CAPÍTULO 51 - "La Luz de la Vida"

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pueblo Israel." En esas palabras, le había aplicado una profecía

familiar para todo Israel. El Espíritu Santo había declarado por el

profeta Isaías: "Poco es que tú me seas siervo para levantar las tribus

de Jacob, y para que restaures los asolamientos de Israel: también te di

por luz de las gentes, para que seas mi salud hasta lo postrero de la

tierra." Se entendía generalmente que esta profecía se refería al

Mesías, y cuando Jesús dijo: "Yo soy la luz del mundo," el pueblo no

pudo dejar de reconocer su aserto de ser el Prometido.

Para los fariseos y gobernantes este aserto parecía una arrogante

presunción. No podían tolerar que un hombre semejante a ellos tuviera

tales pretensiones. Simulando ignorar sus palabras, preguntaron: "¿Tú

quién eres?" Estaban empeñados en forzarle a declararse el Cristo. Su

apariencia y su obra eran tan diferentes de las expectativas del pueblo

que, como sus astutos enemigos creían, una proclama directa de sí mismo

como el Mesías, hubiera provocado su rechazamiento como impostor.

Pero a su pregunta: "¿Tú quién eres?" él replicó: "El que al principio

también os he dicho." Lo que se había revelado por sus palabras se

revelaba también por su carácter. El era la personificación de las

verdades que enseñaba. "Nada hago de mí mismo --continuó diciendo,-- mas

como el Padre me enseñó, esto hablo. Porque el que me envió, conmigo

está; no me ha dejado solo el Padre; porque yo, lo que a él agrada, hago

siempre." No procuró probar su pretensión mesiánica, sino que mostró su

unión con Dios. Si sus mentes hubiesen estado abiertas al amor de Dios,

hubieran recibido a Jesús.

Entre sus oyentes, muchos eran atraídos a él con fe, y a éstos les dijo:

"Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis

discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os libertará."

Estas palabras ofendieron a los fariseos. Pasando por alto la larga

sujeción de la nación a un yugo extranjero, exclamaron coléricamente:

"Simiente de Abraham somos, y jamás servimos a nadie: ¿cómo dices tú:

Seréis libres?" Jesús miró a esos hombres esclavos de la malicia, cuyos

pensamientos se concentraban en la venganza, y contestó con tristeza:

"De cierto, de cierto os digo, que todo aquel que hace pecado, es siervo

de pecado." Ellos estaban en la peor clase de servidumbre: regidos por

el espíritu del maligno.

Todo aquel que rehusa entregarse a Dios está bajo el dominio de otro

poder. No es su propio dueño. Puede hablar de libertad, pero está en la

más abyecta esclavitud. No le es dado ver la belleza de la verdad,

El deseado de todas las gentesWhere stories live. Discover now