Capítulo 18 - El veneno de la sangre

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Creo que perdí la conciencia al octavo puñetazo. Llevaba ya cerca de veinte patadas, un par de rodillazos y varias bofetadas. Sin embargo, fue aquel puño lleno de rabia y de odio el que mandó mi mente de regreso a Umbria.

O al infierno.

A saber.

La cuestión es que cuando desperté ya no estaba tirado en el jardín de los Verdugo, con la nieve empapándome la espalda y un vampiro enloquecido atizándome. Estaba en la parte trasera del coche patrulla, con Luna al volante recorriendo las carreteras de montaña a toda velocidad.

Luna, a la que no dejaban conducir.

Por suerte, recuperé la conciencia solo unos segundos. El tiempo suficiente para llegar a la conclusión de que, si el vampiro no me había matado, lo haría un accidente de tráfico a manos de su exnovia.

Una maravilla, vaya.

Por suerte, me equivoqué. Desconozco cómo lo hizo, o si en realidad simplemente exageraban al decir que no podía conducir. Lo que está claro es que Luna no solo logró sacarme de Oniria, sino que me llevó a la ciudad, donde el equipo médico de su padre me reanimó y estabilizó.

Luna me salvó la vida, de hecho, porque, aunque solo fue una paliza, la fuerza de Flavio Takano ya no era la misma que cuando era un humano. Aquel hombre era ahora un vampiro, y su poderío era aterrador.

Pero acabar con Tommy Blue no era cosa fácil, así que, a pesar del ataque, logré despertar. Y lo hice tumbado en una habitación de hospital, con el cuerpo profundamente dolorido, moratones y cortes en toda mi anatomía, y solo. Muy solo.

—¿Luna...?





Unas horas después, algo más recompuesto y con el dolor algo más atenuado por los analgésicos pero aún muy presente, un enfermero me pidió que le acompañase hasta uno de los ascensores de servicio, donde la llave para el descenso al nivel subterráneo ya estaba puesta. Subí, esperé a que la puerta se cerrase y bajé durante largo rato, plenamente conocedor de a dónde me dirigía.

Un par de minutos después ya cruzaba la puerta del despacho del señor Verdugo, en cuyo interior, sentada en la banqueta del piano, estaba Luna. Él me esperaba en su butaca, con el rostro sombrío y los puños firmemente cerrados.

—¡No le pago para que ella cuide de usted, sino para que usted cuide de ella! —me espetó nada más llegar, marcando así el tono de la conversación—. ¡Mi hija no tiene por qué poner su vida en peligro recorriendo las carreteras para traerle aquí!

—No se lo pedí —respondí, y volví la vista atrás para dedicarle una sonrisa a ella—, pero lo agradezco. Tengo la sensación de no haber sido por ti, a estas alturas ya estaría muerto.

Tocó un par de notas con el dedo índice y corazón de la mano derecha.

—Puede ser —admitió Luna con timidez—. Se le fue un poco la mano...

—Claro que, de haber sabido de qué estábamos hablando desde el principio, quizás no habría firmado el contrato —proseguí, volviéndome hacia Verdugo—. Es más, aún no lo he entregado, de hecho.

Mi inesperada respuesta le hizo alzar las cejas. Creo que esperaba que me comportase como un corderito: que escuchase sus gritos y acusaciones y bajase la cabeza. Sin embargo, no iba a hacerlo. Ni era así, ni estaba dispuesto a aguantar más tonterías.

No después de la paliza de aquella noche.

—¿Insinúa que no lo va a firmar? —preguntó alarmado—. ¡Hable con claridad y zanjemos esto de una vez por todas, agente Blue!

El sonido de la lluviaWhere stories live. Discover now