#Ganadora: PaulStonem

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Nunca me gustó tanto el chocolate hasta que vi la tableta de sus abdominales

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Nunca me gustó tanto el chocolate hasta que vi la tableta de sus abdominales. En serio. Incluso me empecé a preguntar si eso que dicen de que cuando te apetece chocolate, en realidad lo que quieres es un buen meneo. Me daba igual si esa teoría estaba infundada en estudios de universidades americanas como Georgetown, Virginia o Toronto —como muchos de esos estudios que de repente te salen en el muro de Facebook porque alguien ha decidido compartir por qué los pájaros carpinteros no sufren dolores de cabeza— o si sólo es el típico dicho popular que dicen las señoras en los pueblos y que a base de repetirse y repetirse generación tras generación se ha convertido en una verdad demostrada porque ya lo tenemos instalado en el cerebro. Más allá de dónde podrían surgirme esas ganas de chocolate, era cierto, como que me llamo como mi madre eligió, que aquel abdomen me daba hambre. De dulce, como se suele decir.

—La grapadora —escuché como en un susurro que se llevaba el aire acondicionado de la pared, que no estaba haciendo mucho efecto para bajar la temperatura en ese momento.

No podía quitarle los ojos de encima. Así de claro. Lo tenía delante de mí y me había dado cuenta de que era él desde que había entrado por la puerta de la oficina. Su pelo negro y ondulado, su mandíbula de estatua griega, su cuerpo esculpido por el mismo Miguel Ángel Buonarroti... ¡Que sí! Era el tipo del gimnasio. El que agarró aquella ridícula mancuerna de 2,5kg como quien se lleva un palillo a la boca mientras que yo sufría una sudada olímpica sólo por conseguir levantarla por encima de mi cabeza por octava vez. Era ese tío. Ese tío bueno, mejor dicho. Y yo no podía quitarle los ojos de encima, descuidando toda la facturación del final del trimestre. Pero y eso qué importaba, si lo mejor de los últimos tres meses es que me hubiera dado por pagar el gimnasio con descuento trimestral para haber ido sólo una vez, la vez que le vi.

Susurros y silbidos de admiración a mi alrededor despertaron en mí unos celos irrefrenables. Sabía que mi tableta de chocolate podía ser deseada por cualquier ente viviente, pero mi cerebro ya le había dado la orden a mi imaginación de que ese hombre —y su tableta también, por consiguiente— tenía una única dueña: yo. A ver cómo os lo explico telepáticamente, arpías. Él-es-mío-que-yo-lo-vi-primero. ¿Será posible? Pero si esas señoras están casadas y tienen hijos en la universidad, ¿por qué resoplan y cuchichean así entre ellas? ¡Dejad de mirar, por amor de vuestros esposos! Maldita sea, Greta de Recursos Humanos, ¿pero no eras lesbiana?

¡Ay! Se le ha caído una herramienta al suelo. Y lo sé, no soy la única, dos o tres compañeras más han levantado la vista de la pantalla, con esa cara de miope con la que se mira el cartel con letras que te hace leer el oftalmólogo mientras te tapas uno de los ojos, disimulando. No sé si lo han visto ellas, pero yo sí. Al agacharse, el pantalón se ha ceñido en su culo y ha sido como si un volcán entrase en erupción en la sala. Me parece que he escuchado momentáneamente la alarma anti incendios. He seguido el resto de sus movimientos. Ha metido una moneda en la ranura de la máquina, ha pulsado una combinación y ha comprobado que funcionaba. Ha esperado a que cayera algo al cajón y ha sonreído satisfecho de haberla arreglado. Una vez más he disfrutado de lo que sucedía al agacharse. Hasta se me ha quedado seca la garganta. ¿Viene hacia mí? ¡Ay, joder! Mejor miro la pantalla. Sí, clic de ratón aleatoriamente, rápido, sin control, treinta clics, cincuenta y siete, el programa no responde, finjo que escribo en el teclado. No responde todavía. ¡Ay, mierda, mierda!

—Arreglada —he escuchado. He levantado la vista hacia mi hombre. Sonreía junto a mi mesa. Yo también. Espero por todos los maestros de Reiki del mundo que mi mueca no fuese excesiva. Me ha tendido lo que llevaba en la mano. Lo he reconocido al instante, era una tableta de chocolate de la máquina de vending. La de al lado de la del café. La chocolatina que acababa de sacar con su moneda—. ¿La quieres?

No he dicho nada. Mi sonrisa ya había perdido totalmente el control y se ha vuelto desobediente. No atendía a mis órdenes cerebrales. Las de «compórtate como una persona, no como una mona en celo». Al menos he sido capaz de mover la cabeza de arriba abajo. Pues claro, claro que la quiero. No he tenido tantas ganas de comer chocolate como desde que te vi sin camiseta. Que te quede claro, aunque no me estés oyendo. Espero estar poniendo una mirada sugerente y no la de una puta chalada que te desea desde esa tarde en el gimnasio.

El gimnasio. Hoy voy. Sin duda. Me temo que voy a tener que bajar unas cuantas chocolatinas, digo, calorías.

 Me temo que voy a tener que bajar unas cuantas chocolatinas, digo, calorías

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