Capítulo 7

358 42 14
                                    

Hay ocasiones en las que una persona pacífica puede perder la cordura con mucha facilidad al sentirse herida. Los sentimientos son una cosa curiosa e impredecible. Pero no me refiero a sentimientos comunes y corrientes. No. Me refiero a aquellos grandes e incontrolables. Los que sientes nacer en el centro de tu ser y con gran rapidez se propagan por todo tu cuerpo hasta llegar a la punta de tus dedos en forma de un ligero temblor, o como un intenso cosquilleo en la boca del estómago. ¿Acaso nunca has sentido ese sudor frío que recorre tu espina dorsal después de un susto o una gran impresión? ¿Acaso no has llorado de felicidad? ¿Acaso no te has sentido herido y tu dolor le ha dado paso a la preocupación para después sentir un intenso vacío que es llenado poco a poco por la tristeza, y esa tristeza, a su vez, termina convirtiéndose en la más incontrolable e irracional de las iras?

La ira, aunque muchos quieran negarlo, es quizá el más natural de los sentimientos del hombre, que toma forma y reacciona cuando uno se siente injustamente herido. No es mala, pero es, muchas veces, incontrolable. Brota como espuma y hace hervir la sangre. Nubla la razón y permite que a la mente solo acudan pensamientos de locura y venganza. Y a alguien con un corazón por mucho tiempo herido, a quien recurrentemente se le ha negado un amor por mucho tiempo deseado; después de un momento de severa angustia, solo puede vérsele entre la preocupación, el dolor, la ira y la venganza.

La ira lleva a la desesperación, la desesperación a la locura y la locura a la venganza; entonces, si no me permites amarte, déjame ser tu ira, desesperación y locura, y si ni a eso puedo aspirar, entonces seré yo quien te deje ser la única y más grande de mis venganzas.

*** ******* *** ******* ***

Desde que Neal ordenara la cancelación de la búsqueda, se había encerrado en su estudio, viendo cómo la luz iba, poco a poco, dando paso a la penumbra. Y así, en la más cerrada de las oscuridades se mantuvo sentado, con los pies recargados sobre el escritorio, una copa de whisky en la mano derecha, un pañuelo presionado con fuerza en su mano izquierda y la mirada, de aquellos sus castaños ojos, perdida en algún lugar entre el presente y su pasado.

Después de tanto tiempo, pensaba, debería ya estar acostumbrado a esa clase de humillaciones, pero, precisamente para alejarse de cualquier tipo de humillación había dejado Estados Unidos, para comenzar de nuevo en un lugar en el que nadie lo conociera, en el que nadie recordara los malos momentos que había tenido que soportar por culpa de su familia.

Sí, su familia era acaudalada y muy bien educada, pero su madre tenía la tendencia malsana de hacerlo pasar por el más incompetente de los hombres en cuanta ocasión considerara conveniente, y su padre no hacía nada por evitarlo. En pocos años pasó de ser el prometedor primogénito de los Leagan, al hazmerreír de la sociedad estadounidense. Por eso, apoyado por uno de sus más prominentes parientes, se había ido al África, y en su búsqueda por no ser nunca más humillado había pedido la mano de Candice White. La señorita White, todo el mundo lo decía, era la mujer más dócil, educada y hermosa dama de la ciudad. Al comprometerse con ella, se aseguraba una vida pacífica y, ¿por qué no?, incluso podía imaginarse feliz.

Pero su prometida había resultado ser una persona bastante difícil de tratar. Era hermosa, eso nadie podía negarlo, pero era hostil, cínica y quizá también un poco vengativa. No era la dama perfecta que le habían dicho que sería, y se había atrevido a contradecir sus órdenes y humillarlo frente a todos sus empleados. ¡Después de todo el esfuerzo que había hecho por ganarse su respeto! Seguramente en el pueblo ya todos sus conocidos se habrían enterado de lo difícil que le resultaba controlar los desplantes de su futura esposa.

Fue entonces muy sencillo que todas sus amarguras pasadas despertaran dentro de él y, junto con la ira que sentía en el momento, le hicieran sentir como el más miserable de los hombres. Y lo peor de todo era que, aunque estaba convencido de que su actitud y sus decisiones habían sido correctas, no podía dejar de sentirse intranquilo y culpable.

NakupendaWhere stories live. Discover now