Penumbra

By RubalyCortes

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LIBRO I «Uno no se enamoró nunca, y ése fue su infierno. Otro, sí, y ésa fue su condena». ... More

Prefacio
Antes de leer...
1. Las pesadillas
2. Alucinación
3. Invocación
4. Esencia del alma
5. El pacto
6. Límites
7. Primer contacto
8. El Ars Goetia
9. Eminente
10. Muestra de poder
11. Algo maligno
12. Alma
13. La evasión
14. Frente a frente
15. El guardaespaldas
16. Sin retorno
17. El misterio
18. Renacidos
19. Impulsos incontrolables
20. Euforia
21. Cambio de planes
22. Calma arruinada
23. Punto de quiebre
24. La elección
25. Explicaciones
26. El colapso
27. Azazziel
28. El siniestro
29. Réquiem
30. Dolor liberado
31. Confesiones
32. Teorías inquietantes
33. El error
34. Las consecuencias
35. Temor
36. Fuego
37. La promesa
38. Espera tortuosa
39. Arrepentimiento
40. Ajuste de cuentas
41. Crueldad desatada
42. La expiación
43. Ilusión
44. Real
Agradecimientos | Nota de la autora
¡SEGUNDA PARTE!

Epílogo

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By RubalyCortes

—¿Estás lista? —me preguntó Nat.

La miré con el entrecejo hundido.

—¿Tú lo estás?

Ella frunció ligeramente los labios. Vi que el puño apretado que mantenía alzado en el aire le tembló un poco.

—Claro que sí —contestó, pero la conocía lo suficiente como para lograr detectar una nota de vacilación en su voz—. Vamos, al mismo tiempo.

Asentí.

Extendí también un brazo frente a mí, sosteniendo el brazalete de cuero que alguna vez me adquirí con fines corrientes, como cualquier otra persona que compra bisutería, pero que llegué a utilizar para llamar a nada más y nada menos que un verdadero demonio.

Contamos hasta tres en voz alta, pero la primera en abrir la mano fue Nat. Advertí que sus dedos se separaban para dejar caer el anillo de plata con runas grabadas que Khaius le había dado, para que pudiera invocarle cuando lo deseara. Un segundo después, la imité y, con el corazón martilleándome como si fuese yo la que se iba a lanzar desde esta tremenda altura en el puente peatonal donde nos encontrábamos, aprecié una sensación vertiginosa en el estómago.

Los elevados metros de distancia entre el puente y el agua nos impidieron distinguir con total claridad cómo ambos objetos eran absorbidos por la superficie del río, en especial el anillo, que era tan pequeño. Aún así, las dos tragamos aire de forma automática, en cuanto sentimos algo curioso en el centro del pecho. Como si una cosa extraña pero completamente intangible, que ninguna de las dos supo describir, se nos hubiera sido arrebatada desde adentro.

Por varios minutos, nos sumimos en un profundo silencio, cada una con la vista fija en los movimientos tranquilos pero constantes de la corriente. De inmediato me limpié la ligera humedad que una lágrima traicionera dejó en mi mejilla. Nat lo notó y creí que me reprendería, pero me sorprendí cuando la vi también frotarse el rostro con el dorso de la mano.

—Bueno, creo que ya es todo —murmuró.

Me mordí la parte interna de la mejilla, sintiéndome extrañamente impotente.

—Gracias por haberme acompañado al cementerio —mencioné, y me arrepentí al instante porque el nudo que tenía en la garganta me quebró la voz.

Nat movió la cabeza en un asentimiento ligero.

—Nada de gracias, ahora pasemos al McDonald's para que me compres comida.

Eso logró que una ligera risa brotara con urgencia de mis labios.

—No sé por qué me estoy haciendo esto justo ahora —musité—. Me siento algo estúpida, pero... no puedo evitar preguntarme si debí decirles. Si debí contarles de él... Si acaso el habérselos dicho habría cambiado las cosas en algo. Tal vez..., tal vez lo habría hecho. Posiblemente si les hubiera hablado de esto antes, ellos me habrían convencido de que buscáramos a un cura, o nos habríamos mudado de ciudad, o me hubieran mantenido encerrada en casa para protegerme... O quizá solo me habrían llevado a un psiquiátrico, no lo sé. —Volví a sentir los ojos húmedos—. Sé que hay una gran posibilidad de que Mabrax en realidad no haya tenido nada que ver con lo que les pasó, y que lo único que el maldito quería era torturarme de otra forma... Pero, al mismo tiempo, yo no creo que sea así. No puedo... He tratado, en serio que sí, pero no puedo evitar sentir que mis padres se fueron por mi culpa.

—No es algo que podamos comprobar —dijo ella con suavidad—. Ya no puedes torturarte con eso. Eso no te los va a devolver.

—No puedo creer la falta que me hacen. Cuánto los extraño. Espero, en donde sea que estén, que puedan perdonarme... Por todo.

Pude ver de soslayo que giró la cabeza para dedicarme una leve sonrisa.

—Estoy segura de que lo hicieron. —Puso una mano sobre mi hombro—. Y, sobre todo, de que tú hiciste lo mejor que pudiste.

Miré con los ojos colmados en lágrimas el cielo, milagrosamente despejado este día, y no pude evitar recordarme a mí misma hace un rato, tocando suavemente los pétalos de las rosas blancas que dejé encima de la tumba de mis padres, y sus nombres tallados en la piedra. Apreté los labios mientras la mandíbula me temblaba. Mi pecho se contrajo por enésima vez en ese rato, y el sentimiento de impotencia y soledad se cernieron a mí.

Nunca iba a poder perdonarme el que ellos se hubieran ido, y que yo continuara aquí.

El primer motivo que nos había llevado hasta ahí, inicialmente directo a su tumba para hablar en voz alta de cada cosa que pasó desde ese día en que todo cambió, fue la tenue esperanza de que, sea donde sea que ellos estuvieran, pudieran oírme y perdonarme por no salvarlos. Porque necesitaba aplacar, aunque fuera tan solo en un diminuto atisbo, algo del intolerable peso con el que vivía a diario. El segundo, era porque ni Nat ni yo aguantábamos conservar aquellos objetos que, además de recordarnos el tiempo que convivimos con auténticos demonios del Averno, nos tentaba también de usarlos para que regresaran.

Ella y yo luchábamos constantemente contra esa maldita fracción de nosotras que no quería rendirse, que no quería dejarlos ir sin importar cuántas veces nos tratáramos de convencer de que fueron unos hijos de puta. Sin embargo, la parte que todavía nos dolía, esa que finalmente aprendió bien la lección, consiguió ganar. Y decidimos lo que, creímos, era lo mejor para nosotras. Así como ellos decidieron lo mejor para sí mismos. Lo único que nos quedaba ahora, era seguir.

Mi ánimo no era el más alegre por mucho que me esforzara en cambiarlo, más que nada por Nat, puesto que últimamente estaba muy empeñada en regañarme si me llegaba a ver entristecida. Y no lo hacía de un modo amable, dado que siempre relacionaba mi estado abatido con el hecho de que ya llevábamos poco más de un mes sin saber absolutamente nada de los tres demonios. Se enfadaba cuando me veía decaída y decía que no podía estar así, no por ellos. De igual modo, también se daba el enorme trabajo de asegurarse de jamás dejarme sola en ningún lado.

A veces la sorprendía con la vista perdida en el suelo o a lo lejos mientras hacíamos cualquier cosa, y sabía perfectamente que estaba pensando en Khaius. No obstante, cuando se daba cuenta de que la estaba mirando, rápidamente se ponía a hablar de lo que fuera. No la vi llorar nunca, además del primer día cuando decoró la pared de la cocina con el café, como si quisiera hacerme creer que lo superó con suma facilidad. Pero la conocía demasiado bien, y podía jurar que aún le dolía.

A decir verdad, si era sincera, yo no era la misma persona que ella conoció. Nat lo mencionó en un par de ocasiones —casi todas esas veces borracha—, y lo cierto era que en verdad yo tampoco me sentía como tal. Una parte de mí lo lamentó, porque el que se marcharan sí dejó una marca, una huella que, por más que trataba, no conseguía borrar.

Tampoco podía atribuírselos únicamente a ellos. Lo que viví con Mabrax, con Naamáh, con Hythro y Asmodeo también produjeron graves consecuencias en mí. Más que nada, en mi mente. Anthony decía que a ratos yo le daba un poco de miedo, puesto que de algún modo que él no entendía, le parecía que me había vuelto «más extraña de lo que siempre fui». Que ahora tenía reacciones demasiado temperamentales, que no me quedaba callada como antes, y que, en ocasiones, hacía cosas muy inquietantes..., según él.

Lo que más desconcertaba a mi hermano era el hecho de que cuando nos sentábamos en el sofá juntos a ver películas de terror, yo ya no salía huyendo ni pegaba ningún grito, o que se me pusieran los ojos llorosos por el pavor. Le parecía que se encontraba junto a una completa extraña solo por el hecho de que ya no sintiera el menor temor ante casi nada, siendo que él sabía que yo era la persona más cobarde que existía. Y es que ahora las películas de terror para mí eran un chiste, comparadas con la realidad.

Nat comentó una vez que quizá lo más sensato para mi salud era que acudiera a terapia. Yo ni siquiera lo consideré. No por lo que sea que el tipo fuera a pensar sobre mí al hablarle de demonios, sino porque no quería volver a comentar esto con otra persona. Ella sugirió que lo contara todo como un horrible sueño, o como una alucinación, pero cuando insistió me puse de pie y la dejé hablando sola. Lo que sucedió entre ellos y yo, ya no lo volvería a conversar con nadie más. Y eso no estaba en discusión.

Nos dedicamos a caminar a paso lento por uno de los parques que rodeaban la orilla del río, con la vista clavada en el paisaje de la costa, apreciando los tonos anaranjados y violetas del atardecer. Por un largo rato, lo único que hicimos fue pasear en silencio con Alexander a nuestro lado. Metí las manos en los bolsillos de mi chaqueta mientras pisaba las hojas secas que los árboles dejaban caer al suelo, incapaz de apreciar incomodidad junto a Nat, pese al silencio.

De repente, sentí que el aliento se me atascó en la garganta en cuanto una pareja sentada en una banca me llamó la atención. No estaban tan cerca, pero no fue necesario: podía reconocer a los que fueron mis mejores amigos durante gran parte de mi vida en cualquier parte del mundo. No pude evitarlo.

Estaban tomados de la mano, riendo y hablando de algo que yo no alcanzaba a escuchar. Ladeé la cabeza y miré con curiosidad cómo Dave se acomodaba los lentes antes de depositar un beso en la frente de Dee. Era la primera vez que me los encontraba después de aquel fatídico día, y casi grité de sorpresa cuando los vi besándose. Aún ahora no podía entender qué pasó, cómo fue que no me di cuenta de la clase de sentimiento que se estaba construyendo entre ellos. O tal vez sí lo noté, pero estuve tan sumergida en asuntos demoniacos y tratar de salvarme que no llegué a asumirlo. Así como varias otras cosas que también noté a lo largo de estos meses, pero que tampoco quise asumir.

Lo único que me apenaba, era que yo no podía ser parte de eso ahora.

—¿Sabes? Esos dos siempre tuvieron pinta de que iban a terminar juntos —comentó Nat.

Ambos se pusieron de pie y comenzaron a caminar. Me quedé quieta, incapaz de mover un músculo cuando me percaté de que se estaban acercando a nosotras. Pero entonces, Diana liberó la mano de Dave, y de súbito se encaminó hacia un foodtruck que vendía lo que parecían ser batidos de fruta o algo similar. David se quedó en el mismo lugar para atar sus zapatos, a tan solo un par de metros de mí. Algo en mi mente susurraba que debía dejar de mirarlo como lo estaba haciendo, pero me rehusé a obedecer porque necesitaba confirmar si en su rostro o en algún otro sitio tenía alguna cicatriz, o cualquier cosa que denotara lo que Mabrax y Naamáh le hicieron aquella amarga noche en el almacén abandonado.

Dave giró bruscamente la cabeza hacia mí, en cuanto se percató de mi escrutinio. De inmediato, bajé la vista, pero alcancé a ver de soslayo que él sonrió.

—Hoy ha hecho un bonito día, ¿verdad? —expresó él, y tardé un par de segundos en entender que nos habló a Nat y a mí—. No hay ni una sola nube.

Apreté los labios y sentí deseos de golpearme. Nat soltó una ligera risa amable.

—Es cierto —coincidí en voz baja, evitando el mirarlo.

—Su perro es genial, chicas —dijo él con cierto matiz de emoción que me pareció infantil—, parece un auténtico lobo.

—Es suyo —soltó Nat, apuntándome con el pulgar.

—¿Te molesta si lo acaricio? —me preguntó Dave.

Alexander profirió un bufido gutural y se apartó, escondiéndose detrás de mí.

—No es muy amistoso —murmuré sesgando los labios a modo de disculpa, y él asintió con una leve mueca de espanto fingido. Volteó para echarle un vistazo a Diana, que aún no terminaba de comprar, y me miró de nuevo. Sus cejas oscuras se juntaron en una clara expresión confusa.

—Disculpa —dijo esbozando una sonrisa nerviosa, de esas tan propias de él—, creo que sonará tonto, pero... ¿nos conocemos de algún lado? Siento... —Apretó los labios—. Siento que nos hemos visto antes.

La serenidad se esfumó de mí en cuanto una punzada extraña me surcó. ¿Acaso sería posible que él me recordara?

Negó en silencio y me pidió disculpas de nuevo, pero solo porque creyó que me sentí incómoda. La completa y dolorosa comprensión se asentó en mi cabeza entonces. Dave no me recordaba. Algo similar le ocurrió a Anthony cuando vio a Azazziel sobre mí en mi habitación, hacía ya bastante tiempo; la siguiente vez que se encontró con él le pareció conocerlo, pero mi hermano no tuvo la más mínima idea de quién era en verdad.

Eso le estaba pasando a David ahora: lo único que había en su mente eran vestigios imperceptibles de mi rostro, nada más. El chico frente a mí, el que fue mi primer novio, mi compañero de secundaria y mi mejor amigo por tantos años, no tenía la menor idea de quién era yo.

Una sonrisa débil se dibujó en mi rostro.

—En otra vida, quizá —murmuré.

David entornó los ojos detrás de los cristales de sus lentes. Un ligero desconcierto se grabó en sus facciones mientras sus labios se abrían para decir algo, pero nada salió de su boca. En ese instante, Diana llegó a su lado sosteniendo un vaso desechable, con una empalagosa alegría que casi parecía brotar de sus poros. Ella nos regaló una sonrisa algo forzada a Nat y a mí, tomando a Dave del brazo. Entonces, él esbozó un gesto alegre en mi dirección, pero por pura educación, porque fue evidente que le parecí una loca de remate. Ambos empezaron a alejarse mientras retomaban su conversación, sin siquiera voltear una última vez.

Me mordí la parte interna de la mejilla, sintiendo otra curiosa clavada en el centro del pecho.

Podía ser que inconscientemente me hubiera acercado a ellos porque gran parte de mí aún quería recuperar los fragmentos de la vida que tenía antes. Sin embargo, la Amy que era la mejor amiga de Diana y Dave ya no estaba; ella misma me lo había dicho varias veces, incluso previamente a que los demonios borraran sus recuerdos de mí. El deseo de recuperar lo que éramos era ahora absurdo, porque ya nada podía volver a ser lo mismo, aunque yo lo quisiera con todas mis fuerzas.

Eso solo me recordaba que jamás podía bajar la guardia. El mundo, para mí, ya no era igual que antes. Entre nosotros existen otros seres de los que la mayoría no tiene ni la menor idea, de naturalezas diferentes, y no debemos subestimarlos.

Así como tampoco ellos a nosotros.

El cielo estaba oscureciendo cuando llegamos a la casa azul en la que, pese a que no me hacía sentir para nada a gusto, era el sitio donde más frecuentaba estar. Al menos, durante estos casi dos meses transcurridos.

—Oye, ¿qué tal te fue con ese anuncio de trabajo? —preguntó con naturalidad, al tiempo que se quitaba la chaqueta para dejarla sobre el sofá. No obstante, frunció el ceño cuando su vista se fijó en el aparato que vio tirado sobre el mueble como si fuera cualquier cosa. La reprobación en su rostro se hizo evidente—. No creo que logres hallar uno luego si nunca sales con el celular. ¿De qué te sirve si jamás te lo llevas?

Mis ojos se entrecerraron mientras observaba el aparato. Durante las últimas semanas me había vuelto algo reacia a mi propio celular, y cada vez lo traía menos conmigo. Había bastantes ocasiones en las que lo perdía por puro gusto. Ese teléfono me lo dieron ellos, y el solo mirarlo me provocaba una sensación poco agradable en el pecho. Debía cambiarlo, tan pronto como pudiera.

Ignorando deliberadamente su regaño, desvié la vista hacia la sala. Miré las cajas apiladas unas junto a otras. La mayoría de las cosas de Nat estaban ahí, porque todavía no empacaba todo. En mi casa, la sala de estar estaba en condiciones similares, con la gran mayoría de mis pertenencias guardadas. Ni Nat ni yo soportábamos ya la idea de continuar allí por más tiempo, amargándonos cada día con los recuerdos que se habían acumulado dentro de estas paredes.

«Saldremos adelante», me dijo ella cuando tomamos finalmente la decisión de compartir vivienda en otro sitio, durante una noche en que ambas estábamos alteradas por el alcohol. «No necesitamos esta mierda de casa, ni nada que tenga que ver con ellos. Solo nos necesitamos a nosotras».

No sabíamos qué sería de este sitio en cuanto nos marcháramos, pero eso nos importaba muy poco.

Nat cargó el peso de su cuerpo a una pierna, dando golpecitos en el suelo con su pie. Todavía estaba esperando por mi respuesta.

—El lunes tengo una entrevista —le dije, y no pude evitar sonreír.

Ella abrió mucho los ojos, sorprendida. Una punzada de nerviosismo me atravesó de solo recordarlo.

—Oh... —musitó con sorpresa.

Nos fuimos por nuestros caminos, yo me quedé en el sofá mientras ella subió y estuvo un buen rato arriba. Cuando regresó a la sala, alcé las cejas al fijarme en el vestido negro, brillante y ceñido que traía puesto, a juego con un maquillaje ahumado y unas botas altas que le sobrepasaban la altura de las rodillas.

Se plantó delante de mí y se dio una vuelta para que la viera por completo.

—¿Se ve bien?

—Oh, sí —asentí. Me aclaré a garganta, en reflejo a la enorme sorpresa que me invadió—. Así que... saldrás, ¿eh? —Rogué porque no se me hubiera notado demasiado el entusiasmo en la voz.

Esta era la oportunidad que llevaba semanas esperando.

Asintió sonriendo.

—Deberías ir conmigo —dijo, con una nueva sonrisa que se le formó ante la pura expectativa—. Vamos, te espero hasta que estés lista.

Era evidente a lo que ella quería ir. Y, desgraciadamente, el ánimo de querer conocer gente nueva todavía no afloraba en mí.

—Aún no, Nat. —Esbocé una mueca de disculpa—. No puedo... Necesito más tiempo.

Ella también torció el gesto.

—Pues yo no esperaré más —espetó con un claro matiz de orgullo, cruzándose de brazos—. ¿Tú crees que él va a esperar? ¿Que se guardará un tiempo de luto por lo que tuvimos? —Negó con la cabeza, apretando los labios en un gesto levemente dolido—. Yo creo que no.

No tenía cómo rebatir a eso. El Khaius que yo conocí y quise ni siquiera era el verdadero. No podía ni siquiera hacer el intento de corregirla, y menos cuando la veía tan dolida como lo estaba. Sinceramente, yo ya no sabía qué pensar de Khaius. Desconocía por completo si lo de él y Naamáh se había terminado, o si acaso seguían juntos.

Si nos habían engañado en tantas cosas, ya no había nada, ninguna de sus afirmaciones a las que pudiéramos aferrarnos. Para nosotras, todo fue mentira.

Le dediqué una media sonrisa.

—Diviértete.

—Ok, voy sola, entonces. —Sus ojos se entornaron con suspicacia—. Pero la semana que viene sí saldremos con Tyler, ¿oíste? El pobre bobo dice que nos echa de menos..., sobre todo a ti.

El gesto alegre en mi rostro se anchó, un milagro que solo ella podía lograr.

—Sí, seguro.

Ella se me quedó mirando fijo un segundo. La sonrisa dibujada en sus labios se realzó mientras se inclinaba hacia mí y me tocaba ligeramente la ceja derecha.

—Esa cicatriz te hace ver ruda —dijo con aprobación.

Esperé pacientemente a que Nat se marchara, sentada en el sofá y envuelta en una frazada mirando televisión, empecinada en encasillarme en el papel que me había propuesto para no levantar sus sospechas. Solo así vi que se quedó tranquila.

En cuanto me quedé sola en esa enorme casa, puse manos a la obra.

No le dije una sola palabra a Nat sobre lo que llevaba semanas planeando, porque era muy consciente de que, si se llegaba a enterar de que tenía en mente invocar a un demonio, enojarse sería lo mínimo que haría.

Sabía de sobra que en algún momento se enteraría de cualquier forma, ya hallaría el modo; pero, por ahora, no quería darle vueltas a eso. No cuando estaba tan decidida a hacerlo.

No cuando realmente necesitaba hacerlo. Por ella, por mi hermano... Por mí misma.

Tenía reunido lo necesario. Esta vez fue muy distinto de mi patético primer intento por invocar a Azazziel en el sótano de la casa de mis padres. Ahora contaba con los objetos que de verdad necesitaba, porque desde aquella época hasta ahora mi conocimiento ya no era el mismo.

El Glossarium Infernum especificaba qué objetos debía utilizar. Preparé todo solo con lo que logré encontrar ahí, por lo que no estaba muy convencida de que fuera a resultar. No obstante, esperaba fervientemente que así fuera.

La anticipación me estrujó el estómago.

Dibujar el sello de este demonio, que también detallaba el grimorio, de más o menos un metro de diámetro en el suelo de mi habitación con sal, no fue tan sencillo como creí. Mucho menos escribir los curiosos y difíciles símbolos en derredor de este. Cuando por fin me quedó medio decente, situé unas gruesas velas de color negro alrededor y las encendí una por una. Las manos me temblaban. Todo dentro de mí se revolvía de puro miedo, nerviosismo y ansiedad.

Deposité en medio del círculo un puñado de tierra que había tomado del cementerio, sintiendo cada vez más que estaba haciendo algo terrible. Respiré hondo, obligándome a llenarme de valor, y puse sobre mi palma el peligroso filo de un cuchillo.

—Vamos... —mascullé para mí misma, apretando los dientes—. No seas cobarde.

Y el filo del arma se deslizó por mi piel. Sentí el dolor cuando mi carne se abrió, pero no perdí tiempo. Mantuve la mano en el aire, sobre el pequeño montículo, para que las gotas de sangre cayeran sobre él. Me levanté y aprecié lo que había hecho. Todo se veía como un desastre, para nada pulcro ni ordenado. Lucía como las extrañezas que realizaban los raros cultos, se veía como la clase de cosas que yo jamás habría hecho antes. Ya luego me encargaría de limpiar... Si es que conseguía salir de esto con éxito.

Tragué saliva, antes de tomar el libro entre mis manos. Mi corazón latía furioso contra mis costillas, pero mi respiración era lenta y dificultosa.

«De esta manera, yo te invoco, Demonio Alocer, maestro de la magia negra. Yo te conjuro. Ven y manifiéstate aquí y ahora, dentro de este templo que he preparado para ti». Eran las palabras que el libro indicaba para poder llamarlo, las adecuadas para invocar al demonio. No estaba segura de que yo pudiera hacerlo bien. Leí la inscripción, primero en mi mente, y luego en voz alta.

Por varios minutos, no ocurrió absolutamente nada. La decepción y una ligera vergüenza empezaron a quemar en mi interior.

«No seas cobarde. ¡Repítelo!», ordenó la parte de mí que ansiaba hacer esto. La parte que aún tenía miedo sostenía en alaridos pavorosos que esto era una terrible idea. Un acto suicida.

Respiré hondo, y volví a pronunciar las mismas palabras, esta vez en un tono más alto. De nuevo, nada sucedió. No tuve plena consciencia de cuánto tiempo pasó, pero decidí que no iba a detenerme hasta que resultara. Hasta alguien se dignara a aparecer frente a mí.

Después de repetir lo mismo por otras tres veces, comencé a sentir algo.

El ambiente empezó a cambiar, volviéndose pesado, difícil de digerir y aguantar. Casi pude percibir como si el mismo aire se volviera más denso. Solo eso me bastó para saber que, sea quien sea quien estaba a punto de surgir, era fuerte. Tal vez más de lo que yo imaginé. Khaius y Akhliss tuvieron razón en advertirme sobre eso. Pero, de igual modo, no iba a retractarme.

Ya no podía.

Pegué un salto cuando unas pequeñas llamas se encendieron en el dibujo del símbolo, como si ahora el diseño estuviera hecho únicamente de fuego. La alarma y el pavor se mezclaron dentro de mí, pero apreté los labios y me quedé quieta, mirando que las llamas no avanzaban ni crecían. Bailaban en su propio sitio, pero sin extender su abrasador peligro. Entonces, sin ceremonia alguna, una densa humareda negra emergió del centro del dibujo en el suelo y, por un segundo, pensé que iba a desmayarme. La sangre huyó de mi rostro con tanta rapidez que me fue imposible no tambalearme hacia atrás.

La figura de un hombre alto, vestido con ropas oscuras tomó forma corpórea a partir de la espesa nube negra.

Por unos instantes, lo observé en silencio.

Él no se presentó con la arrogancia y aterradora imponencia que había imaginado, sino con una clara mueca de aburrimiento. No era igual a los demonios que había conocido. Había muchas cosas distintas, tanto físicamente como en la forma en que sus ojos me estudiaron de pies a cabeza. Lo que sí pude notar con suma facilidad, fue ese aire antiguo, pero sin ninguna arruga que tenía en el rostro, muy similar al que poseía Asmodeo. Tenía un cariz asombrosamente severo, y no podía evitar sentir cada vez más que había cometido un terrible error.

Tragué saliva.

—Alocer... —emití en un susurro.

—Ignoro cómo es que tienes conocimiento sobre mí —me interrumpió, así sin más. Su voz era ronca, profunda y autoritaria—. Pero debes saber que ya no pacto con humanos desde hace muchos años. Has malgastado tu tiempo.

Aquello me tomó tanto por sorpresa que quise encogerme en mi lugar, pero en cambio apreté los puños con fuerza.

—No quiero un pacto —espeté y él arqueó una oscura ceja—. Y, además, estoy segura de que nunca has visto a una humana como yo.

La seguridad en su rostro flaqueó y, como si recién ahí se hubiera dado cuenta de mi particularidad, el pasmo se adueñó de sus facciones. Sus extraños ojos recorrieron la extensión de mi cuerpo, pero esta vez lució menos altivo y un poco más suspicaz.

Esperé por el tan pronunciado «¿Qué eres?», pero no llegó. Como si eso a él no le importara.

—¿Qué es lo que quieres? —exigió, dejando notar un ligero matiz de vacilación. A eso debía aferrarme.

Respiré hondo y cuadré los hombros.

—Quiero algo que nos convenga a ambos.

Ladeó levemente la cabeza, entrecerrando los ojos. Yo también lo miré con recelo.

En ese momento, el pavor que estaba creciendo en mí, se esfumó. Fui incapaz de entender por qué de pronto el miedo se disolvió tan rápido. Una amalgama de sensaciones tranquilizadoras fue templando mi sistema segundo a segundo.

Tuve algo así como una... ¿intuición? Tal vez no lo comprendía, pero a esas alturas no se suponía que debiera comprenderlo, sino aceptarlo. Y, sobre todo, hacerle caso a lo que mis propios instintos me decían.

Y decían algo bueno. Indicaban algo que no había vislumbrado en mucho tiempo.

Esperanza.

No entendía por qué estaba tan segura de hacer esto. Quizá fue la vacilación que logré detectar en su semblante, o tal vez el sentimiento de que era yo quien estaba al mando en este momento. No importaba. Como fuera, algo dentro de mí tenía la certeza de que di en el clavo. De que, por primera vez en todo este tiempo, había hecho algo bien.

Este tipo, sin importar quién fuera, me ayudaría por fin en todo lo que yo anhelaba saber.

Khaius y Azazziel habían mencionado que, al deshacer el pacto, mi alma no sufriría mayores consecuencias. Pero supe en ese momento que me mintieron en eso también, porque no pude evitar sentir dentro de mí un ápice de auténtica... malicia, que sinceramente me agradó.

Una lenta sonrisa se dibujó en mi rostro, y en el del demonio un tenue, casi imperceptible temor.

—Alocer —dije—, te propongo un trato.

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