Nakupenda

By ThiaDazVzquez

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Cuando a inicios de 1918, Candy se ve obligada a viajar al África para desposar a un importante estadounidens... More

Introducción
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20

Capítulo 11

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By ThiaDazVzquez


Me gustaría decir que siempre he sido un hombre fuerte y de espíritu inquebrantable; que soy uno de los seres más valientes y que hay pocas cosas que me hacen temer o llorar, pero no creo ser tan buen mentiroso.

He llorado más de lo que algunos hombres estarían dispuestos a admitir por temor a ser considerados «delicados». He sufrido más de lo que algunos hombres «fuertes» podrían soportar. No hay nada que tema más que el sufrimiento que representa la pérdida de un ser amado. Sin embargo, aquí estoy, con el corazón aún un poco roto, pero en pie, como siempre; como me lo enseñaron las personas más importantes de mi vida.

Mi padre en algún momento me dijo que es de valientes admitir su llanto y mi madre terminó la frase diciendo que las lágrimas ayudan a lavar el alma. Mi hermana incluso agregó que el llanto es más saludable que la risa, y más poético. Supongo que si hago caso a las palabras de todos soy sumamente valiente, mi alma está completamente limpia y soy un muy saludable poeta. ¡Los extraño tanto! De pocas personas he podido obtener tanto apoyo y comprensión. Han sido muy pocos los que me han ofrecido un cariño desinteresado y han sido menos aún aquellos que me han aconsejado tan sabiamente como ellos.

Sí, fui el afortunado hijo de mis padres, el adorado hermano de mi hermana y el más preciado tesoro de mi familia. Pero nada es eterno y ellos, uno a uno, vieron sus últimos días sin que yo pudiera evitarlo.

En ocasiones, cuando más falta me hacen y no puedo soportar estoicamente su ausencia, le ruego infantilmente al tiempo que me permita regresar atrás y cambiar mi vida para poder tenerlos a mi lado, pero siempre que eso sucede escucho en mi interior sus risas y sus voces diciéndome que las cosas suceden por algo y que mi vida es como debía ser; que está bien extrañarlos pero que debo seguir mi camino y que, cuando sea oportuno, llegará el momento en que pueda verlos de nuevo.

No me queda más que aceptarlo, llorar un poco y seguir adelante. Porque bien lo decía aquel sabio escritor indio: «Si lloras por haber perdido el sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas».

*** ******* *** ******* ***

Al salir de la oficina de Neal, Candy se dirigió directamente a casa, quería hacer algo especial para celebrar que habían hecho las paces y, afortunadamente, la señora White la había instruido amplia y detalladamente en cómo sorprender a un hombre, de muchas y muy diferentes maneras.

Mientras caminaba iba haciendo un mapa mental de todo lo que tenía qué preparar. Debería decidir cómo arreglar la mesa. Tendría que preguntarle a Kesi qué le gustaba comer al señor, porque ella no tenía la menor idea. ¿Qué tipo de bebidas servir?, ¿preferiría Neal el vino tinto, un rosé bien frío o bien champagne? ¿Cómo debía vestir?, ¿cuál sería el color favorito de su prometido?, porque debía arreglarse para él. La vajilla que usaría debía ser fina pero sencilla, ¿tendría una así en la casa? Flores, debía haber flores; seguramente en el jardín habría algunas que se adecuaran a lo que tenía en mente. En fin, mil cosas que una señorita de sociedad debería planear para impresionar a su pretendiente. En ese momento, su instrucción en «las artes ocultas de la buena esposa» le parecía menos desagradable y sumamente útil. Se sentía incluso un poco emocionada.

Caminó prácticamente sin darse cuenta y antes de que pudiera notarlo estaba viendo la imponente y hermosa fachada blanca con persianas verdes que Neal había mandado pintar especialmente para ella. ¡Qué bello era su hogar!, con sus grandes ventanales, su techo inclinado y el gran pórtico desde donde podía ver la tierra en la que ahora vivía. El pórtico en el que podía imaginarse pasando agradables momentos platicando con alguien durante las tardes. El pórtico en el que había alguien sentado, esperando.

Salió de su ensoñación y caminó con prisa para atender a quien aguardaba por ella. Estaba aún un poco lejos, pero parecía ser..., sí, era él. Después de tantos días finalmente reaparecía.

Albert estaba ahí, sentado en una de las bancas, con la mirada clavada en un libro, el viento jugando con su cabello suelto, una de sus manos acariciando su barba, una pila de libros a uno de sus lados y Puppè al otro, escoltándolo y cuidando que nadie interrumpiera su concentración. El animalillo fue el primero en darse cuenta de que ella se acercaba, y en cuanto pudo emprendió la carrera para, como siempre, posarse sobre su cabeza. Ya estaba acostumbrándose a sus juegos. Ya no le asustaba tanto recibir esas muestras de cariño.

En cuanto Puppè trepó por su vestido y se colocó cómodamente entre su cabello ella soltó una carcajada. Fue entonces cuando Albert notó que había llegado. Levantó la vista y ella pudo notar que le estaba siendo relativamente complicado salir del mundo al que se había transportado mientras leía, pero una vez que volvió al pórtico le sonrió y caminó hacia ella haciendo un gesto de desaprobación.

—Puppè, ¿cuántas veces debo decirte que no debes saltar sobre la cabeza de la gente? —Extendió el brazo para que la mofeta se fuera con él—. Buen día señorita Candice, lamento mucho la bienvenida.

—No se preocupe, Albert, comienzo a acostumbrarme. Creo que, si esta pequeñita no corriera hacia mi cabeza cada vez que me ve, sabría que está molesta conmigo —dijo sonriente y estiró una mano para acariciar la cabeza de Puppè que ahora estaba sobre el hombro de Albert—. ¿Está usted esperando a Neal? Si es así, lamento decirle que no regresará hasta la cena.

—De hecho, sí, pero está bien, solo vine a dejar unos libros. Supongo que usted podrá recibirlos.

—¿Neal se los ha prestado? —Él negó con una sonrisa.

—No. En ocasiones lo hace, pero no ahora.

—¿Entonces?

—Neal me presta un espacio dentro de su biblioteca para dejar mis libros.

—No entiendo.

—Usted ha visto mi casa, Candice. —Sonó como una disculpa, pero su rostro no demostraba nada de vergüenza—. Debe de saber que adoro mi casa, pero no creo que sea el espacio adecuado para guardar libros. Estarían demasiado expuestos a bichos, humedad y cualquier cosa que pudiera acabar con ellos. —Su expresión seria le pareció a ella bastante cómica.

—Eso creo —respondió intentando imitar la gravedad con la que él había hablado.

—En una ocasión, cuando Neal acababa de mudarse a esta casa, dio una recepción para presentarse a quienes aquí trabajamos; el señor Walter estaba aquí y pasó gran parte de la velada burlándose de mí porque un ratón decidió construir su madriguera con una copia de La divina comedia que había traído conmigo desde Edimburgo. El libro era bastante voluminoso, lo sé, pero... había revistas y periódicos ¡¿por qué tuvo que elegir precisamente uno de mis libros?! Puede usted entender mi frustración. —Ella sonrió—. Neal escuchó todo y fue muy amable al ofrecerme un espacio aquí mismo, en su biblioteca.

—Pobre de usted. Aunque debo decir que Neal sigue sorprendiéndome —dijo ella sobre todo para sí misma—. Pero por favor, pase. ¿Lleva mucho tiempo esperando?

—Mmm... No lo sé, he estado esperando alrededor de... —volteó a ver el libro que tenía entre manos— sesenta y una casi sesenta y dos páginas.

—Supongo que eso debe de ser bastante tiempo. No debió esperar. Si Neal le ha dado acceso a su biblioteca debió pasar sin esperar que alguno de nosotros llegara.

—Habría sido demasiado descortés, señorita, ¿no lo cree?

—Un poco sí, pero habría significado menos tiempo perdido para usted.

Ella sonrió y lo guio hasta la biblioteca. Una vez dentro él fue directamente al que, ella supuso, era su espacio.

—¿Puedo ofrecerle algo de beber?

—Le agradecería un poco de agua.

—Claro. —Solicitó la bebida a una de sus empleadas y, con curiosidad, observó a Albert mover una mano entre los títulos—. ¿Puedo preguntar cuáles son los suyos? —Él sonrió.

—Ve estos dos anaqueles.

—Sí.

—Todos los que están aquí.

—¡¿Todos?! Son muchos.

—Lo mismo dijo Neal. Creo que he abusado un poco de su buen corazón. Pero créame, no son tantos como quisiera. He estado aquí más de seis años.

—¿Todos sus libros están aquí?

—La mayoría de los que he conseguido en este tiempo y algunos que traje conmigo cuando salí de Inglaterra, aunque hay algunos que guardo en casa. Me resulta difícil dejarlos.

—Pero usted dijo que su casa no era adecuada...

—He creado un área especial para ellos. Una especie de cofre del tesoro antihumedad y roedores —dijo en tono conspiratorio, y luego sonrió—. Pero no son muchos los que puedo guardar ahí.

—¿Puedo preguntar cuántos?

—Cuatro. —Ella lo miró interrogante. Él sonrió de nuevo y comenzó a enumerar los títulos—. Otelo, era el favorito de papá. Cumbres Borrascosas, favorito de mamá. Una antología de cuentos infantiles de mi hermana y Utopía, mi favorito.

—Una selección interesante —añadió ella intentando sonar versada en el tema.

—¿Ha leído alguno?

—Cumbres borrascosas y Otelo —respondió ligeramente avergonzada.

—Son buenos, ¿cierto? Sobre todo, Otelo.

—No es mi favorito, pero debo decir que me ha dado bastantes ideas acerca de cómo destruir a un hombre. —Su tono natural provocó que él soltara una carcajada. Pero después se puso serio y recitó con solemnidad.

—«Señor, temed mucho a los celos, pálido monstruo, burlador del alma que le da abrigo. Feliz el engañado que descubre el engaño y consigue aborrecer a la engañadora, pero ¡ay! infeliz del que aún la ama y duda y vive entre amor y recelo».

Ella sonrió, pero al mismo tiempo sintió que el corazón le dio un brinco. Había escuchado esa misma frase algún tiempo atrás de labios de la persona por la que había tomado la decisión de no volver a llorar jamás.

—Se nota que lo ha leído muchas veces —dijo intentando reacomodar sus emociones, pero al parecer no estaba siendo muy diestra en ello.

—¿Está usted bien? —preguntó el rubio, alarmado—. Palideció de un momento a otro.

—Es... No es nada, solo...

—¿Fue por algo que dije o hice? ¿Acaso caminó mucho tiempo bajo el sol? Pudo haberse fatigado en exceso. —Se acercó un poco a ella.

El tono risueño que había tenido durante el tiempo que llevaban charlando se esfumó dejando paso a uno más preocupado y severo.

—Yo...

—Vamos, Candice, puede confiar en mí. Si la ofendí de algún modo, aun sin darme cuenta, me gustaría saberlo para evitar hacerlo de nuevo. Si es por el clima, también me ayudaría mucho estar al tanto, así sabría cómo atenderla.

—No, no...

—Está bien. No me diga —dijo—. Espero entienda que no deseo importunarla, simplemente, soy de naturaleza preocupona —sonrió, aunque su tono sonó ligeramente molesto—. Fue un gusto verla de nuevo. Tengo que irme. Que pase buena tarde. Llamaré a alguien para que venga a auxiliarla.

—¿Es usted siempre así de impertinente y temperamental o solo cuando quiere hacer sentir mal a la gente? —soltó ella con tono antipático mientras lo veía salir de la habitación.

El enojo, aunque no nos demos cuenta, es generalmente más fácil de expresar que la tristeza o el dolor. Él volteó a mirarla con severidad.

—Que pase buena tarde, señorita. —No hizo siquiera el esfuerzo de voltear a verla—. Espero que se recupere pronto.

—No..., Albert, espere. —Ella sabía que se había equivocado y, por alguna razón, no quería que él se fuera enojado, al menos no sin darle una explicación—. Seguramente le va a parecer estúpido, pero si de verdad quiere saberlo, esa frase que dijo me recordó a alguien y...

—Hay recuerdos que duelen y vienen a nosotros cuando menos lo esperamos, ¿cierto? Suelen ponernos mal..., nos quitan el aire —ella asintió.

—Me había pasado antes, con aromas o sonidos. Pero nunca con la frase de un libro —él sonrió.

—Puedo preguntar...

—Prométame discreción —lo interrumpió.

—No tiene que mencionarlo siquiera. Pero qué le parece si además le prometo una confesión. Un secreto a cambio de otro. Creo que a ambos nos caería bien desahogarnos un poco.

Ella le dedicó una sonrisa triste y le pidió que fueran a la habitación que Neal había adecuado para su uso personal. Una vez dentro le pidió que se sentara y caminó hacia una silla que estaba muy cerca de la ventana, sobre ella tenía un libro.

Caminó de vuelta hacia donde Albert la esperaba y dejándose caer pesadamente sobre un mullido sillón, le entregó el libro. Él la miró desconcertado.

—Éste es mi secreto —le dijo y abrió el libro por la primera página. Había una dedicatoria.

Supongo que, de todas las historias, esta es la que mejor se acopla a nosotros. Fui un estúpido al dejarme derrotar como el Moro de Venecia, pero ahora ya es demasiado tarde. Sé feliz, Candice. Fue culpa mía. Lo lamento y lo lamentaré siempre. Tuyo.

—No estoy seguro de entender del todo —ella suspiró.

—Antes de que Neal entrara en mi vida, yo me había prometido en secreto con otro hombre. —En el rostro de él solo vio sorpresa, ni un ápice de prejuicio—. Éramos dos jóvenes estúpidos, enamorados y felices, pero sus padres se enteraron de lo nuestro y no aceptaron nuestra relación. Consideraron que yo era muy poca cosa para su hijo.

—Pero...

—Él es el importante primogénito de un noble. De un duque. Heredará todo lo que es de su padre. Su familia jamás permitiría que un hombre de tal importancia desposara a una pobre huérfana.

—No entiendo.

—Supongo que mis secretos son más de uno, y este en particular ha sido uno de los mejor guardados —dijo irónica—. Mis padres me adoptaron cuando era muy pequeña. No pertenezco siquiera a la clase alta. Soy, digamos..., un acto de beneficencia —dijo casi como un gemido—. A él eso parecía no importarle, pero a sus padres sí. Fueron muchas las tretas que tramaron para separarnos, y finalmente lo lograron de la forma más sencilla. A él no le importaba mi deshonroso nacimiento, mi falta de fortuna..., pero no pudo tolerar la idea de imaginarme en brazos de otro.

—¿Otro? Sigo sin entender. —Ella le dedicó una mirada cansada.

—Antes de conocerlo, frecuenté a un muchacho al que creí amar. Un idealista que se fue a la guerra dejándome sola con su recuerdo y la promesa de volver para desposarme. Los meses pasaron, y no supe más de él. Al principio recibí sus cartas, pero poco a poco comenzaron a hacerse más esporádicas hasta que terminaron por no llegar más. Lo creí muerto. Lo lloré por mucho tiempo. Hasta que un día, sin querer, cuando ya estaba con..., si me lo permite lo llamaré el hijo del duque, aún me es difícil pronunciar su nombre. —Él asintió—. Cuando ya estaba saliendo con el hijo del duque, me topé con mi soldado al salir de una casa de té.

—¿No murió?

—No —dijo sin levantar la vista del suelo, con un hilo de voz—. Pero la guerra lo cambió. Yo ya no era lo que él quería para su vida y prefirió simplemente ignorarme a hablarme con la verdad.

—Pero, ¿qué tiene él que ver con esto? —dijo levantando el libro.

—El duque decidió jugar sucio y le hizo creer a su hijo que yo había vuelto a frecuentar al soldado. Intenté convencerlo de lo contrario, pero... —los ojos se le llenaron de lágrimas, y de inmediato hizo un gran esfuerzo para evitar que salieran—, a veces los malditos celos son más poderosos que la verdad y el amor juntos.

Su voz estaba cargada de resentimiento. Tragó saliva pesadamente y guardó silencio por unos momentos intentando recomponerse. Él no dijo nada. No sabía bien cómo reaccionar.

—Si solo me hubiese dejado... las cosas habrían sido mucho más sencillas. —Luchaba por contener el torrente de lágrimas que sentía a punto de emerger—. Al sentirse engañado él corrió a consolarse en el alcohol, y su padre le facilitó la compañía de aquella que él quería que fuera su esposa. Cuando Te..., el hijo del duque intentó recapacitar ya era demasiado tarde. La mujer estaba embarazada y tuvo que unir su vida a la de ella y yo..., yo terminé aquí. Con el corazón roto, intentando olvidar mis penas y resignada a pasar el resto de mi vida con un hombre al que nunca antes había visto y del que poco sé, en un país donde ni en mis más locos sueños pensé que viviría.

Las lágrimas, las malditas lágrimas intentaban salir de nuevo. Ella bajó la vista, apretó la mandíbula y los puños. Respiró profundamente un par de veces. Cerró los ojos. Ladeó la cabeza y dejó escapar una larga exhalación.

—Él pudo haberse hecho responsable de la criatura y... —intentó decir el rubio.

—Nunca me habría perdonado que alguien sufriera lo que mi madre y yo sufrimos. No por culpa mía. Ella habría caído en la deshonra y la criatura no tiene la culpa de los actos de sus padres... No podría... No viviría en paz pensando... —Calló de golpe sintiendo que un nudo atenazaba su garganta y su corazón se hacía pequeñito.

—Las lágrimas ayudan a lavar el alma, Candice. No debería intentar contenerlas. Si lo hace, permite que su corazón se llene de amargura. —La mirada que ella le dedicó no fue precisamente amable.

—Sí, sí, —dijo—, y llorar es más poético que reír. —Su sarcasmo fue una muestra clara del dolor que sentía—. Albert, quizá para ustedes, los hombres, que pocas lágrimas derraman en su vida, llorar es algo bueno en algunas ocasiones, pero... creo que ya he llorado suficiente por una vida entera.

»Lloré al enterarme de que no era hija de mis padres. Lloré cuando supe quién fue mi madre, cuando supe que la tuve tan cerca de mí y la vi apagarse como una vela que se ha quedado sin oxígeno. Lloré cuando mi soldado se fue a la guerra. Lloré cuando supe que había vuelto decidido a no amarme más. Lloré cuando el hijo del duque decidió que yo no era digna de su confianza y lloré aún más cuando supe que desposaba a una mujer que no era yo. —Se detuvo un momento y casi gritó—. ¡No pienso llorar más! No por él, ni por nadie de mi pasado.

»Si he de llorar de nuevo será solamente por un dolor físico o, si mi corazón alguna vez lo permite, lloraré de felicidad. Pero no volveré a derramar una sola lágrima por un intento de felicidad fracasado, por un amor que me fue arrancado o por la familia que no tuve.

»No he de llorar más por mis sueños rotos, ni una sola lágrima. ¡No pienso llorar más!

Cuando terminó de hablar estaba de pie, con los puños crispados, temblaba y su respiración estaba agitada. Su vista estaba completamente nublada por el llanto contenido y su voz había adquirido un tono agudo.

—Si me lo pregunta —dijo finalmente él, rompiendo el silencio que ella había impuesto, intentando imprimirle a su voz un tono tranquilo y conciliador—, el enojo también sirve. Pero es menos efectivo. Las heridas tardan mucho tiempo en cicatrizar cuando solo se las atiende con enfado—. Se puso en pie y caminó hacia ella.

—¡No pienso volver a llorar! ¡No quiero hacerlo! —Sonaba como una niña pequeña y obstinada.

Él siguió caminando hasta quedar completamente frente a ella. Posó las manos sobre sus hombros. La miró por unos larguísimos segundos y, antes de que Candy pudiera siquiera prever lo que estaba por hacer, la abrazó. Ella intentó zafarse. Sin mucho esfuerzo porque se sentía bien estar así. Y poco a poco comenzó a sentir cómo su respiración se agitaba y perdía el poco autocontrol que tenía. Su mente dejó de controlar su corazón y en uno de sus últimos intentos por zafarse, sus manos la traicionaron y en vez de alejarlo se aferraron a sus hombros —pasando por su espalda — con fuerza.

Su cuerpo se estremeció mientras dejaba escapar un sollozo y así, abrazada a él, lloró. Después de tanto tiempo y tanto esfuerzo por no hacerlo, lloró. Albert la sostuvo con una mezcla de fuerza y delicadeza, y acariciando su cabello dijo:

—Mis padres, que eran muy sabios, antes de dejar este mundo me dijeron que es de valientes llorar y que las lágrimas ayudan a lavar el alma. Mi hermana, en su lecho de muerte, me recordó que, por irónico que fuera, llorar es más sano y más poético que reír.

»Yo no soy como todos los hombres, Candice —le dijo en susurros—, he llorado tanto o más que usted, pero eso se lo contaré después. Ahora llore, llore todo lo que quiera. Yo no pienso ir a ningún lado, al menos no por el momento. Llore. Msichana mdogo analia, yeye analia. Mimi ahadi kila kitu itakuwa vizuri. Msichana mdogo analia, yeye analia. [18]


[18] Llora, pequeña, llora. Te prometo que todo estará bien. Llora, pequeña, llora.

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