gentío que la rodeaba cuando, de nuevo, cabía la posibilidad de que solo fueran ideas suyas. Imaginaciones y ya, como hubiera dicho su padre. Tendía a dar ese tipo de respuestas a las mujeres de su vida, arguyendo que sus reacciones eran sacadas fuera de proporción y que lo que sospechaban no era más que un producto de sus pensamientos retorcidos. Pensamientos que no deberían tener, porque no deberían dedicarse a reflexionar.

—Te pondrás vieja si piensas demasiado... No es cierto, ¿padre? —se dijo a sí misma, las arrugas en su frente profundizándose con cada palabra que pronunciaba. Ahora que estaba lejos de él, lejos de su alcance, Addie era capaz de admitir que lo detestaba.

El único logro de ese hombre había sido mantenerlas tanto a ella como su madre bajo su dedo acusador, juzgando cada paso y cada desvío. Se alimentaba de sus fracasos, de los intentos fallidos, de la falta de permisos, de los deseos prohibidos. Disfrutaba de tener el control. Y lo tenía, ¿cómo no? Era el jefe de la familia, quien lideraba la máquina bien engrasada del núcleo y unidad fundamental de los Estados Unidos de América... Excepto que su maquinaría había dejado de funcionar desde hacía rato y él no se daba cuenta. O, simplemente, se negaba a afrontarlo.

Ya no estaba con ella y era un consuelo. Su relación había tenido altibajos, pero no recordaba esos mentados altos. De niña lo había admirado, como cualquier hijo que ensalza a sus padres porque es lo que les han dado para adorar y se espera de ellos un amor incondicional. La imagen que de él había tenido en su niñez se deslució en su adolescencia, aunque nada tenía que ver con la rebelión asignada a esos años. Solo... Solo había abierto los ojos y visto la realidad. Richard Moore era un pobre hombre cuyas aspiraciones habían sido aplastadas por alguien más y, llegado su turno, aplastaría las de quien se cruzara en su camino.

Adelaide se alegraba de ya no llevar su apellido. Si aquello la tornaba en mezquina y ruin, estaba bien por ella. Personas como su padre no merecían ni consideración ni perdón. Sus mofas, sus castigos, el claro desprecio que emanaba de sí habían menoscabado los lazos entre él y Addie. Grace había resistido por pura costumbre, tapando su hastío con manteles finos y carmín. No podía culpar a su madre por haberse transformado en un calco de su marido. La resentía de todos modos, por haberse dejado arrastrar a ello. Por haberse conformado.

Y ella también lo había hecho al decir "sí, acepto" en el altar. Se había entregado como un cordero de Dios, listo para cumplir con su misión. Pero no estaba preparada y el amor no bastaba. El amor nunca bastaba.

Su ensimismamiento fue rajado en canal por el sonido apabullante del micrófono. Arriba, abrazada por un halo de luz, Patricia competía con la escultura que se apostaba detrás de ella. Adelaide recién notaba que sus ropajes eran distintos, similares a los que portaba la figura a sus espaldas. El conjunto de falda y camisa pardos había sido reemplazado por un híbrido entre vestido y sotana de tonos claros. En contraste con su apariencia remilgada de esa misma mañana, la Patricia que se dirigía a ellos estaba a un paso de la gloria.

—Hermanos... Hermanas... La paz sea con ustedes.

—Y con tu espíritu.

—Nos hemos reunido en esta insigne fecha para conmemorar el surgimiento de un pueblo libre. Nuestro pueblo. —Hizo una pausa dramática, dejando que la fuerza de su voz y la ausencia de esta se asentaran—. La merced y benevolencia de Santa Elena nos ha custodiado desde tiempos inmemoriales. Nuestros ancestros nos mostraron la beldad de la fe. Nos congraciaron con Ella, La Suprema. En este día los recordamos a ellos y la festejamos a Ella, nuestra Señora.

Sanctus SpiritusWhere stories live. Discover now