Capítulo 20

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El alba la descubrió oteando desde la cubierta, intentando descubrir con la exigua iluminación con que contaba, algo que le indicara que la tierra que tanto ansiaba ver estaba cerca. Pero por más que aguzaba la mirada, lo único que alcanzaba a vislumbrar eran los chispeantes reflejos dorados, rojizos y púrpuras del cielo sobre el mar, acompañados de una larga cola blanca de espuma que se extendía desde el barco hasta donde su mirada alcanzaba. Estaba ansiosa. ¿Cómo no iba a estarlo? Albert la estaría esperando.

Desde que había subido a aquel barco en Londres, no hacía otra cosa que imaginar y perfeccionar la escena de su rencuentro: el barco atracaría en el puerto con su usual festividad, ella esperaría unos minutos en su camarote y cuando la algarabía se contuviera un poco, saldría a cubierta. Caminaría con toda la parsimonia y elegancia de que se creía capaz. Lo buscaría desde la pasarela y una vez identificado le lanzaría su mejor sonrisa. Mantendría la calma e iría hacia él con donaire. Cuando lo tuviese cerca le extendería las manos para que él las tomara. Él, luciendo toda su gallardía, le sonreiría —con esa sonrisa suya tan arrebatadora—, tomaría sus manos y después la abrazaría con profunda emoción. Luego, con su usual espontaneidad, la levantaría del suelo y giraría con ella en brazos, riendo. Para finalmente dejarla de nuevo de pie en el suelo y entonces, solo entonces, la besaría, una y otra vez, como lo había deseado.

En su mente, él era el más emocionado de los dos, pero su corazón reía con esa tonta idea suya. Le dejaba imaginar lo que quería, pero solía susurrarle con su usual insolencia que sería él quien decidiría qué hacer y, seguramente, no sería en absoluto como ella había pensado. «En cuanto el barco atraque subirás a cubierta y desde ahí lo buscarás con insistencia. Cuando lo encuentres entre la multitud, correrás a su encuentro. Lo abrazarás. No tendrás nada de calma. No podrás contener tus sonrisas. Llorarás». Sí, su corazón le decía que lloraría, pero ella intentaba ignorarlo; suficientemente nerviosa se encontraba como para agregar preocupación por no poder mantener la compostura.

Los minutos pasaron concediéndole al sol su autorización para brillar, ya en lo alto, completamente desperezado, permitiéndole ver un poco más lejos de lo que veía antes. Pero, en lontananza, aún no había señal alguna del puerto y mucho menos de aquella luminosa montaña que anhelaba ver desde que había dejado el África.

Esperó, mirando constantemente hacia delante. Esperó un poco más y el paisaje poco cambió —no veía más que agua y cielo, con el eventual paso de nubes y aves—. Y esperó un poco más hasta que la Señorita Ponny se acercó a ella para llevarla a desayunar.

La anciana reía al ver la emoción y agitación de su señora, y se permitía dejar salir astutos suspiros que hablaban de recuerdos largo tiempo dormidos en su corazón. Ella también había sido joven. Ella también se había sentido enamorada y correspondida. ¡Qué feliz había sido! La ponía tan alegre pensar que su niña pronto tendría un pago justo por la dura vida que había llevado hasta ese entonces.

Ella también había imaginado el reencuentro de los enamorados, y se permitía ser un poco más romántica y sentimental que Candy; después de todo, había visto cómo ese sentimiento nacía, crecía, florecía y casi se veía condenado. Así que, aunque no quisiera aceptarlo, estaba igual de nerviosa, pero fingía mantenerse tranquila para poder darle fuerza a su ama. ¡Vaya pareja que hacían! Ambas intentando fingir una tranquilidad que ninguna albergaba.

Esperaron un poco más y, alrededor del mediodía, la tripulación indicó que el puerto era ya visible. Amabas subieron corriendo a cubierta, emocionadas. Candy notó de inmediato cómo las manos comenzaban a sudarle y sintió a su corazón dar saltitos de alegría, ligeramente cínico porque había acertado, y realmente emocionado sabiéndose próximo al objeto de sus afectos.

NakupendaWhere stories live. Discover now