El club de las sonrisas rotas.

By timetosaygoodbye_

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OBRA REGISTRADA EN SAFE CREATIVE BAJO EL CÓDIGO 1412262839509. ¿Te has sentido alguna vez solo, a pesar de es... More

Prólogo.
Capítulo I. David.
Capítulo II. Clara.
Capítulo III. Nana.
Capítulo IV. Nicolae.
Capítulo V. Nico y Clara.
Capítulo VII. Cuando las cosas se tuercen.
Capítulo VIII. Los hospitales son feos.
Capítulo IX. Gracias.
Capítulo X. ¿Fin?
Epílogo.
Diario de David.
Agradecimientos.

Capítulo VI. David y Nana.

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By timetosaygoodbye_

                La misma tarde que Clara encontró un pedacito de sí misma en la música, comenzó el desastre.

                A David le encantaban los secretos, y sobre todo, los secretos que compartía con los demás.

                David y Nana tenían un secreto en común. En realidad, no sabía por qué lo guardaban, por qué lo ocultaban; pues no tenían motivo para hacerlo. Pero a los dos les parecía más divertido así. Más peligroso.

                Se habían excusado con Clara y Nico para no salir, aunque en realidad, los dos estaban fuera de casa. Juntos.

                Primero habían ido a tomar café.

                A Nana le gustaba manchado, con mucha azúcar. En cambio, a David le gustaba solo. En realidad solo era una excusa para decir "café negro, como mi alma", y que el camarero o camarera de turno le mirase con cara de espanto.

                -Eres un imbécil – dijo Nana, después de que la camarera fuera a por sus cafés.

                Tenía las manos congeladas, y agradeció enormemente el calor que emanaba la taza humeante.

                -Soy un imbécil con un alma muy negra.

                Nana sonrió. Le encantaban sus bromas de "poeta atormentado", como a ella le gustaba llamarlo. Se acercó a él, con su nariz a centímetros de la del otro.

                -Me das asco – dijo mientras se acercaba más, para besarlo.

                Su secreto les divertía. Sin darse cuenta, habían quedado prendados el uno del otro. Se veían furtivamente, entre los árboles de un parque, en las sombras de la noche... Jugaban al amor imposible de Romeo y Julieta, acomodando las reglas a su gusto.

                El café los despertó, para seguir moviéndose el resto del día. Eran endiabladamente cursis, aunque si se lo dijeras a ellos dirían "¡no!" a coro, como hacen las parejas endiabladamente cursis. Pero ellos eran felices. Habían conseguido encontrar las sonrisas en las palabras del otro, en las caricias... En todas esas cosas que las personas solitarias no entendemos.

                La tarde fue de ensueño. Después de ir a la cafetería, estuvieron dando vueltas por la ciudad. Bromearon sobre el asco que se daban mutuamente, mientras estaban cogidos de la mano. Pasaron por tiendas adorables y por personas deplorables, y siempre estuvieron alerta por si veían a sus amigos cerca. El juego tenía que continuar a toda costa.

                David tuvo su momento cuando la llevó al parque. En un principio, iban a comer en un pequeño restaurante chino de la calle principal, pero acabaron en un diminuto pulmón verde del centro de la ciudad. Los ausencia de árboles y de edificios sobre el césped hacía que el sol los diera de lleno, calentando la piel con una sensación agradable. Tirados en la hierba, sobre un mantel a cuadros, parecían sacados de una película.

                -Tachán – dijo David mientras sacaba una bolsa llena de arroz tres delicias, pollo con salsa agridulce y tallarines fritos -. Para qué ir a un restaurante, si aquí puedo verte mejor.

                -Oh, dios mío – dijo Nana llevándose una mano a la boca -. No me puedo creer que hayas dicho eso. Seguro que cuando llegas a casa escribes mi nombre en tu diario de tapas color rosa.

                David le dedicó una mirada de odio mal fingido.

                -No es rosa. Es salmón – la corrigió.

                Nana rio y le dio otro beso. Le gustaba sorprenderle con besos de vez en cuando, besos por esto, besos por aquello. Había parejas que se besaban para saludarse, para despedirse, para decirse lo mucho que se querían. Ellos querían ser diferentes. Querían darse besos por cosas estúpidas: por hacerse reír, por respirar... Nadie más a partir de ellos lo sabían.

                Comieron mientras admiraban el juego de luces y sombras que se apreciaba a su alrededor. A lo lejos, había un parque infantil, en el que unos niños gritaban y reían. Todos eran felices. Todo era perfecto.

                Después de comer se quedaron dormidos en el parque. Juntos, sin tocarse, sobre el mantel.

                -¿Mmmmm...? – dijo Nana mientras se despertaba. Sacó su teléfono móvil para ver la hora mientras se desperezaba -. Qué tarde es. Eh, despierta, inútil – sacudió a David.

                -Déjame, tengo sueño.

                -El último autobús sale en quince minutos y estamos bastante lejos de la parada.

                -¡¿QUÉ?!

                David pareció saltado por un resorte. Por desgracia, su paga de estudiante no les daba para pagar un taxi, y después de haber comprado la comida china, apenas tendría para el autobús.

                -Lo que oyes. Ayúdame a guardar todo esto.

                Recogieron todo corriendo y lo metieron en la mochila de David.

                Corrieron por las calles de la ciudad como alma que lleva el diablo.

                Sin embargo, cuando llegaron a la estación el autobús ya se había ido.

                -¡MIERDA, MIERDA, MIERDA! – gritó David -. ¿Qué voy a hacer?

                Nana vivía a una media hora de allí a pie. Podría irse andando, sin muchas preocupaciones, pero David vivía a las afueras. Cuando llegara a su casa, habría pasado mucho tiempo. No podría ir andando hasta allí.

                -Siempre puedes... - dijo Nana, bajando la cabeza -. Quedarte en mi casa. Ya sabes.

                Nana le miró, sarcástica.

                -No voy a acostarme contigo hoy, cariño – dijo dándole un beso -. Bueno, quizás sí – dijo riendo y dándole otro beso.

                David se quedó con los ojos como platos.

                -Era broma.

                -Ah.

                -Idiota.

                -Espera, tengo que llamar primero.

                David llamó a su madre y dijo que se quedaría en casa de Nico a dormir, que no se preocupara, que mañana cogería el primer autobús de vuelta allí... Que sí, mamá, que te quiero mucho, adiós. Ya hablamos. Y todas esas cosas.

                Caminaron en silencio.

                David no se lo podía creer. A pesar de todas esas veces en las que se hacía el malo, el duro... Nunca había estado con una chica. No de esa forma, y le daba miedo. No le daba miedo, sino respeto. O quizás sí le diera miedo.

                -Oye – dijo Nana, agarrándose a su brazo -, estás muy callado. ¿Pasa algo?

                -No. Es solo que... No sé. Es raro. Nunca me he quedado en casa de una chica a dormir. Ni de nadie, en realidad.

                -Te he dicho que no voy a acostarme contigo – dijo Nana, riendo.

                Aunque rio, una sombra cruzó su cara, y la recorrió un escalofrío. Algo en ella estaba mal, y eso era algo que David no sabía. Y si era por ella, no lo sabría nunca.

                Llegaron a casa de Nana.

                -No te preocupes por hacer ruido, mi madre trabaja esta noche – dijo Nana -. Ponte cómodo. ¿Quieres comer algo, o...?

                Se metió en la cocina, dejando a David sentado en el sofá del salón. Se sentía un poco incómodo, aunque no había ningún adulto allí para evaluarle con la mirada.

                Le gustó la casa de Nana. Estaba llena de recuerdos, de fotos, y de historias por todas partes. La verdad, era un poco cutre y desordenada, pero era un hogar. Era acogedor, y se notaba que había vida en ella. Al menos, esa era la impresión que daba.

                En seguida Nana volvió al salón con dos tazas humeantes en las manos, y se sentó a su lado.

                -¿Más café?

                -Es chocolate.

                David le dio un sorbo. No estaba precisamente bueno, pero dio las gracias por cortesía.

                -Debes de ser la primera persona a la que le guste esta mierda – dijo Nana -. He probado agua del váter con mejor sabor.

                Los dos estallaron en una carcajada.

                Apuraron la taza lentamente, para que ese momento, de risas y chocolate malísimo en el sofá no se acabara nunca. Pero se acabó.

                -Vamos  a mi cuarto – dijo Nana -. Quiero enseñarte una cosa.

                La siguió a través de un pasillo.

                Su cuarto era tan... Nana. No sabría cómo describirlo. Era desordenado, lleno de cosas bonitas y delicadas y a su vez, lleno de manchas y de ropa sucia. Una lámpara de araña de la que colgaban grullas de papel adornaba el techo. Por las paredes, cientos de fotografías de cientos de ciudades.

                Nana se colocó al lado de estas, muy orgullosa.

                -Es mi sueño – explicó, mientras que David se acercaba maravillado -. Son todos los sitios a los que quiero ir. Todas las partes del mundo que... ¿Por qué pones esa cara?

                David se había quedado maravillado. Más bien, conmovido. Nana le había enseñado una parte de sí misma que no había visto nadie, y eso le encantaba.

                -Es increíble – contestó -. De verdad.

                Nana sonrió. Parecía un poco incómoda y tímida, pero se acercó a su lado y le cogió del brazo. Los dos admiraron el mural en silencio.

                -¿Le has enseñado esto a alguien más? – preguntó David, dirigiendo la vista hacia ella.

                Nana negó con la cabeza.

                David sonrió, y agachó la cabeza para besarla.

                Nana le correspondió.

                Se abrazaron mientras se besaran. Se permitieron besarse sin motivo estúpido, se permitieron besarse porque sí, porque querían. Porque lo necesitaban.

                Fuera empezó a llover.

                En algún momento, se sentaron en la cama de nana, que no tenía ni un cojín ni un peluche que la adornara. Los besos se volvieron más lentos, más rápidos, más más. La respiración se les entrecortaba, los hacía sentirse incómodos. Querían estar más cerca del uno del otro, querían fundirse la piel con fuego.

                Nana agarró una mano de David, y la condujo por debajo de su ropa.

                -¿Es esto lo que quieres? – preguntó David, tragando saliva.

                Nana asintió.

                Todo el miedo que tenía David se esfumó. Se sentía cómodo, libre. Se sentía bien con Nana. Quería estar con ella, y ella quería estar con él.

                La ropa fue desapareciendo, y los centímetros de piel apareciendo. Se exploraron el uno al otro con los labios, con los pelos de gallina... Se quitaron los miedos y se abrieron las mentes. Se sentían cerca, pero no lo suficiente.

                Nana escuchó el sonido del envoltorio al romperse. De repente todo era muy real, todo estaba a punto de pasar, todo... Todo la daba miedo. Sabía que David no era lo que fue aquel tipo. Sabía que quería a David, y que quería aquello, pero...

                -Te quiero – susurró David.

                Las palabras acogieron a Nana como una manta caliente, que la consolaba, que le decía que todo iba a salir bien. Las palabras de David ocuparon toda la mente de Nana, borrando todas las otras palabras de miedo que la habían paralizado.

                -Repítelo.

                -Te quiero – dijo David mientras la besaba en el cuello.

                Nana sonrió.

                -¿Estás llorando...? – preguntó David.

                -Sí.

                -¿Por qué? – preguntó David, separándose un poco de ella.

                -Porque yo también – acercó otra vez a David, agarrándole de la piel desnuda de su espalda -. Porque yo también te quiero.

                Y los dos se sintieron más felices de lo que se habían sentido nunca.

                No sabían la suerte que tenían por aquel entonces.

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