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Los síntomas de Zhongli, eventualmente, empeoraron.

El antiguo arconte sabía que tarde o temprano pasaría con mayor o menor fuerza. Era, después de todo, el avance natural de la enfermedad. Dado que no estaba efectuando adecuadamente los requisitos para curarse era un hecho que al final su cuerpo iba a necesitar un reajuste. Una de las cosas que más había odiado de la hanahaki era lo inconstante que eran los síntomas. Sabía que después de empeorar volvería a mejorar y así sucesivamente hasta que su cuerpo se decidiera por uno u otro camino. Experimentarlo era, desde luego, mucho peor que haberlo visto innumerables veces.

Empezó, de hecho, con una sensación de malestar que le subió por todo el cuerpo hasta instalarse en su cabeza.

Era una sensación muy parecida a la de estar ebrio y Zhongli, como un niño que acaba de aprender a andar, lo encontró fascinante. Aunque la fascinación le duró menos que lo que tardaba una varita de incienso en consumirse. Su cuerpo se sentía febril (apostaría todo a que, de hecho, tenía fiebre) el calor resultaba asfixiante y el malestar era tal que casi le dolía hasta respirar. A pesar de ello, Zhongli se preparó aquella mañana para ir a trabajar como la persona diligente que era. Intentó enfriar su cuerpo inútilmente con una ducha de agua fría y se obligó a tomar la medicina que había comprado en la farmacia semanas atrás.

Lo peor que llevaba era, sin duda alguna, el embotamiento de sus sentidos.

Cuando, horas más tarde, llegó a la funeraria lo único que quería era terminar su trabajo cuanto antes y regresar a casa para hibernar por un año.

Pero a Zhongli las cosas nunca le salían bien.

—¡Yohoo! —el saludo habitual de la directora de la funeraria El Camino le taladró los tímpanos y casi hizo que se cayera por la ventana que estaba abriendo para que entrara algo de aire en su despacho.

—Directora Hu —saludó el asesor después de asegurarse de que sus dedos estaban firmemente aferrados a la ventana. La soltó con mucha lentitud y se acercó a la mujer que acababa de atravesar la puerta como si el despacho fuera suyo (lo era, en realidad, todo el edificio).

—Zhongli —llamó ella mientras alargaba innecesariamente la última vocal de su nombre— Necesito tu opinión sobre algo —Zhongli apoyó la cintura en su escritorio mientras la miraba esperando a que una nueva excentricidad saliera por sus labios—. ¡Tadá! —Hu Tao sacó un folleto de sus mangas y se lo puso al hombre en las manos—. ¡Descuento familiar! Si reservas uno de los lugares especificados como tu residencia para la eternidad tú y tu familia tendréis un diez por ciento de descuento en féretros y otras cuestiones —Hu Tao se veía emocionada ante la idea.

Zhongli miró el folleto en silencio durante exactamente diez segundos y, finalmente, arrojó el mismo a la basura sin ningún miramiento. Hu Tao emitió un pequeño chillido y luego hizo un puchero.

—Malísima idea —sentenció el hombre.

—¡No tenías por qué tirarlo! —se quejó la mujer—. ¿Qué hay de malo esta vez?

—Cuando la hora te está llegando en lo último que quieres pensar es la muerte de tus seres queridos —le recordó, intentó que su tono de voz fuera serio y firme pese a que sentía su garganta nadar en arenas movedizas.

—Ya, ya —ella rodó los ojos—. No es práctico. Tarde o temprano moriremos todos, ¿por qué no asegurarnos de solucionar esos trámites cuanto antes?

—Aunque entiendo tu punto la mortalidad de los humanos es un tema delicado para ellos. Lo único que vas a lograr es que te tengamos que sacar otra vez del cuartel de la geoarmada y recibir una reprimenda de la señorita Mengpo —reprochó Zhongli. Emitió un suspiro realmente largo, ¿cuántas veces había tenido ya esa conversación con la mujer frente a él?

Boca de dragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora