pueblo Israel." En esas palabras, le había aplicado una profecía
familiar para todo Israel. El Espíritu Santo había declarado por el
profeta Isaías: "Poco es que tú me seas siervo para levantar las tribus
de Jacob, y para que restaures los asolamientos de Israel: también te di
por luz de las gentes, para que seas mi salud hasta lo postrero de la
tierra." Se entendía generalmente que esta profecía se refería al
Mesías, y cuando Jesús dijo: "Yo soy la luz del mundo," el pueblo no
pudo dejar de reconocer su aserto de ser el Prometido.
Para los fariseos y gobernantes este aserto parecía una arrogante
presunción. No podían tolerar que un hombre semejante a ellos tuviera
tales pretensiones. Simulando ignorar sus palabras, preguntaron: "¿Tú
quién eres?" Estaban empeñados en forzarle a declararse el Cristo. Su
apariencia y su obra eran tan diferentes de las expectativas del pueblo
que, como sus astutos enemigos creían, una proclama directa de sí mismo
como el Mesías, hubiera provocado su rechazamiento como impostor.
Pero a su pregunta: "¿Tú quién eres?" él replicó: "El que al principio
también os he dicho." Lo que se había revelado por sus palabras se
revelaba también por su carácter. El era la personificación de las
verdades que enseñaba. "Nada hago de mí mismo --continuó diciendo,-- mas
como el Padre me enseñó, esto hablo. Porque el que me envió, conmigo
está; no me ha dejado solo el Padre; porque yo, lo que a él agrada, hago
siempre." No procuró probar su pretensión mesiánica, sino que mostró su
unión con Dios. Si sus mentes hubiesen estado abiertas al amor de Dios,
hubieran recibido a Jesús.
Entre sus oyentes, muchos eran atraídos a él con fe, y a éstos les dijo:
"Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis
discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os libertará."
Estas palabras ofendieron a los fariseos. Pasando por alto la larga
sujeción de la nación a un yugo extranjero, exclamaron coléricamente:
"Simiente de Abraham somos, y jamás servimos a nadie: ¿cómo dices tú:
Seréis libres?" Jesús miró a esos hombres esclavos de la malicia, cuyos
pensamientos se concentraban en la venganza, y contestó con tristeza:
"De cierto, de cierto os digo, que todo aquel que hace pecado, es siervo
de pecado." Ellos estaban en la peor clase de servidumbre: regidos por
el espíritu del maligno.
Todo aquel que rehusa entregarse a Dios está bajo el dominio de otro
poder. No es su propio dueño. Puede hablar de libertad, pero está en la
más abyecta esclavitud. No le es dado ver la belleza de la verdad,
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El deseado de todas las gentes
SpiritualA través de las páginas de esta obra conocerás a profundidad la vida en la tierra del Ser más maravilloso que haya podido pisar nuestro mundo. Este libro está cargado de detalles que te llevarán a vislumbrar la vida de quien es El Deseado de todas l...
CAPÍTULO 51 - "La Luz de la Vida"
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