Anatomía del chico perfecto [...

By sugary_pale

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Con la aparición de un misterioso chico que dice amarla, Odette deberá descubrir por qué no lo recuerda y dar... More

Regresa gratis + Introducción
Booktrailer🌊
Reparto 🌊
Prólogo 🌊
1 - Sus ojos 🌊
2 - Su sonrisa 🌊
3 - Su pelo. Parte I 🌊
3 - Su pelo. Parte II 🌊
4 - Sus pecas 🌊
5 - Su nariz 🌊
6 - Sus orejas 🌊
7 - Sus labios. Parte I 🌊
7 - Sus labios. Parte II 🌊
8 - Sus manos 🌊
9 - Su corazón 🌊
10 - Su hombro 🌊
11 - Su espalda 🌊
12 - Sus dedos 🌊
13 - Sus dientes 🌊
14 - Su pecho. Parte I 🌊
14 - Su pecho. Parte II 🌊
15 - Sus piernas 🌊
16 - Su abdomen 🌊
17 - Su mejilla 🌊
18 - Su pelvis 🌊
19 - Su mandíbula 🌊
20 - Su cuello 🌊
21 - Sus abdominales 🌊
22 - Sus brazos 🌊
23 - Su trasero. Parte I 🌊
23 - Su trasero. Parte II 🌊
23 - Su trasero. Parte III 🌊
24 - Su figura 🌊
26 - Su risa 🌊
27 - Su voz 🌊
- Situación temporal -
28 - Su retrato. Parte I 🌊
28 - Su retrato. Parte II 🌊
29 - Sus besos 🌊
30 - Sus caricias 🌊
31 - Sus sueños 🌊
32 - Sus promesas 🌊
33 - Su sombra. Parte I 🌊
33 - Su sombra. Parte II 🌊
34 - Su ausencia 🌊
35 - Su esencia 🌊
Capítulo Extra 🌊

25 - Su aroma 🌊

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By sugary_pale

𝓐trás quedaban ya los maravillosos días en los que Simon iluminaba mi vida. La oscuridad reinante desde entonces, densa, solitaria y aterradora, había ocupado hasta el último hueco que su ausencia había dejado. Sin él, el tiempo avanzaba a paso lento y la realidad se distorsionaba, sintiéndome como una simple espectadora de mi vida, como si la observara desde fuera sin tomar partido en ella.

Desde entonces, los días se habían convertido en un completo infierno. Tenía momentos de optimismo en los que me aferraba al broche como la única evidencia de que Simon hubiese sido real, pero durante la mayor parte del tiempo me hundía en el lodo, dejando de comer y hasta de dormir.

¿De qué otra manera podía sentirme, si nadie parecía saber quién era él?

Lo que más me aterraba era pensar que mi cerebro estuviese defectuoso y que todo lo que creí haber vivido con Simon lo hubiese imaginado. Dios, ¿tan chiflada estaba? ¿Había llegado al punto de regalarme el broche a mí misma? De lo que estaba segura era de que, sea cual fuese la respuesta, mi corazón acabaría aún más destrozado de lo que ya estaba.

Durante toda mi vida imaginé que el día de mi graduación sería un momento inolvidable. Una fecha señalada en mi calendario por ser el culmen de mi etapa escolar y el inicio de una nueva, una más adulta y cargada de responsabilidades, pero también de emocionantes experiencias. Lo que ignoraba era, no obstante, que la razón por la cual lo recordaría sería muy diferente.

—Odette, ¿estás lista?

La voz de mi madre, lejana, no era capaz de sacarme del mundo de pesadillas en el que me encontraba. Ni ella ni la forma sonora con la sus zapatos golpeteaban el suelo de mi dormitorio conseguían llamar mi atención.

Frente a mí, su silueta femenina se sentaba a los pies de mi cama y me acariciaba en la mejilla, sin recibir respuesta. Su cálido tacto servía de hilo conductor entre la oscuridad que me devoraba y el decorado de mi habitación, el cual, en aquellas circunstancias, se me antojaba como una patada en el estómago. Plagado de pósteres de cantantes famosos y peluches de animalitos, era como dar un concierto de rock'n roll en un funeral.

Mis ojos parpadearon, confusos, asimilando la posición en la que me encontraba. Desconocía cómo había llegado hasta allí, hecha un ovillo en mi cama, abrazada al vestido del baile y gimoteando su nombre.

Simon.

Simon.

Simon.

Aquella palabra había perdido cualquier significado que pudiese tener en el pasado. Se había convertido en un revuelto de palabras vacías que, por mucho que repitiese, solo conseguían transmitir dolor y un profundo pesar.

—¿Odette? —repetía, acunando mi rostro entre sus manos. Al ver que no reaccionaba, con movimientos lentos y una mirada entristecida intentaba quitarme la prenda a la que con tanto fervor me aferraba—. Cariño, vamos a llegar tarde.

—Déjame, por favor. Aún no estoy lista —contesté al fin, saliendo de mi ensimismamiento y hundiendo mis dedos en el vestido para evitar que se lo llevase. Mi voz gutural clamaba paciencia a una madre que no lograba entender por qué su hija se había derrumbado sin motivos de la noche a la mañana—. Solo cinco minutos más.

—Está bien —aceptó, volviendo a besarme en la frente con dulzura. Dos segundos después, su rostro alicaído se desvanecía entre las sombras de mi cuarto que solo yo veía, hasta desaparecer.

Desde esa mañana las cosas no iban del todo bien entre mi madre y yo. Habíamos tenido una acalorada discusión en la que ella intentaba arrebatarme mi vestido y yo luchaba con todas mis fuerzas para que no lo hiciera. No podía contarle el motivo, pero quería que me creyese cuando le aseguraba que aquel traje era importante y que no podía dejar que lo llevase a la lavandería. No, siendo la última prenda con la que había visto a Simon y aquella que aún conservaba su aroma.

Entre gimoteos y ruegos volvía a hundir mi rostro en la tela del vestido, olfateando aquel olor masculino que tanta calma me transmitía. Si cerraba los ojos, era capaz de transportarme a cualquier momento en el que él estuviera a mi lado.

—Tu madre me quiere cebar con tanta comida —aseguraba Simon, dándose unos golpecitos en el vientre después de una comilona en casa de mis padres.

—Tómatelo como un cumplido, eso es que le caes bien.

Con su brazo por encima de mi hombro cruzábamos el umbral que daba paso a mi dormitorio. Unos pasos por detrás, mi padre nos pisaba los talones.

—Jovencita, recuerda mantener la puerta abierta —refunfuñó, y aniquilando a Simon con la mirada, volvió a bajar al piso inferior.

En cuanto estuvimos fuera de su alcance, Simon caminaba a hurtadillas y se tumbaba sobre mi cama. En ella, daba golpecitos en la colcha incitándome a unirme a él.

—¿Estás loco? —susurré—. Si mi padre nos ve acostados en mi cama te matará.

—Tu padre hace crujir el suelo allá por donde pase. Créeme, nos habremos levantado antes de que llegue. —Su mirada traviesa intentaba embaucarme, y con una postura de lo más sexy, con el codo apoyado sobre la almohada y la cabeza sobre en su mano, aguardaba por una respuesta—. ¿Y bien?

—Dichoso Simon, ¿por qué eres tan irresistible?

Sus ojos me miraban con una expresión de diversión, sabiéndose vencedor. Entretanto, yo lanzaba una última mirada fugaz hacia la puerta y me aseguraba de que el pasillo estaba desierto.

No había ni un alma.

Gozando de libertad para hacer lo que se me antojase, caminaba hacia Simon de puntillas y me tendía a su lado, perdiendo el equilibrio en un primer momento. En mi cama individual en la que los pies de Simon sobresalían por el extremo inferior, teníamos que abrazarnos si no queríamos que uno de los dos acabase en el suelo.

—La pregunta es, ¿por qué lo eres tú?

—¿Lo soy?

—¿Lo dudas? —Y tras aquella pregunta que no esperaba contestación, me besó en la frente, y en respuesta yo hundía mi rostro en su pecho.

Una fragancia masculina azotaba mi nariz, grabándose a fuego aquel instante de todas las formas sensorialmente posibles. Un aroma avainillado, el que utilizaba para enmascarar el hedor de su cuarto, junto a un perfume varonil suave hipnotizaba mis sentidos y, junto con la calidez de su cercanía, me sumergían en un sueño profundo.

Abrir los ojos nunca había sido tan doloroso como en aquel momento. El Simon de mis recuerdos había sido reemplazado por un vestido inerte, y la aflicción que sentía en mi pecho se intensificó.

Me costaba respirar. Me dolía hacerlo, porque con cada nueva bocanada de aire que tomaba era una inspiración más que me separaba del último instante juntos.

El nivel de humedad en el aire y sumado al calor sofocante reinante provocaban que la tela de la toga se pegase a mi cuerpo y este transpirase por cada poro de su piel. El birrete, al menos, servía de parasol y atenuaba los rayos de sol que llegaban a mi cabeza. En conjunto, formábamos una marea azul de alumnos que, entre tanto maquillaje y tanta ropa formal, lucíamos más mayores de lo que éramos.

Desde el otro extremo del campo de fútbol y por la entrada principal, los invitados iban llegando, moviéndose en una horda de nerviosismo que escalaba por las gradas. Desde aquella localización, aguardaban pacientes hasta escuchar el himno de graduación que nos daba luz verde para iniciar nuestra entrada triunfal.

Los aplausos y vítores no se hicieron esperar. Nuestros familiares se ponían en pie para recibirnos, inmortalizando el momento con sus teléfonos móviles y cámaras de fotos. Poseídos por el espíritu de la excitación, mis compañeros daban saltitos y saludaban hacia su público tratando de hacerse ver en la distancia. Yo, en cambio, avanzaba por inercia, empujada por la multitud completamente desorientada. Escuchaba a Amanda decirme algo, pero mi cabeza estaba demasiado lejos de allí como para saber qué diantres decía.

—Odette —repetía mi mejor amiga, chistándome entre dientes para que solo yo pudiese escucharla—. Siéntate, ¿a qué esperas?

Una ráfaga de parpadeos me devolvió a la realidad.

En mitad del césped, cientos de pares de ojos me observaban entre murmullos, preguntándose la razón por la que aún seguía de pie. El resto de alumnos, que habían seguido el protocolo al pie de la letra, me miraban ceñudos desde sus asientos.

¿En qué momento se había detenido la música ceremonial y había sido la única en quedarme plantada allí en medio?

Con las mejillas incendiadas y la incomodidad reflejada en el rostro, me dejé caer sobre la silla hundiendo la cara entre mis manos. No me importaba haber hecho el ridículo, tampoco el que me convirtiese en la atracción de las reuniones familiares en los próximos veinte años. Solo quería irme de allí, volver a casa y hundir la cara en la almohada. Tampoco creía que me fuese a perder demasiado.

Había asistido a demasiadas ceremonias de graduación como para saberme de memoria el orden de acontecimientos. Primero, el coro del instituto interpretaría el himno nacional a viva voz, después, el segundo mejor alumno del curso sería el encargado de abrir la ronda de discursos en una charlita motivacional y seguramente con algunos toques de humor. En términos generales, aquel era la programación del día. Más discursos, más aplausos, más risas.

—Odette, estás ausente. —Amanda me miraba de soslayo, intentando mantener una conversación conmigo sin querer perderse el discurso de mi padre—. ¿Estás bien?

—No —admití, sin intención de entrar en detalles—. Pero ya te dije que no puedo contarte nada, no lo entenderías.

—Creía que entre nosotras no había secretos.

—No quiero que los haya, pero menos aún quiero que me tomes por loca.

—Shhhh, ¡a callar! —Cindy Addams, la alumna con el promedio más brillante del año, nos chistaba frente a nosotras exigiendo silencio.

Amanda le respondía con una mirada asesina que la cerebrito ignoraba, mientras que yo le agradecía internamente por haber zanjado una conversación que no quería mantener.

—Este curso académico ha sido especialmente duro. —La voz de mi padre se propagaba por todo el campo de fútbol a través del sistema de megafonía. Con aquel discurso demoledor que recitaba desde el atril del escenario lograba captar nuevamente mi atención—. Hemos librado batallas que creímos no ser capaces de vencer. Exámenes finales de los que dependía su futuro, inspecciones institucionales en las que se jugaba el prestigio del Nightingale High School, competiciones estatales en varias áreas del deporte, y profundas despedidas para los que nunca estuvimos preparados. —Los murmullos cesaron, y de pronto, la única voz que se escuchaba era la de mi padre—. Este año hemos sufrido una dolorosa pérdida que nos acompañará el resto de nuestras vidas y de la que, sospecho, muchos no seremos capaces de recuperarnos.

Un sonido que rápidamente asocié a un sollozo se colaba por mis oídos desde mi derecha. Junto a mí, Amanda gimoteaba en recuerdo de Theo, sorbiendo mocos en un intento por no desbordarse en mitad de la ceremonia.

Ella no lo sabía, pero en ese instante la entendía mejor que nadie. De la noche a la mañana ambas habíamos perdido al que podría haber sido el amor de nuestras vidas, sin avisos, sin segundas oportunidades y sin permitirnos una despedida. Aunque en circunstancias diferentes, el desenlace había sido el mismo: dos mujeres llorando la ausencia de su amado, luchando contra la idea de que jamás volverían a verlo.

Siempre creí que ver el cadáver de un ser querido era lo peor que me podía pasar, pero me equivocaba; no tener un cuerpo del que despedirte dejaba una herida sangrante que jamás lograría cicatrizar. ¿Cómo iba a ser capaz de pasar página si mi corazón se negaba a aceptar que ya no estaba?

Con aquellos pensamientos desgarradores mi cuerpo se tensaba y un nudo surgía en mi garganta. Estaba al borde del llanto, pero me negaba a sucumbir a ello. Temía que, si comenzaba, no pudiese ser capaz de detenerlo.

—Theo... —Su voz se quebraba entre sollozos cada vez más audibles, demostrando que el amor no entiende de tiempo ni de distancia. Cinco meses después de su muerte, Amanda seguía sufriéndola en silencio y amándolo igual que el primer día.

¿Así me vería también yo dentro de medio año? ¿Tan rota y devastada como el momento en el que Simon se esfumó?

La miré de reojo, en esa ocasión comprendiéndola más que nunca y, asimilando las palabras de mi padre de una forma en la que jamás pensé que haría, rompí a llorar. En silencio. En la más absoluta quietud. En soledad. Un llanto sosegado que contrastaba con el torbellino de emociones que me consumían desde dentro.

—La vida es muchas veces injusta —continuaba mi padre—, y nos arrebata a jóvenes promesas que están comenzando a vivir. Pero, aunque el destino nos haya jugado esa mala pasada, quienes aún pervivimos tenemos en nuestras manos el deber de mantener vivo su recuerdo a pesar del paso del tiempo. —Alzó la mirada al cielo y, elevando la mano en la misma dirección, añadió—. Theo Clayton, siempre estarás en nuestros corazones.

El director doblaba el papel en el que tenía escrito su discurso y regresaba a su asiento, sin el coro de aplausos esperados tras su intervención. Nadie sabía cómo reaccionar. Algunos se miraban entre sí, incómodos, otros guardaban un minuto de silencio. Amanda seguía llorando con el rostro oculto detrás de sus manos, gimoteando en leves sacudidas de su cuerpo sin hallar consuelo.

Traté de buscar la forma de tranquilizarla, pero no la encontré. No me veía capaz de transmitir paz cuando ni yo misma la sentía, no por verme como una hipócrita, sino porque en ese momento yo no era más que un agujero negro de oscuridad y dolor.

—¿Estás mejor? —inquirí en cuanto sus gimoteos cesaron. No debía de estar lo suficientemente calmada como para hablar sin volver a romperse, pero su leve asentimiento de cabeza me bastó.

A varios metros de distancia y ajenos a nuestro sufrimiento, un grupo de profesores se agolpaban contra el escenario y subían uno a uno, formando una hilera de adultos que terminaba en el atril.

—Ha llegado el momento que todos estábamos esperando, ¡la entrega de diplomas!

Con el entusiasmo de la profesora de Música, mi padre y el resto del claustro se preparaban para hacer entrega de los títulos y estrecharle la mano a los alumnos que iban pasando. Mientras tanto, los alumnos nos íbamos colocando en orden alfabético a la espera de que nos fuesen nombrando.

—Katherine Denise Anderson. Robert Applewhite. Mary Jane Azebedo. Michael James Babcock. Odette Blackbourn.

Ese era mi nombre.

¡Ese era mi nombre!

Volví a parpadear, dejando de nuevo atrás cualquier pensamiento sobre Simon y eché a correr hacia el escenario dando traspiés. Por algún motivo, encararme con mi padre en mitad de aquella vorágine de emociones me desestabilizó y desactivó mi escudo protector. Mis ojos se humedecían al ver una cara familiar, y mi pecho se agitaba en respiraciones rápidas y superficiales.

Quería llorar, gritar, tirarme al suelo y patalear. Simon debería estar graduándose como yo lo hacía y, sin embargo, no había ni rastro de él.

—Odette —Mi padre susurraba con una sonrisa congelada, intentando fingir que todo iba bien—. Bizcochito, toma tu diploma y vuelve a tu sitio.

Le devolvía una mirada ausente en un rostro marcado por el terror, y sin ser capaz de guardar la calma, le arrebaté la carpeta y hui de regreso a mi silla, saltándome la fila y cualquier orden protocolario que hubiese tenido que mantener.

De nuevo en mi asiento, me faltaba el aire. La dichosa toga azul me asfixiaba, aun cuando la tela me quedaba holgada y no había barreras físicas que me impidiesen respirar. Era psicológico, lo sabía, pero eso no lo hacía menos real.

—Sofía Camacho. Antonella Caputa. Otto Cook. Laura Collins —La profesora continuaba recitando los nombres en una afinada entonación, deteniéndose unos segundos para tomar un poco de agua. Con la garganta descansada y los labios humedecidos, continuó—. Simon Cunningham...

Mi cuerpo se tensó al oír aquel nombre.

Me puse en pie de cara al escenario y recorrí la zona con mi mirada, examinando hasta el último chico de cabellos negros que lo circundaba. En el escenario, sin embargo, quien subía a recoger el diploma era una muchacha de cabellos anaranjados.

—¿Qué nombre ha dicho? —pregunté dirigiéndome a Amanda, quien aún no había sido mencionada. Viendo su pasotismo y lo mucho que se estaba tardando en levantar la cabeza del teléfono móvil, encorvé mi cuerpo hacia ella y la agarré de los hombros con fuerza—. ¡¿Qué nombre ha dicho?!

—¿Qué coño te pasa? —Su semblante, por lo general relajado, se contraía en una mueca de hastío, arrugando el entrecejo y ladeando la boca—. No sé qué nombre ha dicho.

Mierda.

¿Cómo podía estar segura de haber escuchado lo correcto si nadie estaba prestando atención?

Volví a erguirme de cara al escenario, estirando el cuello en todas direcciones, en vano. Simon no estaba en ninguna parte. Al borde de un ataque de nervios, me llevé las manos a la cabeza y estrujé el birrete con los dedos, desgastando la tela con mis uñas de forma descontrolada. Estaba perdiendo la cabeza.

¿O acaso la había perdido ya?

Sin importar cuál fuese la respuesta, mi cuerpo se desplomaba en contra de mi voluntad y caía sobre la silla en un golpe seco. Estaba al límite de mis fuerzas y, sobre todo, de mi estabilidad mental.

A mi alrededor, el resto de alumnos eran invadidos por la emoción y la ilusión, ignorando el gran abismo que se cernía sobre mí. Desde las gradas, en cambio, familiares y amigos nos saludaban, intentando reclamar nuestra atención con el fin de obtener algún plano decente de nuestras caras.

Bendita ignorancia.

Todos ellos, mi madre, tíos, primos y abuela, agitaban la mano en la distancia con una sonrisa radiante, ajenos al infierno que me devoraba de los pies a la cabeza. Con alegres movimientos reclamaban mi atención, desentonando con la pasividad de una figura muy próxima a ellos.

Un muchacho bajito de cabellos rizados me observaba impasible desde lo alto de la grada. No sonreía, no aplaudía, tan solo me miraba con el rostro sereno, parpadeando cuando su cuerpo se lo exigía. Pero no estaba solo. Becca acompañaba a Friday con la misma actitud tranquila, en mitad de una marea humana que rebosaba emoción por cada centímetro de su piel.

—Odette, te lo vas a perder.

Amanda volvía a ser el nexo de unión entre mis demonios internos y el mundo terrenal. Con una sacudida de mi brazo, la morena chasqueaba la lengua contra los dientes y señalaba al escenario con el mentón.

—Ahora, pueden girar el birrete de derecha a izquierda. —Con movimientos de lo más coordinados, la totalidad de los alumnos cambiaba su gorro de orientación, dejando la borla colgando hacia el lado contrario. Era un acto meramente simbólico—. Uno... dos... ¡tres!

Entre gritos y silbidos, un centenar de alumnos lanzaban sus birretes hacia el cielo, dando por finalizado el acto de graduación y su vida como estudiantes de instituto. Mientras ellos festejaban la transición hacia una nueva etapa, yo me quedaba inmóvil, observando el gorro entre mis manos.

Desprenderme de aquella pieza cuadrada significaría dejar atrás a Simon y a nuestra historia de amor.

Aceptar que jamás volvería a estar conmigo.

Admitir que tal vez nunca existió.

No, de ninguna manera estaba dispuesta a ello. Algo en mi interior me aseguraba que Simon era real, que sus besos eran sinceros y que él debía de estar en alguna parte.

Pero, ¿y si no había desaparecido por voluntad propia?

¿Y si aquellos para quienes trabajaba le habían hecho algo?

Tenía que sopesar todas las posibilidades antes de darme por vencida.


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