Emerald, la usurpadora del tr...

By xCherryLove

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[HISTORIA GRATIS] Una maldición antigua bajo la luz de la luna roja. Un príncipe y una princesa. Uno guiará a... More

👑 ¡EMERALD YA A LA VENTA! 👑
ж PREFACIO ж
ж P R Ó L O G O ж
ж Capítulo I: Quiebre ж
ж Capítulo II: Desolación ж
ж Capítulo III: Una despedida dolorosa ж
ж Capítulo IV: La reina maldita. ж
ж Capítulo V: La princesa cautiva. ж
ж Capítulo VI: El llanto de la esmeralda (I) ж
ж Capítulo VI: El llanto de la esmeralda (II) ж
ж Capítulo VI: El llanto de la esmeralda (III) ж
ж Capítulo VII: Bienvenido a la escuela. ж
ж Capítulo VIII: Leila, la mujer guerrera. ж
ж Capítulo IX: La habitación secreta (I) ж
ж Capítulo IX: La habitación secreta (II) ж
ж Capítulo X: Las voces ocultas. ж
ж Capítulo XI: No todo es lo que parece. ж
ж Capítulo XII: El inicio de año escolar. ж
ж Capítulo XIII: La clase de Clarividencia. ж
ж Capítulo XIV: Tras la pista de cuervo (I) ж
ж Capítulo XIV: Tras la pista de cuervo (II) ж
ж Capítulo XVI: Renaciendo de escombros. ж
ж Capítulo XVII: Los lazos que nos unen (I) ж
ж Capítulo XVII: Los lazos que nos unen (II) ж
ж Capítulo XVIII: La orden de los caballeros. ж
ж Capítulo XIX: La visión de la muerte. ж
ж Capítulo XX: Vinculación. ж
ж Capítulo XXI: El pecado de la reina (I) ж
ж Capítulo XXI: El pecado de la reina (II) ж
ж Capítulo XXII: El Búho sabio. ж
ж Capítulo XXIII: Un vistazo al futuro. ж
ж Capítulo XXIV: Cuervo, el guardián. ж
ж Capítulo XXV: El príncipe oscuro. ж
ж Capítulo XXVI: Engañar al destino. ж
ж Capítulo XXVII: La última esperanza de la guerrera. ж
ж Capítulo XXVIII: Sanación. ж
ж Capítulo XXIX: Cuenta regresiva. ж
ж Capítulo XXX: Juntos hasta el final (I) ж
ж Capítulo XXX: Juntos hasta el final (II) ж
ж EPÍLOGO ж

ж Capítulo XV: El secreto de los condenados. ж

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By xCherryLove

***

La desobediencia es algo que no podemos permitir. Los crímenes que ustedes han cometido merecen castigo, y nosotros, como dioses de este siglo, nos encargaremos de hacer cumplir la ley.

Navidia, ciudad de la primavera, desde el día de hoy se te condena a un invierno eterno.

Navidia, tu nación y tu gente serán condenadas con la marca de la muerte.

A donde quiera que vayan los reconocerán por ser portadores del símbolo.

A donde quiera que escapen se los ha de repudiar por lo que aquella marca representa.

Navidia, desde hoy y hasta tu caída, tu pueblo será condenado al abismo congelante.

Texto de los dioses – Año 0 de la monarquía.

***

Nación de Navidia

La fría ventisca de aquella noche provocó que ni un solo ciudadano estuviera fuera de sus rústicas moradas. Los comercios cerraron temprano y todos mantenían encendido el calefactor a base de aceite a máxima potencia.

Navidia era una nación gélida, casi tanto como sus residentes. Cuenta la leyenda que aquella nación fue forjada bajo el derramamiento de sangre de los grandes reyes para luego ser salvada por la dinastía Ases. Por desgracia, los dioses, embravecidos por aquel accionar de sus habitantes, decidieron condenar a la nación, sumiéndola bajo un maleficio congelante del que nunca podrían deshacerse.

El muro de piedra, resguardado celosamente por los mejores guardias, comenzó a elevar sus puertas. Con una sincronización inigualable, la campana que reposaba en lo alto, la cual estaba sujeta por un armazón de madera, empezó a retumbar, provocando que más de un habitante asomara el rostro por la ventana para tratar de distinguir algo pese a la poca visibilidad del ambiente.

—¡Caravana de regreso! —gritó uno de los soldados, su aliento congelado escapó de debajo de los gruesos mantones de piel que recubrían su cuerpo.

—¡Cedan el paso! —Esta vez el grito vino desde la parte baja.

Los soldados de rangos menores comenzaron a palear la entrada con gran destreza para permitir la movilidad de las ruedas. La nieve les llegaba hasta la cintura; si el carruaje ingresaba en esas condiciones, era probable que quedara atascado.

—exclamó el jefe de la guardia. Él estaba fumando de su pipa, aunque uno podía jurar que al exhalar el humo por su boca, este se cristalizaba.

Cuando la carroza, que poseía ruedas especiales, llegó a la entrada y los enormes osos negros que lo halaban se detuvieron, el cochero descendió y el jefe de la guardia le extendió una cantimplora que contenía su mejor licor para que pudiera entrar en calor.

—Es bueno saber que regresaste, Leion. —Como si se tratara de un entrañable amigo, el guardia palmeó ligeramente el hombro del cochero.

—Siempre regreso, Gabriel —dijo con sorna, devolviéndole el contenedor. El sujeto traía tantos pliegos de piel encima que era muy difícil saber su contextura, parecía más un oso que una persona.

—El rey Rugbert ya se mostraba impaciente, pero sabes lo peligroso que es tratar de entrar en contacto en estas condiciones.

—Y que lo digas... Estar corriendo de un lado al otro con el... paquete es complicado. Esta vez me siguieron. Lo sé, pude sentirlos.

—Será mejor que vayas de inmediato al lugar designado —el anciano le dio la razón—. Los muros escuchan.

—Y las aves hablan —respondió sin prisa mientras volvía a montar en el asiento para obligar a los peludos osos a seguir avanzando.

A medida que continuaba avanzando con lentitud, los aldeanos, al ver que al parecer solo se trataba de otro comerciante, optaron por volver a bajar las cortinas. Los faroles de velas empañaban el cristal de los vidrios y el camino empedrado estaba casi tapado por los copos de nieve que seguían cayendo.

Cuando el anciano llegó a su destino, el palacio, se dirigió hacia una compuerta trasera, la cual se elevó para dar paso a una habitación de piedra. Ingresó con cautela, asegurándose de que nadie lo estuviera siguiendo, y movió una palanca que estaba en la pared del lado izquierdo para permitir que la compuerta volviera a bajar.

—Me alegra que volvieras. —El mismo rey Rugbert acababa de aparecer a su lado, lo que provocó que el anciano casi tuviera un paro cardíaco.

—Descuide, Su Majestad. —Tras recobrar el aliento, hizo una reverencia. Rugbert, con una señal de la cabeza, le indicó que se parara en medio del cuarto, donde se hallaba el carruaje.

El imponente rey hincó una de las rodillas en el suelo y colocó su palma contra la superficie. Un halo morado se fue extendiendo y aquel espacio del centro comenzó a descender con lentitud.

—Pensé que esta vez no la contaría; me di cuenta de que me estaban siguiendo, así que tuve que apresurar el paso. Los osos necesitarán descansar el doble de tiempo.

—Fue cauto de tu parte hacerlo —respondió el rey—. Me encargaré personalmente de que estén bien cuidados. Nunca se sabe cuándo deberemos usarlos otra vez.

—Noté algo extraño en esta ocasión, Su Majestad. —De solo recordarlo, los vellos se le pusieron de punta—. Vi una sombra que me espiaba en medio del oscuro bosque sin retorno. Me habló, y aunque no lo entendía, su voz resultaba inquietante.

—No hay duda, era él —dijo Rugbert mientras apretaba la mandíbula—. Está más fuerte que antes, ha reclamado la sangre de los Lagnes.

—¿En verdad lo cree así? —Las manos del hombre temblaban, un nudo se posicionó justo en la boca de su estómago y sintió que el mundo se le venía abajo.

—Quiero creer que no, en verdad, pero no eres el único que ha visto aquella sombra andar por allí con libertad.

Después de eso, ambos se quedaron en completo silencio. El carruaje siguió descendiendo, pero la preocupación que aquel par sentía era algo tan agobiante que generaba malestar.

—Ayúdame a colocarlo en su lugar. —Rugbert abrió las compuertas mágicas del carruaje y el anciano subió para poder empujar lo que había allí dentro—. Con cuidado —pidió el rey y el cochero asintió.

Lentamente, comenzaron a empujar un pesado ataúd elaborado de madera de sauce llorón, la madera más poderosa, que disipaba el poder mágico de cualquiera. El anciano, pese a su edad, aún mantenía la fuerza suficiente para empujar pesados objetos, así que la tarea no fue tan complicada.

—Coloquémoslo donde siempre. —Rugbert aguantó el peso de aquel féretro mientras el anciano descendía, y una vez que ambos estuvieron en el suelo, comenzaron a cargar el pesado bulto hasta una mesa de mármol.

—¿Será sensato esta vez dejarlo debajo del palacio? —preguntó su acompañante.

—No hay lugar más seguro ahora que este. —Tras una breve pausa en la que el pelinegro analizó la superficie de madera, exclamó—: Confía, es todo lo que podemos hacer.

Rugbert caminó hasta una mesa donde había unas velas blancas y colocó una en cada esquina de la superficie de mármol. Con un solo chasquido de los dedos, provocó que estas se prendieran y, al hacerlo, las líneas que estaban dibujadas debajo formando la figura de una estrella de cinco puntas se encendieron y generaron un domo transparente que cubría todo el lugar.

Al terminar los preparativos, ambos subieron de la misma forma en la cual habían bajado y una vez allí, Rugbert le extendió una cantimplora con agua al cochero. Luego de que saciara su sed y secara el sudor que se había formado en su frente, volteó a observar a su rey.

Sabía qué era lo que vendría a continuación, pero la sensación que estaba a punto de experimentar se podría decir que era lo único que no le gustaba sentir.

—La ubicación quedará borrada de tu memoria hasta el siguiente llamado. —Tras decir esto, unos halos de color morado comenzaron a envolver sus manos—. Tus labios sellados se quedarán y solo cuando yo, Rugbert Ases, rey de Navidia, solicite tu ayuda, se te permitirá recordar.

Un brillo dorado encandiló por un momento los ojos del anciano. Al volver en sí, comenzó a observar en todas las direcciones, desorientado.

—Su Majestad... —Leion hincó la rodilla en el suelo, Rugbert enarcó una ceja hacia arriba y se cruzó de brazos, fingiendo desdén—. Lamento la demora, la entrada estaba cubierta de nieve, los osos no podían movilizarse con normalidad.

—Enviaré a alguien para que te ayude con los toneles de vino. Buen trabajo, Leion.

Rugbert se retiró de forma pausada por la puerta y les indicó a algunos sirvientes que ayudaran al cochero. Solo cuando dejó las órdenes claras, empezó a subir las largas y oscuras escaleras de su palacio para dirigirse a su despacho.

Desde que su hijo se había marchado a la escuela, el silencio reinaba. Era un hombre viudo, la madre de Julian había muerto en pleno parto y no había sentido interés en casarse con nadie más después de eso, ya que sentía que ninguna mujer podría ocupar el lugar de su amada Amelie. No tenía demasiados amigos. De hecho, el único que tuvo murió, así que no asistía a reuniones sociales ni mucho menos las realizaba él. Su único pasatiempo consistía en leer, además de atender asuntos de su reino y tomar un buen macerado de licor.

En cuanto Rugbert abrió la puerta de su despacho, vio como la chimenea emanaba unas flamas azules. De inmediato, cerró la puerta tras de sí y colocó un pergamino sobre la superficie de madera, un hechizo básico para evitar que ni un solo ruido se filtrara al exterior.

—Lamento la tardanza. Leion tardó más de lo previsto, estuve a punto de mandar un cuervo a buscarlo. —Sus ojos cansados se fijaron con detenimiento en el centro, donde un pequeño orbe blanco centellaba.

—No te preocupes, no había podido establecer conexión antes. Estuve algo... ocupado.

La voz semidistorsionada daba la impresión de que quien hablaba era un adulto, pero, si uno ponía la suficiente atención, se podía percatar de que en realidad era alguien más joven.

—Se ha visto su sombra —dijo de inmediato Rugbert mientras tomaba asiento frente a la enorme y ennegrecida chimenea—. El tiempo se está acabando. ¿Ha conseguido ya los diarios? —preguntó.

—Estoy en eso. He encontrado dos, el tercero aún me es esquivo. Necesito ir al salón de Clarividencia, pero las condiciones no son óptimas todavía.

—¿Dónde encontró el diario de Cornellius? —Sus dedos se entrelazaron frente a sus labios, pero la tan ansiada respuesta tardó en llegar.

—Lo tenía él —respondió su interlocutor arrastrando las palabras. Rugbert suspiró de forma pausada y sujetó su cabello, el pendiente de esmeralda que traía en la oreja derecha se movió al compás.

—Es contraproducente que lo tenga él, necesita tenerlo usted.

—Y no es tan fácil tomarlo, lo lleva a todos lados. No puedo quitárselo así sin más, todavía no confía tanto en mí.

—Es imprescindible que confíe en usted, el futuro está en juego.

—Créeme que lo sé y estoy haciendo lo mejor que puedo dadas las circunstancias.

—Me preocupa que todo el plan se venga abajo.

Antes de que Rugbert pudiera continuar, una pequeña risotada vino del otro lado. El pelinegro sintió como el cuerpo se le escarapelaba, incluso podía jurar que el corazón se le detuvo por una fracción de segundo. Él era un hombre valiente, pero aquella voz provocaba que se sobrecogiera como un niño.

—No sé qué tan sensato sea hablar de esa forma. Deberías confiar un poco más en él. —La voz grave y calmada era ahora quien llevaba la conversación—. Es hábil, deberías sentirte orgulloso. Pero últimamente ha estado algo inquieto, puedo sentirlo.

—Es por Diamond —dijo sin prisa y la risa volvió a escucharse.

—Exacto, pero Marie también tiene mucho que ver en todo eso. —Aquello fue dicho con tanta melancolía que incluso Rugbert sintió pena—. No seas tan duro con Julian, es un buen soldado, muy dispuesto a dar su vida por la misión.

—Ha sido entrenado para esto, debe serlo. —Sus palabras fueron rígidas y para nada cargadas de cariño, pero aquella era la forma en la cual Rugbert se expresaba.

—El muchacho hoy entregó su confianza, no hay marcha atrás. Las cosas solo pueden avanzar.

—Entonces solo queda...

—Ojo, Rugbert, no he terminado de hablar. —El siseo de aquellas palabras estremeció el cuerpo del rey—. Ha sido entrenado, sí, pero es demasiado curioso. Está comenzando a despertar mis recuerdos a la fuerza y está poniendo resistencia cuando le obligo a actuar. Accedí al cambio porque el portador se veía como alguien fuerte, lo elegí por la conexión que hemos tenido, pero estos últimos días...

—Hará lo que dice. —El rey se sujetó del borde del sillón, estaba preocupado; por suerte, aquella voz no podía observarlo—. Le diré que...

—¿Le dirás lo que habita dentro de él? —preguntó con sorna—. No creo que debamos hacerlo, al menos no ahora. El vestigio de su propia alma busca la manera de anteponerse a la mía, el despertar de su corazón puede ser caótico para ambos. Nos destruirá y destruirá a todos a su paso.

—Cuando el revelador le muestre lo que oculta en su interior lo sabrá. —Rugbert se acomodó en el respaldar y apretó sus rodillas con firmeza.

—Para cuando ese momento llegue, la transición se habrá completado. Despreocúpate, seguirá siendo el mismo, pero por fin podrá recordar todo lo que ha pasado.

—Tan solo le pido... que no lo lastime, por favor.

—No lo haré. Si lo hiciera, yo también perecería en el acto.

Y así como aquella extraña comunicación comenzó, cesó. La voz del otro interlocutor volvió, y esta vez era casi tan normal como lo fue al inicio.

—Perdón, pensé que venía alguien, tuve que alejarme del fuego.

—No te preocupes, Julian. —Rugbert sintió como una enorme presión se le quitó de los hombros, solo al momento de distinguir la voz de su hijo se permitió respirar con tranquilidad.

—Trataré de obtener el diario lo antes posible, no se preocupe, padre. Tengo bien en claro mi misión.

—De acuerdo, tan solo... cuídate. —Aquello tomó por sorpresa al muchacho, quien se quedó mudo de golpe.

—Lo haré —exclamó después de un momento en un tono más alegre, y luego de despedirse, el fuego se apagó.

Rugbert se levantó con prisa del sillón y caminó al anaquel de los licores, sujetó una botella metálica que contenía un macerado de diversas frutas y bebió un gran sorbo directo de ella. El escozor de la mezcla bajó por su garganta y dejó una sensación demasiado caliente en su interior, pero aquello no le importó en lo más mínimo.

—Queda poco tiempo —dijo con pesar; al alzar sus mangas y retirar los guantes que traía puestos, vio unas enredaderas negras llegar hasta un poco más arriba de sus muñecas—. En unas lunas más... todo habrá sido consumado.

Doscientos años habían pasado de la que era conocida como la Batalla del Silencio, cuando los adoradores de la reina Marie comenzaron a hacer sacrificios en el territorio de Navidia con tal de traerla de vuelta. Aunque los Ases lucharon y se convirtieron en los liberadores de la nación, siendo así recompensados por August Lagnes, quien les otorgó el poder sobre esa zona, la lealtad de las familias de Navidia no pertenecía ni a los Lagnes ni a otro monarca, ni mucho menos a aquellas deidades insulsas. Ellos, aunque no lo dijeran de forma abierta, mantenían a la reina Marie, la hechicera corrupta, como su máxima deidad y eran gente que estaba dispuesta a dar cualquier cosa por ella. Incluso la vida de los seres que más amaba. Su rey no podía ser de otra manera.

Los engranajes del reloj que tanto tiempo habían estado pausados habían comenzado a moverse y el avance hacia la hora final ya era algo irreversible. Ni la reina Agatha con todo su poder sería capaz de hacer algo por evitarlo, tampoco los líderes de los demás reinos podrían frenar aquella sombra mortífera que se cerniría sobre sus hombros. Tan solo los Ases eran capaces de encabezar el escuadrón protector, pero aquel sueño aún se mostraba esquivo.

Aquella sombra había comenzado a sospechar sobre los planes de esta familia maldita y se lo estaba haciendo saber de una forma muy sutil y disimulada para que no pudieran darse cuenta de inmediato.

Aunque fuera una despreciable idea, tan solo quedaba confiar en el juicio de la nueva generación, pero era algo imposible de pensar debido a su corta edad.

—Un príncipe y una princesa —dijo Rugbert mientras se sujetaba de los bordes del escritorio—. Uno guiará a su nación a la grandeza, el otro destruirá todo a su alcance.

***

Abismo Oscuro, tierra plagada de monstruos

Los cráteres de azufre estallaban cada tanto, dejando una amarillenta capa en el aire. Las diversas criaturas que residían allí estaban peleando por el cuerpo desmembrado de animales que habían robado de reinos cercanos.

La Tierra del Abismo era un mar de pesadilla. Si alguien entraba era poco probable que lograra salir con vida. Hasta ese momento solo dos personas habían logrado domar esa árida tierra de la muerte.

Una bestia alada de color negro que medía aproximadamente seis metros surcó el cielo y emitió un grito agudo que retumbó varios kilómetros a la redonda. Los demás seres voltearon a observarlo, pero al ver que no traía ni un solo alimento, optaron por seguir degustando los huesos que se hallaban en el suelo.

Akek mu Darakatan —ordenaron desde la entrada de una cueva.

La criatura observó hacia la tierra y vio a su amo extender sus largas y amarillentas uñas en su dirección. Se trataba de un anciano algo encorvado y descalzo que tenía heterocromía: uno de sus ojos era morado y el otro, rojo. Traía puesta encima una túnica marrón elaborada por sus propias manos, la capucha le llegaba hasta la altura de las cejas. En la cintura tenía un cinto donde llevaba colgados una daga y un pequeño cráneo, y con cada paso que daba, una especie de miasma oscuro emanaba de su cuerpo.

—¿Lo trajo? —preguntó otro sujeto de voz rasposa desde adentro de la cueva.

No obtuvo respuesta, pero en cuanto la pesada ave depositó la urna con incrustaciones de esmeralda en la palma de su mano, supo que aquel ser había cumplido con éxito su misión.

—Perfecto, mi precioso Darakatan. Has cumplido bien con tu labor. —El sujeto acarició la barbilla del ser, quien se dejó mimar.

—Déjeme ver, déjeme ver. —La voz retumbó por la cueva; poco después, salió de ella un enano de ojos saltones que batallaba por sujetar el frasco—. Desde acá lo huelo. Ese poder, el aroma de esa sangre... Es la de un Lagnes, no hay duda alguna.

—La primera fase acaba de ser completada, mi repulsivo amigo —dijo el anciano mientras una risa escabrosa emanaba de sus labios.

—El cuerpo elaborado de ceniza y barro... ahora solo falta... —acotó el enano.

—El alma del otro hermano... 

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