Apenas una semana después, lo que tanto temía acabó sucediendo. Mi padre me pidió un momento a solas para hablar, en el salón de audiencias, y la expresión de su rostro era tan seria que pensé que Sandor había hecho algo malo, pero era mucho peor.
―Necesito que le convenzas de que participe en algo, hija mía. Últimamente ha habido serios problemas en los caminos con las recaudaciones, y el barón quiere que se solucione lo antes posible.
No pude decir nada en un primer momento. Mi padre aguardó mientras me miraba con exigencia.
―¿No quiere ir? ―pregunté sabiendo que aquello no aportaba nada.
―Dice que tiene que cuidar de ti. Le he asegurado que estarás perfectamente, pero insiste. Hija mía, muchas veces solo su presencia es suficiente como para declinar la balanza a nuestro favor, con el ahorro en vidas y recursos que ello supone. Te suplico que le convenzas de que se encargue de este problema.
Debía de estar muy preocupado para expresarse de aquel modo. Me sentí orgullosa de mi esposo, me sentí complacida por su negativa a marcharse, y me sentí triste porque había llegado el momento de tener que separarnos.
―Hablaré con él, padre. Pero tendrás que ordenarle a Kevan que se quede aquí, o de lo contrario Sandor jamás accederá.
―Gracias, hija mía.
Me costó dos días enteros doblegar a mi esposo. Primero porque aquello no era lo que yo quería, y segundo, porque no conocía todos sus temores sobre estar alejados durante al menos un mes. Solo cuando averigüé que él no deseaba dejar espacio a otros hombres, y me hube hecho la ofendida por insinuar que yo fuese a traicionarle, accedió a ceder ante el resto de cosas que le había dicho, como que me llenaría de orgullo.
Entonces, mientras le ayudaba a prepararse para su partida, fue a mí a quien asaltaron los celos.
―No me mires así o no me voy ―me advirtió.
―¿Me serás fiel, verdad?
Me miró ceñudo un instante y soltó una carcajada que me dejó más perpleja que otra cosa. Acto seguido, me atrajo para besarme y no le costó demasiado convencerme para yacer.
No pude evitar llorar al despedirle, ni terminar amenazándole como no regresara a mi lado sano y salvo. Él me miró con altivez, y luego no despegó su boca de la mía hasta que ya se habían marchado los demás. Le vi alejarse en su caballo negro, recortado contra un cielo del color de sus ojos.
Me había propuesto emplear gran parte de mi tiempo en hacer de alcahueta. Gerda seguía trabajando en su nueva propiedad y ya había logrado, ella sola, retirar todos los escombros. Kevan, por su parte, seguía sin personarse por allí pero preguntándome cada día por mi amiga. Ahora que Sandor no estaba, le pedí que me acompañase a ver a Gerda.
―No sé yo.
―¿Prefieres que vaya sola?
―No, claro que no.
Gerda estaba bastante más animada que la primera vez que la visitamos. No nos echó a ninguno ni nos miró de malos modos, pero noté que la presencia de Kevan la incomodaba.
―Hemos venido a ayudarte ―dije―. Siento no haberlo hecho antes, pero a Sandor no le agrada demasiado que venga aquí.
―No te preocupes.
No quedaba casi ninguna pared que pudiera salvarse y el techo, por supuesto, debía colocarse entero. Las puertas y ventanas habían desaparecido.
―¿Te molesta que esté aquí? ―le preguntó Kevan a Gerda.
―No puedes irte ―intervine―. ¿O me vas a dejar aquí?
Capté su angustia interior, pero no pensaba ceder. A ese paso, los dos jamás tendrían ni una mísera oportunidad.
―Puedes quedarte si quieres ―contestó Gerda, cogiendo una hoz.
―¿Qué podemos hacer? ―indagué.
―Pues yo no sé construir, de modo que voy a tener que contratar a alguien. Pero quiero centrarme primero en el terreno, a ver si puedo plantar algo antes de que llegue el invierno.
―Yo puedo encargarme de eso ―dijo Kevan―. De la casa, me refiero. Puedo pedirle a Aren que me eche una mano.
Aquello suponía que ella le viera todos los días durante no se sabía cuánto tiempo, por lo que pensé que Gerda se negaría, pero asintió con la cabeza. Me alegré en secreto, aunque sospechaba que no era cierto que Kevan supiese algo de construir casas. Ya de regreso a la fortaleza, él me confesó la verdad.
―¿Aren sí que sabe, no?
―Sí. Él se ha hecho su casa.
―Pues espero que acceda a ayudarte y que aprendas rápido.
Caí rendida en la cama, y al día siguiente, notaba dolor en piernas y brazos. No estaba nada acostumbrada a semejante esfuerzo físico, y de vez en cuando necesitaba detenerme para beber o recuperar el aliento. Pero me mantenía la mente ocupada y el anhelo a raya, y con el paso de los días me fui acostumbrando. Aunque tampoco es que Gerda o Kevan me dejasen hacer gran cosa.
La actitud de mi amiga para con Kevan se fue suavizando poco a poco. Pronto me confió que siempre había sabido que Kevan no tenía idea de construir edificios, pero que le hacía gracia verle afanarse para fingir que era todo lo contrario. Además, prefería que estuviésemos nosotros allí a tener que estar a solas con cualquier otro hombre.
Cuando quise darme cuenta, ya habían pasado dos semanas enteras desde que no veía a mi esposo. Gerda y yo conseguimos despejar de maleza todo el terreno a cultivar, y entonces Kevan convenció a otro hombre para que se encargase de la casa mientras él sachaba toda la tierra. Aquel era un trabajo bastante duro, y de un momento a otro, decidió quitarse la camisa. Enseguida me fijé en si Gerda le miraba o no, y comprobé con satisfacción que sí que lo hacía y que no parecía nada disgustada.
Una tarde, mientras las dos descansábamos con un racimo de uvas en el regazo, dije que Kevan era bastante atractivo. Ella miraba en su dirección y se volvió hacia mí con espanto.
―¿Estás loca? Tu esposo...
Me reí y su rostro se tiñó de perplejidad.
―¿Te lo parece o no?
―No veo qué importancia tiene eso.
―¿Te gusta?
Clavó los ojos en sus uvas y negó con la cabeza.
―Pues tú a él sí. ¿O por qué crees que está aquí?
―Para acompañarte.
―Si fuera así, se sentaría bajo un árbol a esperarme o se traería a alguien para pelearse mientras me decido a regresar a la fortaleza.
Noté sus ganas de mirar hacia Kevan, pero se limitó a suspirar. Le llamé a él para que se acercase, y Kevan no tardó en complacerme mientras Gerda me reñía con mirada.
―¿Qué pasa? ―preguntó entre jadeos. Había venido corriendo.
El sudor resbalaba por el relieve de su torso y su aroma no era nada desagradable, pero Gerda insistía en mirar las uvas.
―Siéntate un rato y come algo.
Gerda se erizó cuando Kevan se colocó a su lado, y apartó enseguida la mano cuando él aceptó sus uvas. Me puse en pie y Kevan no tardó un segundo en preguntarme a dónde iba.
―A por un poco de agua, tranquilo. Ahora vuelvo.
El cubo estaba lo bastante lejos como para permitirles cierta intimidad, y me recreé al beber. Sospechaba que si me ponía a hacer cualquier otra cosa, Gerda tendría una excusa para levantarse. Vi a Kevan intentando entablar una conversación y a mi amiga resistirse a ella, pero entonces, él dijo algo y Gerda sonrió.