Nakupenda

Autorstwa ThiaDazVzquez

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Cuando a inicios de 1918, Candy se ve obligada a viajar al África para desposar a un importante estadounidens... Więcej

Introducción
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20

Capítulo 15

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Autorstwa ThiaDazVzquez

La tarde era tranquila, el clima fresco y ella se sentía relajada. Ya no era la Candy que fue a África, amargada y resignada. No. Había cambiado. Había sufrido de nuevo, sí. Había visto cómo sus sueños se rompían de nuevo. También. Pero había aprendido a sonreír, a verle el lado amable a las cosas, a quererse a sí misma, y había logrado encontrar razones nuevas para ser feliz. Se había rencontrado con algunos sueños de infancia que había dejado guardados muy, pero muy dentro de su ser, y ahora su fuerza ya no la encontraba en un caparazón de indiferencia, sino dentro de sí misma, y en el apoyo de los seres que la querían, a quienes ella adoraba, y en la esperanza de un futuro mejor. Enfrentarse a Neal, después de haberse separado de él, le presentaba una oportunidad para cerrar ese capítulo de su vida. Y esperaba pudieran terminar no como amigos, pero sí al menos como cordiales conocidos.

Él la estaba esperando en la biblioteca, luciendo toda su morena galanura. Enfundado en un traje oscuro, de pie, frente a uno de los ventanales que daban al jardín; con una mano tocando en el cristal y con la otra jugando distraídamente con un reloj de bolsillo. Perdido como estaba en sus pensamientos, no la escuchó entrar, lo que le permitió a ella analizarlo y encontrar en él algunos cambios. El principal: se le notaba en paz.

—Hola, Neal —dijo con el tono más amable que pudo y, por extraño que parezca, sintió auténtica alegría al verlo, sobre todo cuando él se giró para saludarla con una radiante sonrisa.

—Hola, Candice. Ha pasado algún tiempo.

Sí, había pasado un tiempo. Y había sido muy complicado. Sin su amparo ni ayuda se encontró atascada en un mundo que había llegado a querer pero que no era del todo suyo. Donde había encontrado un hogar real pero aún se sentía perdida. Su brújula había salido de África antes de que Neal se fuera. Sin ninguno de ellos, fue la gente que le había llegado a tomar apreció la que la había ayudado, y eso lo agradecía profundamente.

Es curioso ver cómo aquellos que menos tienen son los que están más dispuestos a socorrer a quienes necesitan una mano para salir adelante. Kesi, la alegre, amable y risueña cocinera, le había dado asilo en su choza mientras decidía qué hacer. Reth les llevaba alimentos cuando podía. La señorita Ponny se negó rotundamente a usar el pasaje de barco que Neal le había dejado hasta que no encontraran una forma de viajar las dos juntas. Los amigos de sus amigos, locales todos, llevaban todos los días algo para ellas; pero los demás, aquellos acaudalados personajes que habían compartido tantas veces su mesa, que habían alabado en incontables ocasiones su belleza, su elegancia y su refinamiento..., esos le dieron la espalda. Ninguno de ellos quiso enemistarse con un Leagan y nadie accedió siquiera a hablar con ella.

El rumor de que su prometido la había desconocido fue suficiente para que se la expulsara completamente del círculo social en el que se había inscrito. Era una exiliada. Incluso la señora White le había enviado una hermosísima y delicada carta en la que le dejaba bien claro que hasta que solucionara los problemas con Neal y el compromiso se retomara, ella se olvidaría de la hija adoptiva a la que había mantenido casi a fuerzas. De su padre nada supo y nada había esperado saber.

—Siéntate, por favor. Puedo ofrecerte algo de beber, ¿un whisky? —dijo señalando un mullido sofá al tiempo que se acercaba a una charola de servicio que la señorita Ponny había dejado convenientemente a su alcance.

—Agua con hielo estará bien. —Ella sonrió, sirvió un par de vasos y se sentó frente a él—. Candice, yo...

—Me da gusto verte, Neal. —Lo decía de verdad. Él simplemente sonrió. Era evidente que no tenía la más mínima idea de qué decir o cómo proceder, pero ahí estaba, intentándolo.

—Aunque no lo creas, a mí también me da gusto verte y saberte bien. Debo decir que es un alivio. Yo... —Su rostro mostraba arrepentimiento y era claro que quería disculparse, pero no sabía cómo.

—Cuéntame, Neal, ¿cómo has estado? ¿Has regresado a nuestra tierra de la Montaña Luminosa?

No fue hasta ese momento que se dio cuenta de lo mucho que extrañaba aquel polvoriento, exótico, caluroso y hermoso lugar.

Albert se había ido. Neal la había abandonado. Su madre y el resto de sus conocidos le habían vuelto la espalda y cargaba con la responsabilidad de la señorita Ponny. Sabía que no podía estar siempre viviendo bajo el amparo de Kesi, Reth y el resto de personas que la apoyaban, pero no tenía ni la más remota idea de qué hacer. Intentó vender lo poco que tenía, pero ninguna dama de alcurnia compraría sus cosas y los nativos no podían pagar lo que ella esperaba. De todos modos, se hizo de un poco de dinero —que no le fue suficiente para comprar otro pasaje de barco—, y lo ocupó en comprar algunas cosas para ayudar en la manutención de la casa. Se sentía obligada a hacer algo, pero no sabía qué. Si tan solo hubiese crecido en un ambiente en el que se le permitiera aprender cosas que fueran realmente útiles. La única idea que tenía era implorar ayuda, pero solo pensarlo le dejaba un extraño y amargo gusto a limosna. No, no quería eso. No haría eso. Algo se le ocurriría.

—Aún no —respondió él—. Mi barco zarpa mañana al amanecer. Algunos compromisos han retrasado mi regreso, pero ansío estar ya de vuelta. —«Yo también», pensó ella.

—Sé a qué te refieres —contestó con un dejo de añoranza tiñendo su voz.

—Candice, yo... —Hizo ademán de acercarse a ella para tomar su mano, pero se detuvo.

—Candy, Neal. Mis pocos amigos siempre me han llamado Candy —su mirada era franca y su sonrisa sincera. Se acercó un poco y con determinación colocó una nívea mano sobre la de él.

—Después de todo lo que te hice, no creo tener derecho a ser considerado tu amigo. —respondió él, tomando su mano, pero sin atreverse a sostener su mirada.

Era cierto. Le había hecho mucho daño. Pero ella no había sido precisamente amable con él. De algún modo había llegado a entender que cada uno de los actos de Neal había sido el resultado de una acción suya. Él había sido un bruto, sí, pero fue un bruto que había tenido una vida increíblemente complicada y ella no había hecho nada para ayudar a mejorar esa situación.

El día que Neal se fue, le juró que jamás iba a volver. Aseguró que había hecho todo lo que había podido por hacerla feliz, por lograr que lo amara, pero no había tenido éxito. La verdad es que muy dentro de sí él sabía que se iba esperando que ella lo detuviera y, si no lo hacía, esperaba que, después de un tiempo, se diera cuenta de la falta que le hacía y deseara que regresase junto a ella para desposarla. Le rompió el corazón.

Ella no podía esperar que él fuera amable si le había causado tanto sufrimiento. ¡Cuánta rabia había sentido al darse cuenta de que su corazón se estaba abriendo a alguien que no lo amaba! Por muchos meses deseó no haber prestado oídos jamás a las palabras del señor Walter, quien lo felicitó efusivamente porque «cualquiera podía ver que la señorita Candice era feliz y estaba enamorada». ¡Con cuánta alegría regresó a su casa ese día! Incluso se dio el lujo de una ligera cursilería llevándole flores y caramelos. Se sentía genuinamente feliz. ¡Por primera vez en su miserable vida estaba feliz! Pero cuando llegó a casa ella lo trató como siempre, con cordialidad, pero nada más. Buscó y buscó, pero no encontró rastro alguno de aquel amor del que le habían hablado, hasta que, en una frase cualquiera, por accidente, mencionó a Albert y vio cómo su rostro se iluminaba. Los ojos le brillaron de una forma que envidió profundamente. Y todo quedó claro: amaba al rubio, no a él.

Casi se volvió loco intentando hacerse a la idea de que estaba equivocado. Tenía que estar equivocado. La había traído desde Inglaterra para estar con él, no para darle la oportunidad de dejarlo. Intentó enamorarla. Intentó hacerla feliz. Desde el principio ideó miles de planes para ganar su cariño. Logró con mucha dificultad hacer que la casa fuera de su agrado. Todos los días dejaba una flor distinta en «su» espacio, pero ella no se dio cuenta jamás. Trató de interesarse por aquello que ella disfrutaba, incluso había comenzado a leer poesía. Pero nunca logró que sus ojos brillaran al verlo a él como lo habían hecho con la sola mención de Albert. La única sonrisa de verdad que lograba arrancarle día a día venía acompañada del nombre de un hombre que no era él. Que jamás sería él. Y sus ojos, cuando lo miraban, siempre se mantuvieron igual. Ni una sola muestra de cariño profundo se manifestaba en ellos, ni siquiera un poquito de comprensión. ¿Cómo podía entonces esperar amor? ¡Qué tonto había sido!

Sabiendo eso, los pequeños trozos restantes de su dolorido corazón se hicieron añicos, y él aceptó la verdad. Su prometida no lo amaba y no lo amaría jamás. Mientras la tuvo enfrente se mantuvo estoico y distante, como siempre, pero una vez que estuvo solo, en la oscuridad de su habitación, lloró como no lo hacía desde que su madre le había dicho que ya era demasiado mayor para correr bañado en lágrimas a abrazar sus faldas. Se dejó caer al pie de su cama y abrazando las sábanas soltó todo el dolor que sentía. ¡Cuánto deseaba sentirse amado!, pero al parecer, ni siquiera el dinero y reconocimiento que había logrado podían comprarle la felicidad. Era rico, era poderoso y la gente lo conocía por ser él, no por pertenecer a su familia. Pero ¿para qué le servía? Por algún tiempo el éxito había sido suficiente, pero ahora..., ahora se sentía más solo que nunca. ¡Maldito Walter y sus felicitaciones! ¡Malditos su corazón y sus ilusiones!

Al día siguiente fue a la central de telégrafos y comunicó a la junta directiva de la empresa familiar que no se sentía capacitado para tomar las decisiones importantes que le eran solicitadas y que tendría que ser otro quien se encargara de aquellas labores que le estaban siendo encomendadas. Aseguró que podía seguir a cargo de los negocios en África, pero los demás tendría que atenderlos alguien con mayor experiencia y jerarquía que él.

Esa misma tarde, con una sonrisa de amargura, recibió la noticia de que Albert había sido convocado para solucionar los problemas que había dejado pendientes al salir de Escocia. Labores de las que él había venido haciéndose cargo.

Sí, Albert y él eran parientes. Albert, los padres de él y su hermana habían sido las únicas personas que le habían dedicado un poquito de cariño. Albert era el único familiar al que respetaba y quería de verdad. De haber tenido la oportunidad de tener un hermano, seguramente habría deseado que fuera como él. Lo conocía de toda la vida. Lo admiraba más que a nadie. El rubio lo había protegido en incontables ocasiones de las groserías a las que era sometido por la señora y la señorita Leagan. El tío William y su esposa, los padres del rubio, siempre tenían un consejo certero y una sonrisa que expresaba orgullo cuando lo veían. Y Rosy —él era el único que tenía derecho a llamarla así—, la hermana de Albert, siempre supo cómo consolarlo. Amó a esa familia más que a la suya propia. Cuando ellos murieron sufrió lo indecible, pero se mantuvo fuerte para apoyar a un Albert que estaba destrozado, que por vez primera necesitaba de él. Por ello, cuando las cosas se pusieron feas y el rubio decidió huir de Escocia tras la muerte de su familia, él ofreció ayudarlo como pudiera. Por gratitud y por cariño. Y cumplió su palabra.

Pero no podía hacerlo más. No si su pariente le robaba lo único que él había querido en mucho tiempo.

Se sintió el peor de los hombres al ver cómo Albert sufría con la sola idea de dejar África y regresar al lugar del que había escapado. Notó cómo los recuerdos volvían a atormentarlo y estuvo a punto de arrepentirse y cambiar de opinión. Su consciencia apelaba constantemente al cariño fraternal y al agradecimiento que sentía por él, pero la rabia le ganó a su buen juicio cuando lo vio con su prometida intercambiando miradas tristes e intensas una tarde en la que, agobiado por los problemas de la oficina y el constante ir y venir de sus ideas, decidió salir a tomar un poco de aire y caminó cerca de un mercado.

Su prometida estaba enamorada de Albert, y Albert la correspondía, pero ella no se había dado cuenta y él probablemente no quería aceptarlo. ¡Al diablo los remordimientos! ¿Por qué debía él sentirse mal por separar a dos personas que lo estaban lastimando?

—No fuiste el único que cometió errores Neal.

—Pero fui demasiado... —suspiró—, debí haber sabido comportarme mejor.

—Yo también te lastimé.

—Sí, lo hiciste. Pero eso no me daba ningún derecho a tratarte como lo hice.

—Actuaste como cualquier otro lo habría hecho.

—Agradezco que intentes suavizar las cosas, pero todo mundo sabe lo mal que te traté. Te llevé a un lugar que no conocías y te dejé ahí sin detenerme a pensar en nada. Te abandoné. —La miró por un instante y volvió a bajar la mirada—. Aquel hombre que me enseñó qué era la caballerosidad se habría sentido sumamente decepcionado de mí. Una vez que me detuve a pensar todo lo que había hecho... yo me avergoncé de mí mismo.

—Estabas herido. —Suspiró.

—¿Y eso me daba derecho a herirte? —la miró y sus ojos reflejaban su arrepentimiento— No. Lo que hice estuvo mal. —Se detuvo un momento sopesando sus palabras—. Cuando pedí tu mano, lo hice esperando tener una compañera de vida, alguien con quien compartir alegrías y desventuras. Jamás quise hacerte sentir como un florero que hubiese comprado para decorar mi casa. Pero soy un bruto y nunca supe cómo expresar lo orgulloso que me sentía teniéndote a mi lado. —Estaba de verdad arrepentido—. Cada vez que invitaba a alguien a la casa era para presumir a la maravillosa mujer que me había aceptado, no al maniquí que había comprado. Presumía tu intelecto, tu belleza, incluso tu testarudez y mal carácter. Teniéndote a mi lado me sentía mucho mejor de lo que me he sentido nunca.

—Neal...

—Nunca me enseñaron a demostrar mis afectos, Candice —se detuvo un momento—. Gritos y humillaciones, eso fue lo que recibí siendo niño y eso es lo que sé expresar de maravilla. Pero cariño, eso nunca. De verdad lamento mucho todo lo que te hice. Me tortura saber que pude evitarte contratiempos, angustias y lágrimas, pero decidí no hacerlo... Yo...

—Ya te he perdonado ya, Neal. —Su tono era sereno y honesto—. Sé que todo lo que hiciste provino de la ira. Sé que yo también tuve mi parte de culpa. Yo misma provoqué mucho de lo que sucedió.

—Yo no estaría tan seguro.

—Yo sí.

—Candice...

—Candy, Neal. Mis amigos me llaman Candy. —Él movió la cabeza en señal negativa.

—Las palabras que te dije... Incluso estuve a punto de golpearte.

La había insultado. Le había dedicado las peores injurias que alguien le había dicho jamás, y cuando ella se negó siquiera a contestarle, cuando lo miró con desprecio y sin decirle nada y le dejó completamente claro que no lo quería, la tomó por los brazos, la sacudió con fiereza y, como un animal herido, gritó y estuvo a punto de golpearla. Pero no lo hizo. Algo en él se quebró, su sufrimiento quedó expuesto, sus ojos se llenaron de lágrimas, pero contuvo llanto y violencia, y haciendo gala de todo su autocontrol, en lugar de un golpearla la corrió. Sacó de la gaveta de su escritorio dos pasajes de barco, hizo pedazos uno y el otro se lo aventó a la cara. Después, a empujones la sacó del estudio y le gritó que a la mañana siguiente se iría muy temprano a trabajar y cuando regresara a comer no quería que en la casa hubiera absolutamente nada que le hablara de ella.

Su convivencia había empezado por obligación, sin que ninguno de los dos supiera absolutamente nada del otro, y había terminado con amargura, con dos personas que se apenas se conocían, pero que, en unos cuantos meses se habían hecho demasiado daño. «Merecido lo tengo por no analizar este negocio a fondo», fue una de las últimas cosas que le dijo antes de dar un portazo y echarla de su vida.

—No sabes cómo lo siento —le dijo angustiado.

—Tengo una idea. —Sonrió—. ¡Vamos, Neal!, es mejor dejar atrás todo eso. Mírame, estoy bien y tú también. Ambos salimos adelante. Y por lo que veo ambos encontramos también un poco de paz.

—Sí, de una forma extraña, pero lo hicimos, ¿cierto? —Una sonrisa, finalmente—. Aun así, quiero redimirme.

—No es necesario.

—Pero quiero hacerlo. Supongo que ya sabes que soy bastante necio. No te daré la oportunidad de negarte. Además, me ha costado un trabajo enorme localizarte para que ahora te niegues a aceptar lo que ofrezco.

—¿Localizarme? No entiendo. Yo pensé que tú...

—¿Qué cosa?

—Fuiste tú quién me trajo aquí.

—¿Yo? —Sonrió—. Me gustaría mentirte, pero ya no quiero hacerlo. No, querida, no fui yo. Cuando me enteré de tu estancia aquí, en Escocia..., bueno, fue una gran sorpresa.

—Entonces ¿quién?

—No lo sé. Probablemente tenga una ligera idea... Esta casa... —sonrió—, pero prefiero no aventurarme a adivinar y equivocarme de nuevo. —Ella lo vio por unos instantes y luego sonrió—. Se me hace tarde, creo que...

—Te escucho.

—Traigo algo para ti. —Entreabrió su saco y de una bolsa interior extrajo un sobre—. Fui un estúpido al creer que siendo tan opuestos podíamos ser felices. Nos hubiéramos hecho pedazos, y en unos cuantos años nos habríamos convertido en un par de ancianos amargados y terribles. —Se detuvo un momento—. Te negué la felicidad que merecías. Espero que con esto pueda ayudarte a rencontrarla. —Candy lo miró desconcertada y tomó el sobre. De inmediato supo a qué se refería—. Él me dio muchas cosas y yo no pude darle algo que quería. Lamento haber sido tan egoísta. Jamás debí separaros.

—Neal, yo...

—Candy, en su momento quise darte la luna, aun cuando ella no me pertenecía. Quise darte mi corazón, pero estaba demasiado deshecho para poder entregártelo. —Colocó sus manos sobre las de ella, la miró con detenimiento y luego con una sonrisa continuó—. Ahora sí tengo algo que puedo darte, aunque no sea mío. Tómalo, acéptalo y sé feliz. —Se quedó muda. No supo qué decir—. Es hora de irme —dijo al tiempo que se ponía en pie—. Prométeme que, si hay algo que pueda hacer por ti, me lo harás saber. Sabes dónde encontrarme.

—Neal, yo...

—No te preocupes por mí, Candy. Me tomó algo de tiempo, pero he comprendido ya que tú tenías razón, «es imposible que el amor se pueda dar, entre un ave y un caballito de mar». Kwaheri, Candy.

Kwaheri, Neal. —Se despidió dándole un beso en la mejilla. Y así, viéndolo partir, cerró ese círculo.

Neal le entregó un par de cosas: pasajes de barco para regresar al África —dos—, y lo más importante, una carta. Después de tantos meses de ignorar su paradero, sin saber si se encontraba bien o qué había sido de él, ahora sostenía una carta en la que, con una letra que ya reconocía, pulcra y clara, Albert había escrito su nombre.



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