Irresistible Error. [+18] ✔(P...

Par KayurkaRhea

75.9M 3.6M 13.6M

《C O M P L E T A》 ‹‹Había algo extraño, atrayente y oscuramente fascinante en él›› s. Amor: locura temporal c... Plus

Irresistible Error
ADVERTENCIA
Capítulo 1: La vie en rose.
Capítulo 2: La calma antes de la tormenta.
Capítulo 3: In vino veritas.
Capítulo 4: Rudo despertar.
Capítulo 5: El placer de recordar.
Capítulo 6: Podría ser rabia.
Capítulo 7: La manzana del Edén.
Capítulo 8: Mejor olvidarlo.
Capítulo 9: Tiempos desesperados, medidas desesperadas.
Capítulo 10: Damisela en apuros.
Capítulo 11: Bona fide.
Capítulo 12: El arte de la diplomacia.
Capítulo 13: Leah, eres un desastre.
Capítulo 14: Tregua.
Capítulo 15: Provocaciones.
Capítulo 16: Tentadoras apuestas.
Capítulo 17: Problemas sobre ruedas.
Capítulo 18: Consumado.
Capítulo 19: Conflictos.
Capítulo 20: Oops, lo hicimos de nuevo.
Capítulo 21: Cartas sobre la mesa.
Capítulo 22: Efímero paraíso.
Capítulo 23: Descubrimientos.
Capítulo 24: Compromiso.
Capítulo 25: El fruto de la discordia.
Capítulo 26: Celos.
Capítulo 27: Perfectamente erróneo.
Capítulo 28: Salto al vacío.
Capítulo 29: Negocios.
Capítulo 30: Juegos sucios.
Capítulo 31: Limbo.
Capítulo 32: Rostros.
Capítulo 33: Izquierda.
Capítulo 34: Bomba de tiempo.
Capítulo 35: ¿Nuevo aliado?
Capítulo 36: El traidor.
Capítulo 37: La indiscreción.
Capítulo 38: Los McCartney.
Capítulo 39: Los Colbourn.
Capítulo 40: Los Pembroke.
Capítulo 41: Mentiras sobrias, verdades ebrias.
Capítulo 42: El detonante.
Capítulo 43: Emboscada.
Capítulo 44: Revelaciones.
Capítulo 45: La dulce verdad.
Capítulo 46: El error.
Capítulo 47: Guerra fría.
Capítulo 48: Cautiva.
Capítulo 49: Aislada.
Capítulo 50: Puntos ciegos.
Capítulo 51: La lección.
Capítulo 52: Troya.
Capítulo 53: Deudas pagadas.
Capítulo 54: Caída en picada.
Capítulo 55: Cicatrices.
Capítulo 57: Muros.
Especial de Halloween
Capítulo 58: Punto de quiebre.
Capítulo 59: Resiliencia.
Capítulo 60: Reparar lo irreparable.
Epílogo
AGRADECIMIENTOS
EXTRA: La elección de Alexander.
EXTRA: Vegas, darling.
EXTRA: Solo para tus ojos.
ESPECIAL 1 MILLÓN: El tres de la suerte.
EXTRA: El regalo de Leah.
EXTRA: El balance de lo imperfecto.
Extra: Marcas de guerra.
ESPECIAL 2 MILLONES: Waking up in Vegas.
ESPECIAL 3 MILLONES: The burning [Parte 1]
ESPECIAL 3 MILLONES: The burning [Parte 2]
ESPECIAL 4 MILLONES: Entonces fuimos 4. [Parte 1]
ESPECIAL 4 MILLONES: Entonces fuimos 4 [Parte 2]
ESPECIAL 5 MILLONES: Ámsterdam [Parte 1]
ESPECIAL 5 MILLONES: Ámsterdam [Parte 2]
ESPECIAL 5 MILLONES: Ámsterdam [Parte 3]
LOS VOTOS DE ALEXANDER
COMUNICADO IMPORTANTE
Especial de San Valentín
Especial: Nuestra izquierda.
Especial: Regresar a Bali
¡IMPORTANTE! Favor de leer.

Capítulo 56: Retrouvaille.

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Par KayurkaRhea

Maratón 2/2

Alexander

—Mierda.

Enterró la cara en las sábanas al tiempo que yo apretaba el agarre en sus muñecas, halando de sus brazos para obligarla a permanecer en el lugar y lograr acceso libre a su maldito coño.

Doblegué y coaccioné su cuerpo hasta tenerlo a mi merced.

Sus gemidos agitados se mezclaban con el eco de la piel contra piel, sus ojos cerrados y la boca abierta mientras sus tensas piernas luchaban por seguir mi ritmo.

Azoté una de sus expuestas nalgas y me regodeé en el sonido y la vista que me obsequió, su espalda retorciéndose, tensándose y balanceándose al despiadado compás que mi pelvis ejercía sobre su vagina, chocando contra su bonito trasero.

Dejé libres sus brazos e hizo puño las sábanas, aferrándose a ellas como si fuesen la vida misma. Observé embelesado el lugar donde nuestros sexos conectaban, el notorio contraste de nuestras pieles y la manera tan sencilla en la que mi pene se deslizaba dentro, sin oponer ninguna resistencia, permitiendo saciarme en ella.

Un sonido gutural brotó de mi garganta y enterré las uñas en su cintura para aumentar el velocidad de la invasión, la profundidad de los embates. Gimió fuerte, sus piernas firmes a ambos lados para tomarme por completo. Abrió la boca aún más, gimió otra vez y levantó más el trasero, dibujando una sonrisa triunfal en mi cara.

Estaba a punto de correrse. Hacía eso siempre que estaba cerca.

Salí de su interior seguido por una protesta de su parte.

—¿Por qué te det...?

Moví su cuerpo con facilidad hasta colocarlo de lado; su espalda encarándome de nuevo. Froté el glande contra su húmeda entrada para colectar lubricación y me deslicé hacia su interior otra vez, siendo recompensado por un suspiro de satisfacción. Estrujé uno de sus pechos con deseo al tiempo que pasaba mi lengua por su cuello lleno de transpiración, provocando otra serie de gemidos suaves.

—Joder—suspiró cuando afiancé mi mano a su cintura y volví a arremeter contra ella con un cruel vaivén, el ritmo tan duro que seguramente el golpeteo de la cabecera contra la pared se escucharía hasta la recepción, pero no podía importarme menos.

Pasó un brazo detrás de mi nuca, sus uñas encajándose en la piel mientras me instalaba en la curvatura de su cuello para sellar mis labios en él y percibir el agitado latir de su corazón debajo.

Sí, sí, sí. No pares, por favor, no pares—gimoteó con tono desesperado y la complací.

Enredé una mano tras su rodilla para levantarla y tener mejor acceso a su vagina, mis dedos luchando contra la humedad de su piel, contra la capa de sudor que el calor en la estancia y la cercanía de nuestros cuerpos había puesto sobre ella.

Observó embelesada cómo la follaba, los ojos pardos brillantes y los labios ligeramente partidos. Mi manzana de Adán se movió con el gruñido de satisfacción que emití, el orgasmo apretando tanto en la boca de mi estómago que la sensación era deliciosamente insoportable.

Mordí la curvatura de su cuello y sólo eso bastó para que alcanzara la cima. Su cuerpo se sacudió un segundo después, los músculos de su feminidad envolviéndome con fuerza y arrastrándome con ella; el placer remolcándome.

Dejé libre su pierna cuando recobré un poco de conciencia. Permaneció recostada boca abajo recuperando la respiración, que era errática y entrecortada, igual que la mía.

Me retiré el preservativo, lo tiré en algún lugar de la habitación y me recosté contra el montón de almohadas cubriéndome los ojos con el antebrazo. ¿Por qué no había cambiado todavía esas molestas luces?

Percibí el colchón hundirse, sus pasos alejándose.

Mi palpitar comenzó a ralentizarse eventualmente, los resquicios del orgasmo desvaneciéndose de manera gradual hasta que llegué a ese punto de plenitud que sólo se alcanzaba después de un buen polvo.

Inspiré una última vez antes de ponerme en pie y colectar mi ropa interior. Terminé de ponérmela justo cuando Rebecca salió del cuarto del baño con una expresión rara en la cara.

—¿Debería preocuparme por la colección de aretes que tienes en tu lavabo?

—Sólo si esperabas encontrar uno tuyo ahí y no está—dije concentrado en colocarme los pantalones del pijama.

Cuando la miré sobre el hombro, sus ojos avellana estaban clavándome estacas.

—¿Qué?

—¿Regresan a buscarlos?

—Algunas de ellas, sí.

Resopló.

—Regresan a buscarte a ti, no al arete.

—No las culpo—dije con suficiencia.— Es una buena forma de repetir un polvo. Además, recuperar el accesorio es un buen plus, ¿no?

Puso los ojos en blanco y miré por el rabillo cómo tomaba sus rebeldes rizos oscuros en una coleta para hacerse un moño en lo alto de la cabeza.

—¿Tuviste un mal día de trabajo hoy?

—No—recargué mi espalda contra la cabecera, tomé el iPad sobre mi buró y me avoqué a revisar pendientes de trabajo.

Ya había tenido suficiente tiempo de recreación.

—¿Enserio?—se hincó en la cama, acercándose con la misma gracilidad de un felino. Se apoyó sobre sus palmas, sus brazos juntando sus pechos y haciéndolos lucir jodidamente apetecibles.— Porque hoy fue particularmente...agotador—esbozó una sonrisa sugerente, sus orbes miel igual que los de un guepardo a punto de atacar.

—Estuvo bien.

Su buen humor decayó y agachó la cabeza antes de recuperar la compostura.

—Quiero agua. Estoy secándome.

—Ya sabes dónde está la cocina.

Gruñó.

—Tener atenciones conmigo de vez en cuando no te mataría, ¿sabes?

—Prefiero no correr el riesgo.

Me lanzó una de las almohadas y la detuve con mi antebrazo.

—Eres tan imbécil—se incorporó para ponerse su ropa interior.— Ni siquiera sé porqué sigo haciendo esto contigo.

—Porque te gusta cómo te follo—le dediqué mi mejor sonrisa.— Y soy encantador.

Entrecerró los ojos, recelosa.

—También te gusta cómo te follo, o de lo contrario no habrías vuelto a buscarme, ¿o me equivoco?

Me encogí de hombros centrándome en la pantalla de nuevo.

—O porque eres una opción bastante accesible.

—¡Mentiroso!—se quejó.— ¡Llevamos follando seis meses! Sé que te gusto.

—¿Y?—alcé la vista hacia ella.— Sí, me gusta cómo cogemos, ¿y qué?

Una sonrisa enorme adornó su cara y la miré como si fuera idiota.

—¿Qué esperas que haga? ¿Que te regale un anillo de compromiso?—me burlé.

—No estaría mal—dijo con jovialidad, cruzándose de brazos.

Resoplé.

—Como quieras. Si quieres malgastar tu tiempo esperando eso, adelante. Yo soy nadie para impedírtelo.

Suspiró con exasperación y terminó de pasarse su blusa por la cabeza.

—No debería ser tan difícil para ti—habló otra vez—, sé que estuviste casado antes.

Aquello llamó mi atención. Desistí de mis tareas y la escruté con más animosidad de la que deseaba.

—¿Debería preocuparme de que me investigues?—imité su pregunta inicial, y sus delicadas facciones se acentuaron cuando sonrió, acomodándose mejor en la cama, su tez morena brillando con el color de las luces.

—Tengo que saber con quién estoy metiéndome.

Elevé una ceja, escéptico.

—Me parecías bastante interesante, quería saber quién eras. No negaré que me sorprendió que fueras divorciado—se retiró un rizo oscuro que salió de su moño.

—Sorpresa, sorpresa—espeté con sorna, un dolor agudo naciendo en mis entrañas, concentrándose en mi pecho.

—Es bastante bonita—inclinó la cabeza recargándola en su hombro.— Quiero decir, no se parece a mí en absoluto—se recorrió con una mano y no pude contener la sonrisa—, pero tiene algo. Es atractiva. ¿Por qué te dejó?

Carraspeé desviando la mirada y fijándola en el tocador, el malestar intensificándose.

—Si eres un psicópata, es tu momento de decirlo.

Elevé las comisuras de mi boca en un rictus. Rebecca me agradaba. Era una secretaria eficiente con aspiraciones muy altas; era sagaz, persistente y tenía un ingenio agudo, además de un trasero espectacular.

El problema con ella era su inmensa curiosidad, una que no conocía límites.

—No me dejó—respondí al final.— Yo la dejé.

—Vaya—acotó asaltada por la impresión—¿Por qué?

—Es complicado—un amargo sabor a hiel se extendió por mi boca.— Era mejor para los dos, teníamos muchos problemas.

Se mordió el labio, pensativa.

—¿La querías?

Volví a mirarla como si no supiera sumar dos más dos.

—No me habría casado con ella si no la amara, ¿o si?

Rio suavemente.

—No lo sé, nunca sé qué esperar contigo.

—Te acostumbrarás.

—Eso espero.

Mi pecho se sintió tan apretado que no pude respirar correctamente. No sabía de dónde había venido eso, ni tampoco sabía en qué momento llegamos a esa posición, a esa extraña tradición de charlar después del sexo.

Normalmente eran cosas banales, superfluas: aspectos de trabajo, el clima o lo horrible que había estado el tráfico ese día en Downing street. Otras veces, eran temas como ése, tan delicados y dolorosos que me calaban hasta los huesos, manteniéndome despierto por las noches.

Estaba seguro de que esa noche no sería la excepción.

—¿Volverías con ella?

—¿Qué?—pregunté desconcertado, a punto de soltar una risotada.

—Que si volverías con ella.

—Te escuché la primera vez, es sólo que no sé de dónde sacas preguntas tan estúpidas.

Estrechó sus orbes, ofendida.

Era una pregunta tonta porque la respuesta era obvia. Moría por volver con ella, lo había hecho desde el día uno que tomé el jodido vuelo a Suiza, y no había dejado de desearlo los últimos cinco años un sólo momento.

Sin embargo, conocía demasiado a mi esposa para cometer esa estupidez. No podía volver con ella porque sabía que me rechazaría; no me habría tomado de vuelta así hubiese regresado al día siguiente de haberme ido, porque su orgullo siempre fue más grande que ella misma.

No importaba cuánto le rogara, cuántas promesas le hiciera, o cuántas le dijera que la amaba. Leah siempre supo anteponer el orgullo a sus deseos, y me retorcía las entrañas siempre que pensaba en la manera tan monumental en que la había cagado, la forma en que la había dejado ir.

«Era por su bien» repitió mi conciencia para convencerme, como lo había hecho el último lustro, aunque no servía de mucho para amortiguar el malestar.

—Sí volvería con ella—la respuesta se deslizó por mis labios con lentitud y Rebecca levantó la cabeza—, pero sé que ella no volvería conmigo.

—¿Por qué no?—indagó con un atisbo de decepción en la voz.

—Porque la cagué, y porque Leah es demasiado inteligente para cometer el mismo error dos veces—me rasqué el mentón, la sombra de la barba raspando mis dedos.

Los ojos de Rebecca centellaron como ámbares en la tenue luz de la habitación.

—No sé si tu ex esposa es muy idiota o tiene mucha voluntad. Yo no te dejaría ir, tendría que estar loca para hacerlo. Digo, si me quisieras de la misma forma en que la quieres a ella—aclaró luego de pensarlo mejor.

—¿Qué te hace pensar que aún la quiero?

—Por favor—la sagacidad arrugó su boca.— Sólo tengo que verte la cara para darme cuenta de que te duele—negó sin creerlo.— Hombres. Son tan simples pero se creen tan misteriosos.

Una carcajada brotó de mi garganta entonces.

Me gustaba que Rebecca fuera tan observadora como yo. Había aprendido a leerme bastante bien los últimos meses.

—Deberías intentarlo. Quiero decir, si la quieres aún.

Hice una mueca de horror.

—¿Qué carajo te metes, mujer?

Bufó.

—Tómalo como el consejo de una amiga—elevé una ceja y se apresuró a corregir.— No, olvídalo, los amigos no follan.

—¿Y qué?

—No quiero ser tu amiga—me removí incómodo, mis hombros tensándose por la intensidad de su mirada.— Me gusta lo que tenemos.

—Rebecca...

—¿Qué podrías perder?—insistió, acercándose a mí, su esencia invadiéndome.— Además, si las cosas no salen bien, yo seguiría aquí.

La escudriñé con atención, pero no dije nada más. Sus palabras retumbaron en mi cabeza y dieron tantas vueltas en ella que ya podía sentir la jaqueca aproximarse. Cerré los ojos en un vano intento por detenerla.

La perspectiva de Rebecca quedándose me tranquilizaba más de lo que me atrevería a admitir.

—Entonces, ¿me he ganado un beso hoy?—abrí los ojos y la miré batiendo sus pestañas con inocencia.

—No.

—¿Esto de no besar a nadie es algún tipo de juramento que te hiciste como una ofrenda a tu esposa?

—No, es sólo que no quiero besarte—dije con indiferencia.

Abrió la boca indignada, y volvió a lanzarme la almohada. La tomé del brazo atrayéndola, pegándola a mí. Mis labios tomaron los suyos con decisión y necesidad; necesidad por disipar a Leah de mi cabeza.

Quería ensombrecer el recuerdo de su piel clara con la tez morena de Rebecca, fundir el hielo de sus orbes con el fuego de los ámbares; erradicar el tacto suave de sus manos con caricias rudas.

La empujé hasta que estuvo sobre su espalda, el iPad cayendo al suelo con ruido sordo mientras invadía su boca con más vehemencia, ensimismado en expulsarla por completo de mí, de todo lo que yo era.

Lástima que el cuerpo tuviese tan buena memoria.

¥

—¿Tienes todo?

Ben Simmons se rascó la nuca, su cabello pelirrojo reluciendo con la luz que se colaba por mi ventanal.

—Sí—contestó sin despegar la vista de los informes que revisaba.— Si todo está en orden, podré partir mañana.

—Bien. Te consignaré un monto considerable para los viáticos.

Sonrió.

—Más te vale, hijo de puta. La última vez casi termino durmiendo en una banca del metro.

—¿Vas a empezar a lloriquear otra vez?

Me hizo una grosería con el dedo.

—Es porque nunca has tenido que ingeniártelas para saber dónde mierda vas a pasar la noche.

—Te sorprenderías si supieras dónde he tenido que dormir durante mis viajes.

Me imitó con tono burlón.

—Marica.

—¿Por qué no dejamos que tu esposa decida eso?

Me lanzó una mirada de muerte cuando no encontró algo mejor para lastimarme, y solté una risa corta. Ben tenía relativamente poco tiempo trabajando en la empresa, pero era un elemento excelente, además de un jodido bocón y un insolente. Quizás ésa era la razón para que nos lleváramos tan bien.

—Rebecca se encargará de reservar tu habitación de hotel. ¿Tienes un estimado de cuánto tiempo te quedarás?

Su boca se torció de forma sugerente, pero no comentó nada al respecto. Negó y se acomodó mejor la corbata.

—Aún no tengo la agenda de las reuniones de seguimiento, pero...

—¿Aún no?—inquirí con dureza, el estrés tomando el lugar de la diversión—¿Quién estará a cargo de la logística? La distribución empezará pronto y esas reuniones son imprescindibles para la planeación, ¿quién mierda está a cargo del departamento?

Se relamió los labios y buscó en el papeleo del folder, al tiempo que golpeaba rítmicamente mi pulgar contra la madera, en espera de una contestación.

¿A qué inepto había puesto Leo a cargo?

Esperaba que no fuera alguno de los Masterson. Odiaba a esos incompetentes hijos de puta.

—Leah McCartney.

El golpeteo de mi dedo se congeló a medio camino. Mis pulmones parecieron colapsar y toda la sangre se concentró en mis pies.

Mi corazón latió tan rápido que podía percibirlo palpitando en mi cabeza.

—Tengo entendido que es la hija de Leo—escuché comentar a Ben a lo lejos. Mi brazo se movió por sí sólo para arrebatarle el folder y comprobar que no me había vuelto loco, que efectivamente había escuchado su nombre.

Pero no, no estaba sordo y seguía cuerdo. Para mi mala—o buena—suerte, su nombre estaba ahí como la coordinadora de logística y relaciones comerciales.

Sentí mi boca secarse y la expectación nacer de mis entrañas, una rara anticipación que no había percibido en muchísimo tiempo.

—Hablaré con ella para pedir la agenda de...

—Vete—ordené tajante sin alzar la vista, abstraído en evaluar todos los detalles que Leah había organizado.

—¿Qué?—Ben se inclinó un poco.— Pero aún tenemos que arreglar algunos aspectos de mi viaje, como la...

—He dicho que te vayas—lo corté mirándolo por fin, de una forma que no daba lugar a discusión.

Suspiró. Me conocía bastante y sabía que era mejor no contradecirme cuando usaba ese tono.

—De acuerdo, pero necesito el folder.

—Yo me quedaré con él.

Levantó las manos a modo de rendición.

—Como quieras.

Se levantó de su asiento y lo observé salir, justo en el momento en que Sabine entraba, no sin antes dedicarle una mirada de muerte a Rebecca, que estaba de pie cerca de la puerta.

—Recuérdame por qué tu secretaria sigue siendo tu secretaria—demandó con acidez y sonreí.

—Porque es muy eficiente, en más cosas de las que te imaginas—completé con tono sugerente.

Predeciblemente, eso la hizo enojar más.

—Es una oportunista.

Me encogí de hombros.

—Sólo quiere crecer.

—Acostándose contigo.

—No veo el problema.

Sabine recorrió la distancia que nos separaba para asestarme un golpe en el hombro. Emití un sonido de dolor y ella aprovechó ese momento para abrazarme.

Le correspondí de inmediato y agradecí el familiar contacto.

—Podría ahorcarte ahora mismo por todo lo que me hiciste preocupar—susurró separándose sólo un poco—¿No puedes dejar de cogerte a la idiota de Rebecca cinco minutos para llamarme?

—Me cortaría la inspiración—la molesté y volvió a lastimar mi hombro.

Reí, la presión en mi pecho aminorando un ápice con su presencia.

—Tú eras quien estaba ocupada follándose a su nuevo marido. ¿Qué tal está Israel?—inquirí cuando noté su tez levemente bronceada.

Me miró suspicaz.

—Es un buen lugar para una luna de miel exótica—se puso un mechón de cabello pelirrojo tras la oreja.— Nicholas está encantado con las fotografías que sacaste en la boda. Son increíbles.

Me recargué sobre el escritorio y crucé los brazos sobre el pecho con jovialidad.

—Me alegro. Fue una boda de locos.

—Lo sé—contestó sin perder su buen humor.— Te llamé para agradecerte y para contarte algunas cosas durante mi viaje, pero nunca respondiste.

—Lo siento, no estaba en Inglaterra—no quería entrar en detalles, pero sus orbes me hacían una exigencia muda, así que me rendí y suspiré.— Me contactó una revista para realizar unas capturas. Estuve en El Cairo unos días y después volé a Kenia. Para el final de la semana estaba tomando fotografías en Nairobi. Regresé hace dos días.

—Eso explica el hedor a camello—puso los dedos sobre su nariz haciendo una mueca a modo de broma.— Otro viaje más y serás el nuevo Indiana Jones.

Solté una risa ronca por el tonto comentario.

—Pronto me verás con el sombrero.

Rio apenas, el gesto desvaneciéndose rápido para ser reemplazado por la vacilación. Parecía que un conflicto se desarrollaba dentro de su cabeza.

—No sabía si debía decirte esto pero...—calló con la vista fija en el piso antes de alzar la cabeza.— Invité a Leah a mi boda.

Sentí la tensión construirse en mis hombros y concentrarse en mi espalda. Era siempre así cada vez que su nombre aparecía en la conversación.

Debió notar mi expresión de desasosiego, porque se apresuró a elaborar más.

—Obviamente no asistió, como pudiste notarlo—siguió con un deje de desilusión.— Pero me mandó buenos deseos y un regalo de bodas.

Me mantuve en silencio, sin comprender para qué la había mencionado.

—Su cumpleaños fue hace cinco días.

La incomodidad y el malestar en mi pecho era tal que me moví para que aminorase.

—Lo sé.

—Sé que lo sabes. El punto es que también le envié un regalo, y...somos amigas—enarqué las cejas, sin poder creerlo.— Bueno, quizás amigas es un término muy fuerte, pero somos algo cercano a eso.

Asentí lentamente, con el estómago escociéndome.

—De acuerdo.

Se mordió el labio, yo miré una mancha en el piso por lo incómodo de la atmósfera.

—Lamento que no viniera—confesó al final.— Realmente insistí. Intenté todo, pero se negó. Lo siento, de verdad lo intenté.

Sacudí la cabeza, desconcertado.

—¿De qué hablas?

—Es sólo que...odio verte así.

—¿Así cómo? Sigo siendo atractivo.

—Ya lo sé. Podrías tener cien años y seguiría siendo perfecto——dijo con afecto.— Pero no eres tú. Te lo juro, esto...—me señaló con sus brazos—...no eres tú, y pensé que quizás si lograba que ella apareciera, si hablaran...

—Sabine, ¿de qué mierda estás hablando? Te afectó el calor de Israel.

—Quiero decir que pareces muerto—elevé la comisura de la boca con diversión por su dramatismo.— Y ya no lo soporto.

—Pero estoy vivo, mírame.

—Apenas. Es como ver una sombra de ti.

Puse los ojos en blanco.

—¿Has estado viendo telenovelas otra vez, verdad?

—¿Por qué no hablas con ella?

Me retiré del escritorio para darle la espalda, hastiado y me senté en la silla de cuero.

—¿Y decirle qué, exactamente? "Perdóname, fui un idiota, ¿quieres regresar conmigo?"—dije con tono exagerado, tocándome el pecho.

—¡Sí!

—Estás loca si crees que voy a hacerlo, y estás aún más zafada si crees que ella me tomará de vuelta—acoté con acidez.— Han pasado cinco años, Sabine. Ya debe tener una familia a estas alturas, con tres niños y un esposo gordo y feo pero millonario.

La imagen fue tan perturbadora que me hizo estremecer.

—¡Claro que no! Ya lo habríamos sabido, ese tipo de cosas siempre son noticia, y ni siquiera he sabido de alguna pareja—adoptó un semblante serio.— Tal vez está esperando por ti.

Me puse las manos en la cara, preguntándome porqué no podía tener una amiga normal.

—Escucha Sabine, te amo muchísimo, pero a veces pienso que tienes alucinaciones—la miré genuinamente preocupado.— Todo estará bien, te lo prometo. Te haré una cita con un psiquiatra, no te preocupes.

—¡Hablo enserio!—sus mejillas se sonrojaron con su acalorada aclamación, sus manos sobre la madera mientras se inclinaba para escrutarme el alma con sus jades.— Estoy harta de ver cómo te revuelcas con lo que sea con tal de intentar olvidarla.

—No me revuelco con lo que sea—rebatí ofendido.

—¡Rebecca es una perra!—señaló a la puerta, alzando tanto la voz que podía apostar a que todo el piso la había escuchado.

—Estás comportándote como mi madre—espeté avergonzado y molesto por su insistencia en un tema que no tenía solución.

Sólo aplastaba más la llaga.

—Quiero a mi Alexander de vuelta—murmuró con pesar.— No este chiste de persona. Esto no eres tú.

—Ya basta.

—No eres un cobarde. La valentía es tomar el riesgo a pesar de saber que las cosas pueden salir mal.

—La estupidez es lo mismo—rebatí, enojado.— Para ya con tu patética charla motivacional, me estás dando una jaqueca.

—Alex, estoy preocupada por ti.

—¿Por qué?—interrogué con exasperación.— Estoy bien, Sabine. Estoy. Bien. La empresa va bien, mi carrera de fotografía va bien, mis padres están bien, no hay nada de qué preocuparse.

—¡Pero estás solo!

Fruncí el ceño, perplejo.

—No estoy solo. Te tengo a ti, a Ben y a todos los amigos que he hecho en mis viajes.

—Sí, pero estás solo cuando llegas a casa—replicó con tono triste, sus esmeraldas brillando—, y estarás solo cuando tengas cuarenta, o cincuenta, o sesenta.

La escruté con dureza.

—Dejaré que mi yo de sesenta años se preocupe por eso entonces.

Agachó los hombros, derrotada.

—Han cometido tantos errores en su relación. No quiero que tú cometas otro.

—Ya casi rompemos el récord—dije con sorna amarga.

—Espero que no seas tú el que lo rompa.

¥

El cielo estaba teñido de gris cuando bajé del auto y entré al enorme complejo. Luego se pintó de un siniestro tono oscuro mientras la secretaria se plantaba frente a mí con sus feos anteojos de gato para permitirme la entrada a la oficina.

Sabine era alguien muy persistente y sagaz. Parloteaba sobre muchas tonterías, pero sabía qué decir para dejarte temblando, para golpear el eslabón más débil de tu determinación.

Seguí de cerca a la menuda mujer, que abrió la puerta con parsimonia y me hizo una seña educada de acceso.

—¿Sabías que es de mala educación hacer esperar a tus clientes?—dije con jovialidad, las manos dentro de los bolsillos de mi pantalón.

—También es de mala educación presentarse sin avisar.

—¿Aunque se trate de la familia?—esbocé una sonrisa ladina, y Leo no pareció nada feliz con el comentario por la forma en que me miró.

Sí, Sabine sabía exactamente cómo golpear el eslabón más débil de tu voluntad hasta destruirla. Quizás por esa razón había tomado el primer vuelo a Washington de ese día.

Lanzó una ojeada fugaz al papel que tenía sobre la mesa, su postura casual pero su rostro de piedra.

—Aquí dice que Ben Simmons se encargará de la planeación, pero tú no eres Ben Simmons—espetó seco.

—Claramente—dije divertido.

Estrechó ligeramente los ojos. Sus orbes pesaron como el hierro cuando los fijó en mí.

—¿Qué mierda haces aquí, Alexander?

—¿Aquí en tu oficina?—pregunté a la vez con tono casual, haciéndome el desentendido.— Admirándola. ¿Cambiaste las cortinas?

Su expresión era contenida, pero impaciente. No podía jugar mucho tiempo con él sin que perdiera los estribos, lo que era una lástima.

—Estoy aquí para supervisar la operación, creo que eso es obvio. No sé si estés al tanto de que ahora yo dirijo la empresa.

—Sé que lo haces. ¿Cómo está tu padre?

—Seguramente en una isla con Charlotte, disfrutando de su nueva vida de divorciado.

—Me alegro por él—musitó lacónico, acomodándose mejor.— No pensé que lo notarías.

—Tendría que estar ciego para no hacerlo—dije mordaz—¿Cuándo regresó? Sé que ha...recorrido algunos lugares en aras de realizar las conferencias.

—Hace casi dos semanas.

—No ha pasado tanto tiempo.

La expresión en su cara me decía que no estaba de acuerdo con el comentario.

—Apareciste de la nada. Estás aquí luego de cinco años como si nunca hubiesen pasado—espetó suspicaz—¿Qué pretendes?

Incliné la cabeza ligeramente.

—¿Es algún tipo de pregunta capciosa para decidir si me permitirás estar cerca de ella?—no pude ocultar la diversión que impregnaba mi tono.

Algunas cosas no cambiaban nunca.

—No soy tan idiota como para creer que esperaras a que yo te permita algo. Te conozco mejor que eso. Siempre has hecho lo que te venga en gana—sonreí con petulancia.— Más cuando se trata de mi hija, por desgracia.

—Yo no veo la desgracia por ningún lado.

Suspiró con pesadez y se rascó la frente.

—De nuevo, no soy idiota. ¿De verdad crees que obtendrás de vuelta lo que viniste a buscar?—sus facciones volvieron a endurecerse y sus orbes a acribillarme.— Romperle el corazón, irte por cinco años y regresar. Cinco años es mucho tiempo. No te ha olvidado, pero no de la manera en que a ti te gustaría.

Me acomodé mejor en la silla, impasible. Comprendía su faceta defensiva. La faceta protectora siempre había predominado sobre las otras, más en torno a Leah.

—Entonces deja que ella me lo diga a la cara.

Leo soltó el suspiro de una risa, como si el comentario le hiciera gracia.

—Podrías tener complicaciones con eso.

—¿Por qué?

Su semblante de diversión no desapareció.

—Está muy cerca de cerrar todo este ciclo por fin—pareció vacilante.— Ha sanado bastante.

—Bien, entonces elegí un buen momento para regresar.

Me dedicó una sonrisa oscura.

—No lo sé.

Me incliné hacia adelante sin comprender y él golpeó rítmicamente su índice contra el escritorio, coordinándose con el segundero de su enorme reloj empotrado en la pared.

—¿Por qué estás aquí, Alexander?—repitió, suspicaz.

—¿Desde cuándo haces ese tipo de preguntas tan obvias?—dije con tono mordaz.— Ya te lo he dicho. Sabes que estoy aquí para supervisar, sabes lo que estoy buscando.

Su férreo mirar no aminoró.

—Realmente Alex, ¿por qué estás aquí?

Guardé silencio por un momento y lo contemplé con una expresión desafiante en la cara, retándolo a que intentara detenerme.

—He vuelto para recuperar a mi esposa, por supuesto.

¥

—Me alegra que hayas vuelto—mamá estiró el brazo para alisar una arruga inexistente de mi traje.— Te extrañé.

—También te extrañé—besé su coronilla con afecto, apenas un roce para no estropear su maquillaje o el elaborado moño que había elegido como peinado.

El divorcio no la había cambiado en absoluto. Seguía poseyendo la misma altivez, determinación y displicencia de siempre.

—Pensé que no volverías por aquí. Estaba a punto de vender esta casa y mudarme a Inglaterra.

Sonreí metiendo las manos en los bolsillos.

—Podrías hacerlo.

Bufó haciendo una mueca de desprecio.

—Podría, pero no quiero correr el riesgo de encontrarme a tu padre tomado del brazo de su zorra en Harrods. Prefiero quedarme aquí—la miré con un atisbo de pesar.

Había resentimiento en su voz siempre que hablaba de papá, incluso después de su relación tan disfuncional.

—De todas formas, es bueno que ahora seas tú quien me visite—sus facciones se suavizaron al instante.

—Lo sé—elevé las comisuras.— No sabía que fueran amigas.

Arrugó la nariz con desagrado.

—Tu ex mujer y yo no somos amigas—rebatió con dignidad.— Nunca podríamos serlo, es intolerable.

La observé de manera significativa y cedió al final.

Pero dono a su causa porque creo en ella, y la he visto hacer cosas buenas con ese dinero. Tiene visión y audacia para alcanzar sus metas, y me agrada eso—admitió. No podía dar crédito a lo que escuchaba.— Creo que se necesitan más mujeres como ella en el mundo. Todas tenemos la capacidad de hacer cosas extraordinarias, sólo hace falta voluntad.

Le pasé un brazo por los hombros y la estreché contra mí impulsado por un deje de afecto. Ella chilló por arrugarle el vestido, pero la ignoré.

—Te admiro, lo sabes, ¿no?

—Sí, como sea. Ahora suéltame.

Reí y deposité un último beso en la sien antes de liberarla. Se alisó la prenda.

—Sé porqué estás aquí realmente—dijo luego de unos instantes en silencio, levantando la vista de sus manos y esperé por la reprimenda; una que nunca llegó.— Me alegra que regresaras por eso.

Abrí tanto los ojos que pensé que saltarían de sus cuencas.

—¿Estás ebria, mamá? Aún es temprano.

Me riñó con su expresión.

—No soy idiota, sé porqué regresaste—sonrió apenas.— Espero que puedan enmendar las cosas.

—Yo también—me sentía nervioso, emocionado y muy ansioso.

No sabía con qué Leah me toparía después de tanto tiempo, pero las enfrentaría todas con tal de recuperarla.

No la dejaría ir otra vez.

—¿Nos vamos?—inquirí ofreciéndole mi brazo para que lo tomara y ella aceptó al instante.

¥

Los McCartney siempre habían sabido cómo organizar un evento a gran escala.

Era tan extraño volver a pisar esa casa después de tantos años que no podía deshacerme de la sensación de déjà vu que me asaltó desde el momento en que subí el primer escalón.

El enorme salón de fiesta estaba atestado, repleto de personas que iban y venían charlando con cada círculo que había en el lugar.

Mamá se enganchó rápidamente en una conversación cerrada con un grupo de gente que no paraba de elogiar su trabajo y yo permanecí cerca, sin sumergirme demasiado en el tema.

No podía dejar de sentirme como un intruso, una sensación de ajenidad al lugar, al momento en general, como si no encajara en ese nuevo esquema en absoluto.

Había transcurrido una hora desde nuestra llegada y no había rastro de Leah aún, lo que resultaba extraño considerando que era la anfitriona.

La fiesta era un evento de recaudación para su fundación.

¿No era común que los anfitriones atendieran a sus invitados?

Carajo.

Con cada minuto que pasaba sentía las ansias crecer, a la par con la impaciencia.

Moría por verla después de tantos, tantos años. Quería comprobar si había cambiado tanto como imaginé en ese lustro, si el tiempo se había cincelado en la madurez de sus facciones o si conservaba esa belleza delicada y sencilla.

Di otro sorbo a la copa que tenía en la mano, resignándome a esperar.

—Mira quién regresó del fin del mundo—Erik se acercó con los brazos abiertos, sonriéndome.

Le correspondí el gesto y me palmeó la espalda en un corto abrazo.

—He estado en el fin del mundo. No te lo recomiendo, llueve once meses de doce.

Soltó una risa sonora entonces.

—No puedo creer que no hayas cambiado ni siquiera un poco—enarqué una ceja, escéptico.— En tu personalidad, quiero decir.

—Sigue igual de feo—intervino una voz que me pareció bastante conocida, y cuando me giré, Damen se acercaba con gesto divertido.—Regresaste de entre los muertos.

—¿Qué? Nunca morí—refuté sin comprender.

—Es un chiste local.

Le lanzó una mirada cómplice a su hermano.

—No pensamos que vendrías. Me sorprendió mucho cuando papá me lo dijo—confesó Erik.

Damen soltó una risita maliciosa mirando su copa, sus facciones acentuándose con el gesto. Había cambiado mucho durante los últimos años, su estructura más fibrosa, sus hombros anchos y su estatura mucho más alta. Era tan alto como yo, y podía ver a Leo labrado en cada gesto que hacía.

El parecido era extraordinario.

—Yo no puedo esperar a ver la reacción de Leah. Seguramente va a desmayarse—dijo con malicia.

—No lo dudo—lo apoyó Erik.

—Te apuesto quinientos dólares a que lo golpea.

Abrí la boca ligeramente, indignado.

¿Disculpa?

—Acepto—Erik le estrechó la mano radiante.

Damen se encogió de hombros con indiferencia cuando lo fulminé.

—Conozco a mi hermana. Está loca.

Reí.

—Sigues siendo el mismo niño insolente de siempre, pero más grande—me burlé.

—Mira quién habla. Eres el mismo pero más viejo. ¿Ya usas viagra?

Le di un golpe en el hombro y comenzó a partirse de risa.

Pensé que la relación con los hermanos de Leah se fragmentaría después de tantos años, justo como había sucedido con la nuestra, pero me recibieron como si nada hubiera pasado, como si no hubiese asperezas.

Sentí cómo algo halaba de la tela de mi pantalón y me sorprendí de encontrar a un niño suejetado de él, con la vista fija en la pista.

—¿Este es tu hijo?—me puse de cuclillas para apreciarlo mejor, y el pequeño dio un respingo cuando me tuvo frente a frente, dejando ir mi pierna.

—¿Ves? Te dije que eras feo. Lo asustaste—Damen chasqueó la lengua con reprobación.

—Cállate.

—Sí, es Nathan.

Lo observé con atención. No cabía duda de que era el hijo de Erik. Sus orbes tenían la misma intensidad que poseían todos los McCartney.

Me sostuvo la mirada sin flaquear, serio y curioso, y después me regaló una sonrisa brillante.

—Le agradas—afirmó Erik.

—A mí también me agrada más que...—escuché un golpe amortiguado y Damen no terminó la oración.

—Me gustan tus ojos—balbuceó el niño tan rápido que me esforcé para comprender sus palabras.

—Gracias—me incorporé palmeándole la cabeza.— Es idéntico a ti.

—Lo sé—lo miró con una mezcla de orgullo y devoción.

—Y es muy divertido—completó Damen.— Podría haber sido tu sobrino, pero dejaste escapar el privilegio.

Sorbió de su copa con petulancia.

—Aún no es tarde para recuperarla—respondí con seguridad.

Damen no perdió su semblante de diversión.

—Sí bueno, creo que tienes un problema.

—¿Cuál?

Dijo algo más, pero su respuesta se perdió entre los murmullos de las conversaciones que quedaron en segundo plano cuando la localicé por fin.

Ideal era aquello que se ajustaba estrechamente al modelo de perfección creado por nuestra mente.

Era la idea que creaba tu cabeza cumpliendo con todos tus estándares, gustos y expectativas.

Y aun así, Leah se las había arreglado para superarlas todas con creces, como hacía siempre.

Después de tanto tiempo, mi mente la había creado y recreado de una y mil maneras distintas, jugando con sombras, gestos y formas. Sin embargo, en ese momento, Leah McCartney era la prueba viviente de que la realidad superaba la ficción algunas veces.

Su delicado atractivo logró embelesarme justo como la primera vez, y todas las veces después de ésa, cautivándome sin que nada pudiera hacer para evitarlo.

Ella tenía ese encanto silencioso que te envolvía de manera furtiva y no te dejaba ir después.

El vestido color sangre que llevaba abrazaba sus suaves curvas de una manera exquisita, ciñéndose a ellas como si hubiese sido diseñado únicamente para su cuerpo, que seguía manteniendo la misma silueta definida y pequeña.

Su cabello más corto me rogaba que tirara de él a gritos. Tenía la longitud perfecta para enredar mis dedos entre sus mechones y halarlo.

Mi corazón aumentó el ritmo de sus latidos. Tuve que pasar saliva para humedecer mi boca, que se había secado con la simple imagen de ello. Mis dedos hormigueaban y resultó doloroso no poder alcanzarla y tocarla.

Pero me contuve igual, porque sabía que me rompería la mano si osaba rozarla por accidente sin su permiso.

Seguía siendo pequeña y pareciendo frágil, pero sabía que había sólo acero y fuego debajo de ese delicado exterior.

Lo había comprobado yo mismo.

Leah era siempre un manjar para los sentidos: vista, oído, olfato, gusto, tacto; era un festín que demandaba ser degustado a través de cada uno de ellos.

Damen y Erik dijeron algo más, pero fue complicado prestarles atención cuando estaba ensimismado absorbiendo cada nuevo detalle de su hermana.

Entonces la vi. La mano que se asentaba en su cintura en un gesto inequívoco de posesividad y de confianza.

Observé tanto esa puta mano que estaba casi seguro de que le haría hoyos si miraba por un segundo más.

Ella la retiraba de vez en vez mientras hablaba, o se alejaba un paso para ganar un poco de distancia, pero el tipo se pegaba de nuevo igual que una garrapata.

Conocía a Leah. No le gustaba sentir que era la propiedad de alguien; no al menos que ella te permitiera poseerla, o quisiera que la poseyeras.

¿Quién mierda era ese hijo de puta?

Percibí la bilis subir por mi esófago y quemarme la garganta, una quemazón insoportable escaldándome el estómago.

Debido al montón de personas que se congregaban a su alrededor, no podía distinguirlo del todo, pero podía asumir por la madurez de su cara que estaba al inicio o mediados de sus treintas, no era tan alto como yo y...¿quién en su sano juicio usaba un Stuart Hughes con esos zapatos?

Enserio, ¿de qué casa de asistencia había sacado Leah a este vagabundo? ¿Era algo así como la prueba viviente de lo mucho que su fundación podía ayudar a los más necesitados?

Algo en mi pecho se tensó y mi estómago se revolvió cuando el hijo de puta la besó en los labios.

Percibí mi corazón aumentar en tempo y la adrenalina correr por mi cuerpo preso de la ira. Conté hasta mil, luego hasta dos mil para mantenerme colectado cuando volvió a besarla.

¿Cuántas veces más lo haría antes de que perdiera lo estribos y le partiera la cara?

Si seguía así, no más de dos.

¿Por qué lo dejaba tocarla con tanta libertad?

¿Qué puto privilegio tenía él para hacerlo?

Me sentía enfermo.

Quería romperle el cuello a ese indigno mediocre.

—Alex—Erik me tocó el hombro, sacándome de mis turbios pensamientos—¿Estás bien?

No.

Sí—contesté impregnando mi voz de convicción, sin despegar la vista de ellos.

La visión de ambos, juntos, me retorcía las entrañas.

Lo mejor era irme. No quería armar una escena, y no estaba seguro de lograrlo si seguía mirando.

—Es una mujer. Tiene necesidades también—lo escuché explicar, y me hizo sentir peor.

No era como si no hubiese considerado la posibilidad de Leah con alguien más; habría sido estúpido no hacerlo. El problema radicaba en que me había convencido de que ella, en su cuestionable sabiduría, seguiría la luz de la razón e iría a donde pertenecía.

Ella pertenecía conmigo.

Su lugar era conmigo.

Carajo, ahora realmente quería partirle la cara a ese imbécil.

Leah escogió ese preciso momento para mirar en mi dirección; su sonrisa evaporándose y su expresión relajada borrándose para dejar sólo un semblante en blanco, que gradualmente se convirtió en uno de mera impresión.

Le sostuve la mirada el tiempo suficiente para notar cómo todo el color abandonaba su bonito rostro, la sorpresa labrada en cada una de sus facciones.

Estaría mintiendo si dijera que no lo disfruté, la forma en que logré cambiar su cara en un tiempo récord de cinco segundos.

Alguien la golpeó en el hombro cuando pasó a su lado, ocasionando que casi perdiera el equilibrio. El orangután que llevaba como acompañante la ayudó a incorporarse y ella parpadeó un par de veces para recuperarse, fijando su vista de nuevo en mí, seguramente para comprobar que no era una alucinación.

Era yo, de carne y eso.

El idiota empezó a hablarle sobre algo y desvió su atención a regañadientes sin recuperar el color aún.

Las náuseas volvieron a asaltarme, el atestado salón asfixiándome.

Necesitaba aire.

¥

Dejé que mis pulmones se llenaran de oxígeno y mi pecho se hinchara con el aire gélido que circulaba por el jardín de los McCartney.

El ajetreado ambiente no había hecho más que empeorar mi sensación de náuseas.

Agradecí que estuviera particularmente frío esa noche. Diciembre siempre era así en Washington.

El helado ambiente contrastaba con el calor que manaba de mi piel, quizás a causa del arrebato de ira que había tenido dentro del salón.

Hice una mueca displicente.

¿Qué esperaba realmente? ¿Que Leah, precisamente Leah estuviera esperando por mí? Había pasado demasiado tiempo y Erik tenía razón.

Tenía necesidades.

Erradiqué las imágenes enfermizas que siguieron esa declaración.

Así no era como se había desarrollado todo en mi cabeza.

—¿Qué haces aquí?—percibí los vellos de mi nuca erizarse y mi suspiro de cansancio se quedó a medio camino cuando noté su presencia.

Dios, era incluso más hermosa de cerca, aun con esa expresión de enojo impresa en su cara.

—Vine a donar. ¿No es por eso que estamos todos aquí?

Su semblante se endureció más.

—No tienes nada qué hacer aquí. Vete—su tono era tan frío que podría competir con el de esa noche.

Luché contra el dolor agudo que se instaló en mi pecho.

—Sí tengo. Quiero donar.

—No quiero tu dinero, o nada que venga de ti—siseó con más desprecio del que esperé.—Vete.

Se giró disponiéndose a irse, y la pregunta brotó de mi boca antes de que pudiera detenerla.

—¿Te lo estás follando?

Detuvo su andar y me miró sobre el hombro.

—Si lo hago o no, no es algo que te importe.

Siguió caminando y la alcancé en dos zancadas. La tomé del brazo para girarla con más brusquedad de la que deseé.

—Suéltame—siseó cuando la impresión aminoró, intentando liberarse.

Tuve que mitigar la sensación de electricidad que me recorrió la punta de los dedos cuando entraron en contacto con su piel.

La sensación de magnetismo seguía ahí, intacta incluso después tanto tiempo.

—Responde—exigí lacónico y sus orbes grises me clavaron estacas.

Gruñó forcejeando aún, yo solté una risa mordaz.

—¿Quién mierda es ese tipo? ¿Tu nuevo proyecto de beneficencia?

—Después de cinco años, ¿es lo único que vas a decirme?—espetó liberándose por fin y tomando un paso de distancia.— Dios, eres peor que antes.

Sentí el calor de la ira y los celos combinarse.

—Debí suponer que reaccionarías así.

Me miró como si fuera idiota.

—¿Y qué esperabas, exactamente? ¿Que me olvidara del pasado, te recibiera con los brazos abiertos y te perdonara que te largaras cuando más necesitaba de ti? ¿Eres así de imbécil, enserio?

—Lo siento—dije con sinceridad, pero fue patético.

Sus orbes flamearon.

—Tu disculpa llegó cinco años tarde, Colbourn. Simplemente despertaste un día y te fuiste así sin más.

—Te expliqué porqué lo hice.

—¡En una maldita carta de mierda!—bramó.—Eso no era suficiente.

—Lo sé, pero siendo realistas, no puedes permanecer enojada conmigo por siempre.

—Siendo realistas, puedes irte al carajo—se giró otra vez dispuesta a irse y la tomé de la muñeca el tiempo suficiente para que algo llamara mi atención.

—¿Qué es esto?—demandé con dureza y la sentí estremecerse bajo mi tacto. Cuando no respondió, apreté mi agarre. No estaba de humor para juegos—¿Qué mierda es esto, Leah?

Sacudí su mano haciendo alusión al anillo en su dedo.

—¿Eres ciego? ¿Qué parece que es? Es un anillo de compromiso—dijo con un atisbo de satisfacción en la voz.— Ahora, suéltame, me estás lastimando.

Relajé el agarre un ápice, lo suficiente para que dejara de doler.

—Estás comprometida—gruñí con desdén—¿Con quién?

—¿Por qué mierda te importa? ¿De verdad pensabas que nunca iba a superarte? ¿Tan grande es tu maldito ego?—reprochó.—¿Creías que nadie me querría de la manera en que tú no pudiste?

—Nadie puede.

Su rostro se tiñó de cólera.

—Jódete.

—¿Para qué? Si tú ya lo hiciste muchas veces—siseé con petulancia, desconcertándola.— Y según recuerdo, era una de tus actividades favoritas.

Logró zafarse de nuevo, tan furiosa que su cuerpo temblaba por la emoción.

—Vete, ahora—demandó severa.— Ni siquiera debería estar aquí perdiendo mi tiempo contigo. Se terminó. No deberíamos estar hablando cuando ya nos hemos divorciado.

—Entonces cásate conmigo otra vez—pedí, la propuesta deslizándose por mis labios como si mis cuerdas vocales tuvieran vida propia.

Leah me miró atónita por un segundo, sus ojos muy abiertos, y de todas las cosas que esperé que hiciera, ver su sonrisa no fue una de ellas.

El gesto me hizo bajar la guardia lo suficiente para que estirara su brazo y estrellara su puño en mi nariz, fuerte.

El impacto casi me hizo perder el equilibrio, el dolor extendiéndose desde el tabique hasta mi boca y el sabor a sangre impregnándola.

No tenía idea de que Leah pegara tan duro.

—¡Estás loco! ¿Me escuchas? ¡Loco! Prefiero quedarme soltera toda la vida a regresar contigo, Colbourn.

—Creo que me rompiste la nariz—siseé con dolor, tocándome la zona.

—Genial, me encantaría que hubiese sido el cuello—dijo con suficiencia.— Tienes cinco minutos para irte, o haré que te saquen los de seguridad.

Me recuperé justo a tiempo para volver a apresar su brazo.

—No te irás de aquí hasta que me escuches—acoté autoritario, anteponiéndome al dolor.

—Te romperé la mano si no me sueltas ahora.

—Correré el riesgo. Escucha lo que tengo que decirte.

—No.

—Leah...

—¡No!

Se soltó con tanta fuerza que la gravedad hizo su trabajo, sus talones girando y su cuerpo cayendo de lleno a la piscina.

Así que de ahí provenía la sensación de déjà vu.

Me lancé justo detrás, mis manos rápidas en encontrar su cuerpo y mis dedos hábiles para enredarse en su cintura.

Tomó una bocanada de aire cuando salimos a la superficie, retirándose el cabello de la cara en un gesto desdeñoso.

Sus ojos parecían jodidos diamantes con el reflejo del agua, su boca ligeramente abierta para recuperar la respiración y su aliento chocando contra mi cara, haciendo una invitación a la que yo no podría negarme.

Cada nervio de mi cuerpo cobró vida para percibirla, para sentir tanto de ella en ese lapso de inconsciencia en que se había vuelto accesible.

Tendría que estar loco para no tomarla cuando parecía tan dispuesta.

Me relamí los labios, listo para apoderarme de lo que había deseado por años.

—Suéltame—espetó dándome un manotazo en el pecho, salpicándome de agua.

—Te ahogarás si te suelto.

—Claro que no. Aprendí a nadar, imbécil.

Logró zafarse de mi agarre y fue hasta la orilla nadando con facilidad, conmigo siguiéndola, sin poder deshacerme aún de esa consumidora sensación de tocarla que me carcomía el cuerpo.

Comenzó a temblar tan pronto salimos, el aire gélido erizándole la piel expuesta de los hombros y sus dientes chocando.

Sentía cada una de mis extremidades entumecidas.

Moriríamos de hipotermia si no encontrábamos rápido algo para secarnos.

Comenzó a caminar con pasos torpes y tiesos, y la seguí lo mejor que pude.

—Leah, ¿a dónde vas? Qué mierd...

—Cállate—ladró tiritando, sin detenerse.— Ya hiciste suficiente.

—Neces...

—¡Ya lo sé!—elevó la voz, que enronqueció por el esfuerzo.—Sólo sígueme, no pueden vernos así. No quiero que haya malentendidos.

Rodeamos la casa, entramos por la puerta que usamos para escabullirnos cuando la visité ebrio hasta los huevos en una ocasión y anduvimos por el pasillo que conectaba con el estudio de Leo y el cuarto de limpieza.

Leah abrió la primera puerta, dejando un camino de agua por su paso, trotando en búsqueda de algo.

Me quité el pesado saco que cayó con un ruido húmedo al suelo, seguido de la camisa. Cuando la miré, me bebía con atención.

—¿Ves algo que te guste?—dije en tono sugerente, retirando la tela de mis hombros.

—¡¿Qué haces?!—preguntó alterada saliendo de su estupor, dándome la espalda, y yo puse los ojos en blanco.

Llegué hasta ella en unos cuantos pasos.

—Previniendo mi muerte por hipotermia—susurré cerca de su oído, observando el camino de piel erizada que mi voz dejó a su paso.

—Vístete, ahora.

—Es mejor desvestirme.

—Clar...

—Y que tú lo hagas también—tomé el inició del cierre de su vestido para abrirlo, antes de que se alejara del tacto.

—No te atrevas—amenazó chocando los dientes.—No me toques.

—Necesitas quitarte el vestido. Estás empapada.

—No.

—No seas ridícula—la tomé de los hombros y la giré.—Vas a enfermarte si no te quitas esto—volvió a removerse. La mantuve en el lugar con mi agarre.— Quieta, Leah—ordené lacónico. Obedeció al instante.

Gruñó resignada y me permitió bajar la cremallera, la simple acción reviviendo un montón de memorias en una situación similar, en un lugar distinto, con una Leah diferente.

Observé la curvatura de su cuello, radiante con la tenue luz del estudio, tan apetecible que la boca se me secó de mera necesidad.

Me pegué a su cuerpo casi por instinto, mi pecho y mis dedos saboreando cada retazo suyo de piel descubierta que pudiesen tocar. La percibí relajarse, fundirse y amoldarse a mi silueta casi por inercia, mi mano abriéndose sobre su estómago para ejercer presión, intentando desvanecer cualquier resquicio de distancia entre nosotros, absorbiendo la calidez que manaba de sus poros.

Entonces su conciencia pareció volver al cuartel.

Se separó como si mi cuerpo quemara, su semblante fragmentando en varias emociones conflictivas y sus orbes como una fortaleza derrumbada, expuesta.

Parpadeó un par de veces, la vulnerabilidad desapareciendo para dejar sólo a la hermética Leah.

—No hagas eso.

—Necesitamos entrar en calor.

Elevó una ceja mientras deslizaba los tirantes del vestido por sus hombros y lo retiraba por completo al fin.

Fue como recibir un shot de adrenalina.

Incluso con las cicatrices que adornaban sus piernas, Leah era la personificación de Afrodita en la Tierra.

Mi miembro punzó de tal forma por mera necesidad que resultó doloroso, el deseo quemándome las entrañas y escociéndome el pecho.

Fue puro reflejo, la forma en que me relamí los labios.

—Gírate—exigió con dureza.

—¿Para qué? No es nada que no haya visto antes.

—Bien, como quieras.

Me dio la espalda y noté por fin en todo su esplendor las cicatrices que la salpicaban como rasgaduras atroces a una fina tela.

Sentí el nudo en mi garganta tensarse, el dolor agudo asentándose de nuevo.

—Perdóname. Perdóname por haber huido—comencé vacilante, la culpa rebasándome.— No podía quedarme. No después de todo lo que viviste, todo lo que sobreviviste por mi culpa—las palabras eran endebles, pero sentía que me ahogaría con ellas si no las decía.

—Primero, no fue tu culpa, fue culpa de hijo de puta de Louis, y segundo, no morí. Mírame, estoy aquí—se giró con los brazos cruzados sobre el pecho, ofuscada.

—Por poco. Moriste en mis brazos, Leah. No tienes idea de lo que eso me hizo sentir—espeté con pesar, el recuerdo escaldándome el pecho.— ¿Cómo esperabas que me quedara después de eso? No podía hacerlo.

—Sí podías, no quisiste.

—Porque iba a consumirme, y no te merecías eso.

—¡No merecía que me dejaras!—gritó colocando sus brazos a los costados—¡Eso era lo que no merecía! Prometiste que te quedarías, y no lo hiciste—su voz se quebró un poco al final e inspiró hondo.

—Hice lo que tenía que hacer para protegerte. No quería que te relacionaran conmigo de ninguna manera, no quería que pasaras de nuevo por la misma situación a causa mía—expliqué tomando un paso más cerca, como si acortando la distancia pudiera hacerla entrar en razón.— No podía quedarme, no habría funcionado.

—¡No lo sabes!—bramó dolida.— Pudimos ser felices, ¿sabes?

Negué, enfático. Empujé un mechón de cabello que cegó mi visión con impaciencia.

—No, no lo habríamos sido. No habría podido estar contigo de la manera en que puedo ahora.

Abrió la boca ligeramente, impresionada, y sólo me contempló, largo y tendido.

—Eres increíble—siseó con desdén, su cabello húmedo pegado a su espalda—¿Cómo puedes pensar que podemos empezar de cero luego de tantos años en los que ni siquiera me llamaste, me escribiste o me mandaste una puta señal de humo para comprobar que seguía viva? Te desapareciste cinco años, cinco. Debiste permanecer de esa manera, Alex. Voy a casarme, y voy...voy...

—¿Qué está pasando aquí?

Ambos miramos al mismo tiempo la puerta, donde el hombre que había visto acompañar a Leah durante la velada nos escrutaba pálido desde el marco.

—Leah, ¿estás bien?—preguntó el imbécil entrando e interrumpiendo con su indeseable presencia el momento.

—Colin—musitó con un hilo de voz, aterrada—¿Q...qué haces aquí?

Me dedicó una mirada recelosa antes de acercarse a ella, provocando que me diera de nuevo la espalda por completo.

—Estaba buscándote—dijo tenso, una vena mostrándose en su cuello.— Te desapareciste por mucho tiempo. Noté el camino de agua y me preocupé.

Resistí el impulso de poner los ojos en blanco.

—Lo siento, sólo estábamos...

—Entrando en calor—completé con diversión al observar la vena del idiota tensarse aún más.

—¿Qué?

Leah me dedicó una mirada mortal sobre el hombro.

Su prometido se apresuró a quitarse el saco para ponérselo encima y cubrir su ropa interior de mi indigna vista.

—¿Quién es éste?—le preguntó mirándome con desprecio.

—Él es...

—Oh, lamento mi rudeza, perdona que no me haya presentado antes—le dediqué mi mejor sonrisa y le tendí la mano.— Soy Alexander Colbourn, su ex esposo.

La cara del cretino no tenía precio.

¥

«Retrouvaille: del francés, (s). La felicidad de reunirse o encontrarse con alguien de nuevo luego de una larga separación; redescubrimiento»

¡Hola, mis niños! ¡Segunda parte del maratón!

¿Qué les pareció?

¿Era lo que esperaban?

¡Comenten, voten mucho y háganme muy feliz, por favor!

La canción me súper encanta.

¡Disfruten!

Con amor,

KayurkaR.

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