Epílogo: la condena de los libertos

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Un siglo había transcurrido. O un par de días. ¿Meses? Addie no estaba del todo segura y no quería preguntar. Si fuera por ella, no volvería a hablar. No pronunciaría palabra alguna. Quedaría varada en su jaula solitaria, lamiendo sus heridas. Contando y recontando el mismo cuento, intentando hallarle sentido. Descubriéndose a sí misma entre los pliegues de una consciencia arrebatada y sábanas húmedas que deberían haber sido cambiadas.

No le dieron la chance de hacerlo.

Temprano en la mañana la arrancaron de la cama y se dispusieron a prepararla. ¿Para qué? No lo sabía entonces y desearía permanecer en ese desconocimiento. Peinaron y lavaron sus cabellos maltratados, le otorgaron ropajes nuevos y la acicalaron hasta obtener de ella la imagen viva de una estampa. A ello le siguió una espera tensa, otra que añadir a sus horas muertas. Un millar de ellos acumulados en sus últimos años de vida. No le permitieron salir y ella no se dispuso a averiguar qué tramaban.

En su lugar, recordaba. Repetía imágenes difusas. Desenredaba sonidos ininteligibles y armaba el rompecabezas de sus memorias. Faltaban piezas y los huecos entre ellas le impedían ver la pintura completa.

No importaba. Nada importaba ya.

Minutos después de las seis de la tarde, David apareció en la habitación donde estaba recluida. El tiempo no parecía haber pasado para él, quien daba indicios de estar sumido en las mismas cavilaciones que lo habían llevado a rebelarse. Su expresión no distaba de aquella que portó durante el ritual del que habían sido partícipes. Una arruga había encontrado residencia permanente en su entrecejo y una mueca agria decoraba las comisuras de sus labios, empujándolas hacia abajo. Se veía igual de miserable que antes, sino más.

—Adelaide... —Se detuvo. Jugueteó con las mangas de la túnica gris perlado que portaba. Pellizcó la tela y arrancó las cutículas de algunos de sus dedos. Addie no apartó su mirada de él y la molestia general que le causó era evidente—. Lo siento —dijo finalmente, pasando una de sus manos por los parches de pelo que raleaban sobre su cabeza.

—¿Por qué? —La voz de Addie era un bisbiseo doloroso, cargado de angustia... De angustia, de pesar, de hartazgo y de una humillación que no había sentido ni siquiera en Riverbridge. ¿Por qué seguía allí, en Silent Meadows? ¿Por qué había sido víctima de todos ellos? No solo Patricia la había usado como una ficha en su tablero. El resto del Concejo también lo había hecho.

Y lo seguían haciendo. El juego no había finalizado, no aún. Continuaba, como todo en Silent Meadows. Con mutaciones ligeras, pequeños cambios, ajustes necesarios... El pueblo proseguía, así sus habitantes estuvieran a gusto o embargados por el descontento y el desencanto.

—Ven. Debemos irnos. —David ignoró su pregunta y rehuyó todo contacto que no fuera estrictamente necesario.

Theodore, Joseph y Dwight aguardaban por ellos del otro lado de la puerta, enfundados en la misma vestimenta que David. De los otros miembros del Concejo no había ni señales.

—Ya está todo listo para la iniciación. —Theodore tomó las riendas del asunto ni bien Adelaide puso un pie fuera de la casona que había ocupado en el interludio entre un castigo y este.

Yo no. Yo no lo estoy.

La habían mantenido refugiada entre algodones y cuchillas de acero, envuelta en lástima. Se encargaron de ella como lo harían con una criatura incapaz de valerse por sí misma, alimentándola tres veces al día y ocupándose de sus necesidades básicas. Por lo demás, la dejaban a su suerte entre paredes de empapelado mustio y alfombras raídas, sin otro entretenimiento más que las voces que circulaban en su mente. Pesadas cortinas tapaban la única ventana disponible y no se había dignado a correrlas. Sabía qué había detrás del cristal y no tenía ánimos de ver aquello.

Sanctus SpiritusWhere stories live. Discover now