CIELO GRIS

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Son las 5 am, ella despierta aturdida. Alguien en la habitación contigua está gritando, intenta no darle importancia, se gira sobre la cama y vuelve a cerrar los ojos. Los gritos no cesan. Finalmente se rinde, es el 14 de junio de 1890 y aunque debería seguir durmiendo porque no tiene otra cosa mejor que hacer, ella se sienta en el borde de la cama. Su compañera de "celda" la está observando, cuando sus ojos se cruzan le dedica una dolorosa sonrisa compadeciente.

Se miran por varios segundos, es increíble lo que dos meses en un hospital pueden cambiar a alguien. Dos meses, piensa, sólo dos meses y ya se ve así, ella quisiera poder ser su compañera, tener el aspecto de sólo dos meses.

Agnes Strand estira los brazos y suspira con tristeza en un intento por borrar esos absurdos pensamientos, no puede viajar en el tiempo. La mañana huele a cloro como suele hacerlo, por la ventana rota se filtra una brisa helada que le pone la piel de gallina. El cartón que ha colocado sobre esta no es lo suficientemente grande, no abarca el agujero por completo, así que sus enmiendas son casi inútiles. Su amiga se estremece debajo de las ligeras mantas del hospital de Mississippi, la joven se levanta coge su manta y la arropa. Su compañera vuelve a sonreírle en forma de agradecimiento sin abrir los ojos, Agnes observa cómo se gira sobre la cama para así evitar la escasa luz que entra del exterior.

Decide hacer ejercicio para entrar en calor y matar el tiempo, pues las puertas se abren hasta las 9 a.m. Sabe que quizá no sea una buena idea, la última vez casi se desmaya. Las cenas suelen consistir en un mísero pedazo de pan duro con agua servido a las 7 p.m. y, 14 horas más tarde, se ofrece el desayuno: un suculento festín del mismo pan duro partido a la mitad y una avena quemada que bien podría pasar por engrudo. Aun con esos antecedentes, pasa las siguientes 4 horas alternando entre el ejercicio y mirar con expresión ausente cómo va cambiando el color del cielo.

Es el 14 de junio del año 1890 y no muy lejos del hospital de Misisipi ha arribado desde la ciudad de Nueva York un joven doctor encargado de asesorar casos criminales. Algo mareado por el extenuante viaje, baja del tren en búsqueda de aire fresco. Lo primero que nota es que a diferencia de Nueva York, Jackson Misisipi es mucho menos moderno. Sin embargo no se detiene más de un segundo a pensar en ello, tiene prisa, entre más pronto llegue al primer centro de salud mental del estado más pronto podrá regresar a casa para continuar trabajando. Sale de la estación del tren, directo a la calle y llama un carruaje.

Son las 12 del mediodía y en el hospital de Misisipi nada extraordinario ha sucedido, las enfermeras van y vienen, los guardias permanecen en sus lugares y los pacientes hacen lo que suelen hacer. A veces miran por la ventana, otras caminan por el pasillo y, muy a menudo, alguno entra crisis provocando que los doctores salgas de donde fuese que estuvieran metidos.

El transporte del doctor Laszlo Kreizler se detiene justo frente a la puerta principal del hospital.

—¡Hemos llegado! —Anuncia el chófer.

Laszlo baja y después de darle indicaciones para que lo espere, avanza con paso decidido. Necesita sí o sí conseguir el expediente del padre del ex convicto Jacob Becker, quien estaba siendo acusado de cometer asesinato a mano armada. Su padre, James Becker, había permanecido en el hospital durante las últimas dos décadas hasta su descenso —hacía poco más de tres meses desde aquello—.

Lo primero que hizo fue presentarse con el guardia, quien inmediatamente después de oír la frase "Soy el doctor..." le cedió el paso. Kreizler continuó avanzando, algo conforme con su suerte pero pensando que definitivamente la seguridad del establecimiento no era la mejor. Puerta tras puerta siguió ocurriendo lo mismo hasta hallarse dentro del pabellón de mujeres. Preguntó a guardias, enfermeras y terapistas sobre el paradero del director del hospital, pero todos dieron respuestas negativas.

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