Capítulo 11

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Me gustaría decir que siempre he sido un hombre fuerte y de espíritu inquebrantable; que soy uno de los seres más valientes y que hay pocas cosas que me hacen temer o llorar, pero no creo ser tan buen mentiroso.

He llorado más de lo que algunos hombres estarían dispuestos a admitir por temor a ser considerados «delicados». He sufrido más de lo que algunos hombres «fuertes» podrían soportar. No hay nada que tema más que el sufrimiento que representa la pérdida de un ser amado. Sin embargo, aquí estoy, con el corazón aún un poco roto, pero en pie, como siempre; como me lo enseñaron las personas más importantes de mi vida.

Mi padre en algún momento me dijo que es de valientes admitir su llanto y mi madre terminó la frase diciendo que las lágrimas ayudan a lavar el alma. Mi hermana incluso agregó que el llanto es más saludable que la risa, y más poético. Supongo que si hago caso a las palabras de todos soy sumamente valiente, mi alma está completamente limpia y soy un muy saludable poeta. ¡Los extraño tanto! De pocas personas he podido obtener tanto apoyo y comprensión. Han sido muy pocos los que me han ofrecido un cariño desinteresado y han sido menos aún aquellos que me han aconsejado tan sabiamente como ellos.

Sí, fui el afortunado hijo de mis padres, el adorado hermano de mi hermana y el más preciado tesoro de mi familia. Pero nada es eterno y ellos, uno a uno, vieron sus últimos días sin que yo pudiera evitarlo.

En ocasiones, cuando más falta me hacen y no puedo soportar estoicamente su ausencia, le ruego infantilmente al tiempo que me permita regresar atrás y cambiar mi vida para poder tenerlos a mi lado, pero siempre que eso sucede escucho en mi interior sus risas y sus voces diciéndome que las cosas suceden por algo y que mi vida es como debía ser; que está bien extrañarlos pero que debo seguir mi camino y que, cuando sea oportuno, llegará el momento en que pueda verlos de nuevo.

No me queda más que aceptarlo, llorar un poco y seguir adelante. Porque bien lo decía aquel sabio escritor indio: «Si lloras por haber perdido el sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas».

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Al salir de la oficina de Neal, Candy se dirigió directamente a casa, quería hacer algo especial para celebrar que habían hecho las paces y, afortunadamente, la señora White la había instruido amplia y detalladamente en cómo sorprender a un hombre, de muchas y muy diferentes maneras.

Mientras caminaba iba haciendo un mapa mental de todo lo que tenía qué preparar. Debería decidir cómo arreglar la mesa. Tendría que preguntarle a Kesi qué le gustaba comer al señor, porque ella no tenía la menor idea. ¿Qué tipo de bebidas servir?, ¿preferiría Neal el vino tinto, un rosé bien frío o bien champagne? ¿Cómo debía vestir?, ¿cuál sería el color favorito de su prometido?, porque debía arreglarse para él. La vajilla que usaría debía ser fina pero sencilla, ¿tendría una así en la casa? Flores, debía haber flores; seguramente en el jardín habría algunas que se adecuaran a lo que tenía en mente. En fin, mil cosas que una señorita de sociedad debería planear para impresionar a su pretendiente. En ese momento, su instrucción en «las artes ocultas de la buena esposa» le parecía menos desagradable y sumamente útil. Se sentía incluso un poco emocionada.

Caminó prácticamente sin darse cuenta y antes de que pudiera notarlo estaba viendo la imponente y hermosa fachada blanca con persianas verdes que Neal había mandado pintar especialmente para ella. ¡Qué bello era su hogar!, con sus grandes ventanales, su techo inclinado y el gran pórtico desde donde podía ver la tierra en la que ahora vivía. El pórtico en el que podía imaginarse pasando agradables momentos platicando con alguien durante las tardes. El pórtico en el que había alguien sentado, esperando.

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