Nakupenda

By ThiaDazVzquez

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Cuando a inicios de 1918, Candy se ve obligada a viajar al África para desposar a un importante estadounidens... More

Introducción
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20

Capítulo 5

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By ThiaDazVzquez


... alguna vez yo también me mecí sobre abedules y frecuentemente sueño con volver a hacerlo. Sobre todo, cuando me siento abrumado por mis meditaciones y mi vida se asemeja a un bosque sin senderos. En donde el rostro arde y cosquillea cuando las telarañas se rompen sobre él, y un ojo llora porque una brizna lo ha herido. Quisiera irme de la tierra un tiempo para después regresar y comenzar de nuevo. Solo espero que el destino no me malentienda intencionalmente y a medias conceda mi más ferviente deseo y me mande lejos, para no volver jamás. La tierra es el lugar perfecto para amar: no sé qué otro lugar podría ser mejor que este. Me gustaría de nuevo trepar un abedul y subir por negras ramas a lo largo de un tronco blanco como la nieve, intentando tocar el cielo, hasta que el árbol no pudiera sostenerme más, y, cansado, arqueara su punta para dejarme en el suelo de nuevo. Sería maravilloso poder irme y regresar. Hay cosas mucho peores que mecerse sobre abedules. [12]

*** ******* *** ******* ***

A veces ella también deseaba poder volver el tiempo atrás y regresar los años hasta aquella infancia suya tan hermosa y libre de amarguras. A los años en los que nadie la retaba por trepar las ramas de un árbol con la única intención de contemplar, desde lo alto, el paisaje que se dibujaba ante sus ojos. Al tiempo en que sonreír era tan sencillo; en el que el mundo parecía tan grande y maravilloso; cuando el hastío no se había apoderado de su alma. A esos años en los que ser ella era la cosa más natural y sencilla del universo.

Ahora, todo aquello había quedado atrás y, a veces, despertaba deseando fervientemente retroceder en el tiempo. ¡Qué sorprendente era saber que un hombre tan estoico y aparentemente fuerte como él hubiera añorado también regresar las manecillas del reloj y ser de nuevo un crío que encontraba gran regocijo en mecerse sobre las ramas de un abedul!

*** ******* *** ******* ***

—¿Reth? —llamó ella con un tono muy poco común en su voz.

—Dígame señora.

—¿Es tu idioma muy complicado?

—No, al menos no lo creo. Puede ser difícil al principio, pero...

—Me gustaría aprenderlo —dijo como si hablara con ella misma, mientras veía los grandes árboles que se mecían detrás del cerco que delimitaba su propiedad.

—¿Qué te gustaría aprender, querida? —Neal había salido al pórtico de la casa sin que Candy se diera cuenta de su presencia.

—Suajili —contestó ella un poco sobresaltada.

—Y ¿para qué?

Neal era así. Tenía el don de hacerla sentir bastante estúpida con palabras tan sencillas. Ni siquiera necesitaba imprimir un tono particular a su voz. Y parecía nunca darse cuenta de que era grosero con ella.

—Reth está a tu entera disposición para comunicarte con los locales.

—Creo que me resultaría más sencillo poder estar aquí si al menos comprendiera lo que la gente dice. Me facilitaría mucho las cosas.

—Comprendes perfectamente bien lo que la gente interesante dice, querida. El idioma del pueblo no te es necesario. —Ella lo miró enojada.

—No comprendo tu lógica —arremetió un poco molesta—. Si viajas a París intentas al menos comprender un poco de francés. Si vas a Roma aprendes las palabras indispensables del italiano, ¿no veo por qué no habría de aprender al menos unas cuantas frases en suajili?

—Porque una mujer de tu clase no las requiere. Porque tienes un intérprete a tu servicio y, sobre todo, porque estás a punto de ser mi mujer y yo no quiero que lo hagas, ¿necesitas que te dé otras razones? —respondió él con tono sumamente imperativo.

—Lo que necesito, en este preciso momento, es alejarme de ti —contestó ella airada, hablando con un tonillo forzadamente tranquilo, poniéndose de pie y comenzando a caminar hacia los árboles. Estaba muy molesta y no quería que él le viera perder la serenidad. Pero el la detuvo antes de que se alejara demasiado.

—Tu sumisión es uno de tus mejores atributos, querida, y si a eso le agregamos tu belleza..., eres casi perfecta. —¡Golpe bajo, demasiado bajo!

—¿Mi sumisión? —preguntó notoriamente irritada—. ¿Mi sumisión?

—Prefieres evitar las discusiones alejándote, eso me parece bastante sumiso. ¿No te lo parece a ti?

—¡Eres un imbécil! —Él sonrió con ironía.

—Esa clase de palabras no son propias de una dama, señorita White —sentenció acercándose a ella para mirarla directamente a los ojos—. Espero jamás volver a escucharlas salir de tu boca. Las señoras Leagan nunca las pronuncian.

—Afortunadamente aún no soy una de esas grandes señoras de las que hablas, y tú no eres quién para decirme qué puedo hacer o decir, así que, permíteme decirlo de nuevo: eres un imbécil, y no uno cualquiera, eres el imbécil más grande que he conocido en mi vida y seguramente seguirás teniendo el puesto de imbécil mayor por mucho tiempo. —A cada palabra de ella el rostro de él iba manifestando muestras claras de ira.

—Escúchame bien, Candice —dijo tomándola de la muñeca cuando ella intentó darle la espalda—, nunca en mi vida he lastimado a una mujer y no pretendo comenzar ahora, pero si te atreves a hablarme de ese modo de nuevo...

—¡No te tengo miedo! —lo interrumpió.

—Quizás deberías, querida mía. Sería más sensato que lo tuvieras. —Ella le sostuvo la mirada—. Ahora, te sugiero que regreses al salón en el que pasas tus días. Y regresa a tus actividades diarias. Seguramente puedes bordar un pañuelo para mí. —Soltó su mano. Pero cuando la vio dirigirse hacia la calle volvió a asirla—. ¡He dicho que entres a la casa, vayas al salón y me bordes un pañuelo! ¡No me hagas repetirlo!

Ella sonrió con esa clase de sonrisas que había visto a la señora White esbozar tantas veces, una de esas que tienen impreso un reclamo en ellas.

—Será como usted desee, señor Leagan. Lamento haberlo importunado.

La sonrisa que Neal le había lanzado cuando la vio encaminarse al interior de la casa fue la peor afrenta que hubiese recibido en mucho tiempo, la hizo sentir tan furiosa. Cuando cruzó el umbral del salón al que le había ordenado dirigirse llevaba los ojos llenos de lágrimas, pero tenía mucho tiempo sin llorar. Se lo había jurado a sí misma, nunca nadie la vería llorar de nuevo, nunca nadie tendría la oportunidad de ver su debilidad reflejada en un torrente de lágrimas.

Se acercó al lugar en el que tenía guardadas mantillas, agujas e hilo, dispuesta a hacer lo que se suponía debía hacer, ¡pero estaba tan enojada! No, enojada era poco, ¡estaba furiosa! Limpió sus ojos con manos temblorosas y respiró profundamente. Ni una sola lágrima recorrió sus mejillas. Caminó por el salón para serenarse y de pronto se detuvo de golpe. Dejó sobre el sofá todo lo que necesitaba para confeccionar el pañuelo que su prometido le había ordenado hacer y se dirigió a la biblioteca. Pasó unos minutos buscando entre las estanterías un libro en particular. Cuando lo encontró sonrió triunfante, lo tomó y volvió con él dispuesta a terminar su labor.

Eran ya pasadas las seis de la tarde cuando Neal recibió en su oficina a uno de los trabajadores de su casa. El hombre había llegado corriendo y pidió con urgencia hablar con su señor argumentando traer consigo noticias de suma importancia. Lo recibió furioso. Todos en la casa sabían que no le gustaba ser interrumpido en el trabajo, pero cuando el hombre le dijo que no lograban encontrar a la señorita Candice por ningún lado y que la señorita Ponny estaba muy preocupada, su expresión cambió radicalmente. Dejó todo lo que estaba haciendo y, sin dar explicaciones, salió corriendo a casa. Cuando llegó encontró el lugar completamente de cabeza. Todo el mundo buscaba a su prometida, pero ella no estaba por ningún lado. La señora Jones, realmente alterada, le dijo que había dejado a su señora sola por unos momentos y cuando regresó ya había desaparecido. Habían pasado horas enteras buscándola en la propiedad y sus alrededores, pero por más que buscaban no lograban dar con ella.

Neal, ahora verdaderamente preocupado y bastante molesto por la actitud infantil de su futura esposa, convocó a todos los trabajadores de la casa y pidió que organizaran una búsqueda un poco más extensa; Candy no conocía el pueblo y no podía estar muy lejos. Todos estaban dispuestos a seguir las órdenes de su señor y él subió a su habitación para cambiarse de ropa y poder unirse a sus hombres.

Cuando entró a la recámara, encontró sobre su cama un pañuelo pulcramente bordado sobre un diccionario abierto, y al lado de ellos una hoja en la que se leía: «¿Te parece esto suficientemente sumiso?». Neal estrujó la hoja en su mano y volcó su atención en el pañuelo. En lugar de las iníciales N.L. que debía tener, se veía una sola palabra. Una palabra que no estaba escrita en inglés. Una palabra impecablemente trabajada en hilo negro: upumbavu, y esa misma palabra estaba subrayada en el diccionario; su significado: imbécil.

Intentó controlar su rabia, pero nunca había aprendido a hacerlo, así que salió de la recámara profiriendo toda la clase de improperios que las señoras de su familia tenían prohibido escuchar siquiera. Llamó con marcada aspereza a uno de los hombres que aún se encontraba en la casa y le ordenó que reuniera a los demás y les comunicara que la búsqueda se cancelaba. Si Candice quería irse podía hacerlo, él no la detendría. Si ella quería ser una estúpida niña caprichosa estaba en todo su derecho, él no pensaba mover un solo dedo para encontrarla y sus hombres harían lo que él ordenara. La señorita Ponny le rogó que encontrara a su señora, le imploró que no la dejara sola en un entorno que no conocía, le suplicó que la devolviera a casa antes de que la noche se ciñera sobre ella, pero el hombre —obstinado como era y tan herido en el orgullo como se sentía— se negó a escucharla. Estaba seguro de que la bien educada señorita White regresaría al darse cuenta de lo mucho que lo necesitaba, y cuando lo hiciera él la trataría con la misma delicadeza con que ella lo había tratado. Le pagaría con la misma moneda y no se detendría a pensar en si ella sufría o no.


[12] Traducción de un fragmento del poema "Birches" (Abedules) de Robert Frost.

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