#13: El Colgado

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—¿Estás segura?

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—¿Estás segura?

—Sí —afirmó Io—. Creo... no lo sé. Supongo que sí.

—No suenas convencida —me sentía idiota por decírselo. Lo que más quería era que mi amiga aceptara hacer la denuncia, pero no si eso significaba que iba a ponerse así.

—No lo estoy —suspiró—. Pero da igual. Deberías ver cómo me mira cuando cree que no lo veo, además, es pésimo guardando secretos. El pobre de Dos está a un incidente de un ataque de nervios.

—Heredaste tú todo el talento para la mentira —estuve de acuerdo.

—De mamá —afirmó ella, orgullosa—. En fin, no tengo muchas más opciones, además... no, olvídalo.

Decidí no presionarla. En vez de eso me concentré en mi helado, que estaba derritiéndose en su vaso. Ninguna de las dos tenía mucho apetito y no sabía por qué habíamos decidido ir por helado en primer lugar. Revisé mi teléfono pero no había notificaciones, chequeé también el sonido, que seguía tan encendido como hacía unos minutos.

—¿Todavía nada?

—Nada —me resigné.

—Solo necesita tiempo —me aseguró Io—. He visto como se miran. Además, dijiste que había sido una situación muy intensa, probablemente se asustó y no sabe qué hacer.

—Yo tampoco sé que hacer —me quejé. Me habría gustado que lo resolviéramos juntas, pero Ava no respondía mis mensajes, ni siquiera estaba segura de que estuviera recibiéndolos.

—Ni yo —estuvo de acuerdo, aunque nuestros problemas no eran ni remotamente parecidos.

—¿Qué ibas a decirme antes? —Si había vuelto a sacar el tema, era porque necesitaba hablar de ello.

Suspiró, avergonzada.

—Quizás Dos tiene razón —aceptó—. Es muy tonto la mayoría del tiempo...

—Pero...

—Pero de verdad me asusté ese día. Recordé cosas, tú sabes, asuntos desagradables y por un momento pensé que ocurrirían otra vez y... vaya.

Se le habían aguado los ojos y aunque sabía que habría preferido que pretendiera no verla, mi instinto me llevó a rodearla con el brazo. Se puso a juguetear con el cuarzo que colgaba de su gargantilla, mirando en la dirección contraria, pero no me apartó. Estaba tan acostumbrada a las demostraciones de afecto físicas como yo y en el fondo sabía que la reconfortaban. Nos quedamos así un rato hasta que se decidió a hablar.

—¿No crees que es vergonzoso?

—¿Qué? —pregunté incrédula—. ¿Denunciar una agresión? ¿Lo dices en serio?

La mirada que me devolvió me dejó en claro que había hecho la pregunta incorrecta.

—Perdóname, Io —apresuré—. Es que... tan sólo me sorprendió. ¿Cómo podría ser vergonzoso? ¡Debería darle verguenza a él!

BuenaventuraWhere stories live. Discover now