Capítulo 18: Enemigo

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—Perdóneme. Perdóneme. Toda la culpa es mía, señor presidente. Le suplico que me dé otra oportunidad. Le juro por mi vida que esta vez no fracasaré.

Un Luciano Bradley temeroso se hallaba de rodillas con las manos plantadas a ambos lados de la cara y la frente flotando a unos centímetros del piso delante del presidente Charles, que estaba sentado en su majestuosa butaca negra. Lucía aburrido. A Luciano le temblaba el labio inferior y el pecho le subía y bajaba tan rápido cual si hubiera corrido un maratón por toda la ciudad. Había sido abatido por una bala. Había sido traicionado por sus esbirros. Había sido emboscado por el bastardo de Lamperouge. Pero a los oídos del presidente esas eran excusas que no le interesaba escuchar. Villeta había escapado por su culpa. Eso era todo lo que importaba. Era la hora de rendir cuentas y arrastrarse como una sucia e insignificante lombriz.

—¡Suficiente! —lo calló el león con un potente rugido, acelerando las palpitaciones del corazón de Luciano—. Si tanto quiere una nueva oportunidad, estaría en la calle buscándola en cada rincón; en vez de desperdiciar el tiempo entre lamentos y ruegos. A estas alturas, debería saber que el perdón no se pide, se gana. Vete. No estoy de humor para actos tan lamentables.

—Sí, mi señor.

Luciano se incorporó y se retiró de la vista del presidente Charles y de la mansión Britannia. Para cuando subió a su coche, tenía las venas visibles por los puños apretados, los labios fruncidos en una línea tensa y los carrillos temblando. Jamás había sido tan humillado en toda su vida. ¡Jamás había fallado! «No, eso no era cierto», le impugnó una vocecita en su interior. Aquella noche del 10 de julio del 2010, había dejado a Lamperouge vivo. Ese fue su primer error. Si hubiera acabado el trabajo, nada de lo sucedido habría podido ser. El rescate milagroso de Nu era una consecuencia de ese error.

Luciano llevaba tres horas conduciendo en la carretera a manera de drenar su furia. Frente a él estaba otro auto que iba a una velocidad insoportablemente lenta. Trató de rodearlo y rebasarlo, pero, como si hubiera adivinado cuáles eran sus pensamientos, el pequeño auto se le adelantó cerrándole el paso. Eso terminó de sacar a Luciano de sus casillas por completo. Pisó el acelerador a fondo y de forma deliberada aporreó la defensa, lo que, por supuesto, molestó a la conductora. Detuvo el vehículo. Bradley se bajó primero con una palanca que sacó de la cajuela y se encaramó sobre el capó.

—Escogió un pésimo día para cabrearme. Ahora quédese dónde está o saldrá lastimada.

Luciano se irguió, alzó la palanca y descargó una salvaje lluvia de azotes en la ventana. Sobrecogida, la mujer se tapó los oídos y cerró los párpados con fuerza sintiendo como suyos cada uno de los golpes. El terror le impedía gritar por ayuda. Bradley continuó apaleando el coche hasta que el vidrio se hizo añicos. Loco de euforia, Luciano aulló al cielo y jadeó exhausto con la lengua afuera. Miró a la mujer temblequeando. Sus labios se movían aprisa murmurando una sarta de cosas inaudibles. Rezando tal vez para que todo terminara. Luciano sacó su cartera del bolsillo del pantalón y le arrojó un puñado de billetes. Se inclinó, le regaló una sonrisa morbosa en señal de agradecimiento y se despidió mediante un ademán alegre. Bajó de un salto y arrastrando la palanca por el asfalto regresó a su Mustang rojo y la tranquilidad del mediodía se fue con él.

 Bajó de un salto y arrastrando la palanca por el asfalto regresó a su Mustang rojo y la tranquilidad del mediodía se fue con él

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