Capítulo 1 - Bienvenido a Escudo, muchacho

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Mi historia en Escudo empezó el ocho de octubre del 3.113, un año después de la liberación de Umbria. Tras patearle el trasero a los demonios que se habían apoderado de mi querida ciudad, viajé hasta el extremo norte del continente, donde en el corazón de la gélida ciudad de piedra blanca ya me estaba esperando mi nueva vida. Llegué un mes antes de firmar el contrato para instalarme y habituarme. Escudo era una ciudad diferente, con un clima muchísimo más duro y una economía muy boyante gracias a la cual el nivel de vida de sus habitantes era alto. Se decía que en Escudo se habían hecho grandes esfuerzos para evitar la crisis que estaba sacudiendo el resto del continente, y su realidad así lo evidenciaba. Los negocios estaban abiertos a todas horas, la gente llenaba sus calles y los coches sus carreteras. Las televisiones hablaban de buenos tiempos, de grandes mejoras tecnológicas de manos de las corporaciones y de un índice de criminalidad bajísimo. También hablaban de los futuros científicos que estaban destacando con grandes honores en sus universidades y del imparable crecimiento de las poblaciones de los alrededores. Cuatro de las cinco localidades que, construidas en las laderas de los grandes montes que rodeaban la ciudad, extendían la ciudad más allá de sus muros.

En Escudo todo era perfecto. Hacía mucho frío, pero a excepción de aquel detalle, parecía sacada de una película. Sus calles comerciales, espaciosas y repletas de cafeterías y restaurantes, estaban limpias y tranquilas; las escuelas llenas de prometedores estudiantes y los hospitales preparados con la mejor tecnología.

En definitiva, todo iba bien en Escudo. Aquella ciudad era un auténtico paraíso en comparación con el infierno que había vivido en la antigua Umbria. La luz del sol bañaba mi rostro cuando paseaba por sus calles y al caer la noche no tenía que encerrarme en casa para evitar ser cazado por los demonios. ¿Qué más podía pedir?

Sin embargo, aunque en apariencia Escudo fuese un lugar ideal, no tardé en descubrir que también tenía sus sombras. De hecho, el mismo día en el que firmé el contrato en la comisaría y me entregaron mi uniforme, supe que algo fallaba. No me dieron un arma, ni tampoco me presentaron a demasiados compañeros. En lugar de ello se limitaron a entregarme las llaves del que sería mi coche patrulla, una porra eléctrica y un mapa de la zona.

Un maldito y sucio mapa arrugado.

Poco después comprendí el motivo. Tras casi una hora de pura palabrería por parte de la comisaria, una mujer con muy malas pulgas de cuyo nombre no logro acordarme, quedé en manos de uno de los compañeros más veteranos. Alguien que, a base de su propia experiencia y sentido del humor, me mostró la realidad maquillada que a partir de ese momento sería mi día a día.

—No sé cómo serían las cosas en Umbria, muchacho, pero ten por seguro que en Escudo son diferentes —dijo el agente Wallace Briggs como resumen—. Aquí solo somos cincuenta para toda la ciudad, así que haz cálculos.

—¿Cincuenta agentes para controlar a casi un millón de personas? —respondí con perplejidad—. ¿No hay más comisarías?

La sonrisa bajo su frondoso bigote negro me reveló la verdad.

—Aquí somos poco más que vigilantes —anunció con pesar—. Patrullamos las calles y si hay algún disturbio contactamos con la comisaria para que decida qué hacer. No solemos intervenir directamente: no estamos preparados. Por suerte, la ciudad cuenta con muchas agencias de seguridad, por lo que no debes preocuparte. Los ciudadanos cuidan de sus propios intereses.

—¿Y qué se supone que hacemos entonces? ¿Pasearnos? ¿Sin más?

—Bueno, alguien tiene que hacerlo, ¿no? Venga, seguro que te lo pasas bien: en el fondo no es tan malo como parece, muchacho. Por cierto, ¿cómo te llamas? Aquí todos me llaman Briggs.

El sonido de la lluviaDove le storie prendono vita. Scoprilo ora