Penumbra

By RubalyCortes

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LIBRO I «Uno no se enamoró nunca, y ése fue su infierno. Otro, sí, y ésa fue su condena». ... More

Prefacio
Antes de leer...
1. Las pesadillas
2. Alucinación
3. Invocación
4. Esencia del alma
5. El pacto
6. Límites
7. Primer contacto
8. El Ars Goetia
9. Eminente
10. Muestra de poder
11. Algo maligno
12. Alma
13. La evasión
14. Frente a frente
15. El guardaespaldas
16. Sin retorno
17. El misterio
18. Renacidos
19. Impulsos incontrolables
20. Euforia
21. Cambio de planes
22. Calma arruinada
23. Punto de quiebre
24. La elección
25. Explicaciones
26. El colapso
27. Azazziel
28. El siniestro
30. Dolor liberado
31. Confesiones
32. Teorías inquietantes
33. El error
34. Las consecuencias
35. Temor
36. Fuego
37. La promesa
38. Espera tortuosa
39. Arrepentimiento
40. Ajuste de cuentas
41. Crueldad desatada
42. La expiación
43. Ilusión
44. Real
Epílogo
Agradecimientos | Nota de la autora
¡SEGUNDA PARTE!

29. Réquiem

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By RubalyCortes

No pudo ser real para mí, ni siquiera cuando lo vi en las noticias.

Según lo que declaró la reportera en la televisión, fue un asalto a mano armada que se salió de control. Dos delincuentes entraron en la misma tienda en la que mis padres habían ingresado recientemente, para quién sabe qué. El dueño de la tienda, quien también portaba un arma, la sacó para defenderse. No se supo quien disparó primero, pero sí que salieron cinco personas heridas: un inocente cliente, el propio dueño de la tienda, uno de esos desgraciados tipos... Y mis padres.

A mi mamá le llegó un disparo directo en el pecho. Conociendo cómo era mi papá, que no permitía que nunca nadie dañara a su esposa, seguramente se lanzó sobre los tipos cegado por ira o por pena, y terminó con un disparo en la pierna y dos en el torso. Una de esas malditas balas le dio en un pulmón. Para cuando llegó la ambulancia, Papá había sufrido un colapso pulmonar y, al igual que mamá, una hemorragia masiva que no pudieron controlar. Ninguno de los dos alcanzó a llegar a la sala de urgencias del hospital más cercano...

Cerré los ojos con fuerza.

«Detente», murmuraba la voz de mi mente, en son de reprimenda. «Deja de hacerte eso».

Pero no podía. Esas imágenes revoloteaban en mi cabeza. Aparecían y a los instantes se esfumaban, se presentaban de una forma y luego de otra, imaginando cómo pudo haber sucedido. Mi padre tenía la costumbre de nunca llegar con las manos vacías a ningún lugar, y quizá fue por eso por lo que se detuvieron en esa maldita tienda. ¿O quién sabe por qué, más que ellos?

No quería estar ahí. No quería estar en ese lugar, viendo cómo un señor que yo no conocía vertía tierra sobre unas enormes cajas donde, se suponía, estaban los cuerpos de mis padres. Por supuesto, sabía que eran ellos, porque los vi. Porque, aún con las heridas, podía reconocerlos. Pero por alguna razón, mi mente se negaba a creer en lo que mis ojos confirmaron.

Me negaba a creer que esto les había pasado a ellos.

No quería estar ahí, con compañeros del trabajo de mi padre y amigas de mi madre, gente a la que no conocía, pero que de algún modo sabían que yo era la hija de Frank y Evelyn Masters. Rodeada de familiares a lo que hacía tiempo que no veía, y de personas que me abrazaban y decían comprender lo que yo sentía en esos momentos.

No era así. Ellos no lo sentían. No tenían idea de todo el dolor que me estaba envolviendo en esos momentos. No eran conscientes de que mi última conversación con mis padres había sido una maldita discusión. No sabían que lo último que les había dicho, era que les fuera bien en una estúpida cena, una a la que deseaba que jamás hubieran asistido.

Ellos no sabían que hubiera dado cualquier cosa por cambiar de lugar, por ser yo la que estuviera encerrada en aquellas cajas de madera, y no mis padres...

Simplemente, no quería estar ahí.

Había mucha gente, algunos de ellos charlaron conmigo: primos a los que no veía desde hacía bastante tiempo; mi tía Hannah —una mujer que siempre había sido como la versión femenina de mi padre—, que lloraba devastada sin quitarse en ningún momento un pañuelo de la nariz; mis abuelos, que habían viajado desde Seattle solo para asistir al peor funeral que hayan presenciado en sus vidas, y que parecía haberlos envejecido unos diez años en solo una noche.

Pero yo no podía escuchar a nadie. Todo lo que conseguía hacer era mirar cómo sus labios se movían, y era capaz de distinguir una que otra palabra de consuelo, pero que no lograban nada aparte de hacerme sentir todavía más miserable.

Algo no funcionaba bien en mí, porque a pesar del insoportable dolor de mi pecho, no había derramado ni una lágrima. Ni la noche anterior, ni hoy. Sentía mis ojos hinchados, pero era debido a que no había pegado ojo en toda la noche y ardían a causa del cansancio, pero no por lágrimas. No sabía qué estaba mal conmigo, pero era consciente de que debía ser por algo nocivo, ya que, incluso cargando con el sufrimiento que me impedía respirar con normalidad, no derramaba lágrimas sin cesar como el resto de las personas a mi alrededor.

Todo lo que podía hacer, era observar cómo un cura citaba palabras de la biblia, junto a las tumbas rebalsadas con tierra, frente a las lápidas que rezaban los nombres de mis papás...

No era consciente de cómo el tiempo transcurría. No sabía cuánto había pasado, ni cuánto llevaba ahí, de pie, pero en algún rato comencé a notar cómo la gente se iba de a poco. Algunos se despedían de mí, otros se marchaban en silencio, sabiendo, posiblemente, que yo no respondería una sola palabra, tal como había hecho durante todo el día.

Podía notar el entumecimiento de mis músculos por estar tanto rato de pie, pero no le di importancia a las incomodidades de mi cuerpo, porque en esos momentos todo me daba igual.

Porque en esos momentos, nada tenía importancia. Había perdido lo más preciado para mí... Y no iba a poder recuperarlo jamás.

Mis abuelos y mi tía se aburrieron de ofrecerme transporte, pero yo no quería irme, a pesar de que tampoco aguantaba estar ahí. Todos ellos estaban cansados, apenados y dolidos tanto como yo, así que decidieron darme el tiempo que necesitara y se rindieron, no sin antes decirme que sus casas tenían la puerta abierta para mí por si llegaba a necesitarlos en cualquier momento. Le di las gracias a cada uno de ellos, pero en el fondo nada de eso me hizo sentir mejor.

Pasó otro lapso difuso, un tiempo que para mí fue tan indeterminado como lo había sido todo desde la noche anterior, cuando de repente distinguí la figura de mi hermano plantarse a mi lado.

De súbito, su voz estrangulada me sacó de mis cavilaciones:

—No lo entiendo... Yo he conducido borracho, fumando y hasta hablando por el maldito celular. Me metido en las tiendas de los peores lados de la ciudad en plena madrugada, y nunca me pasó una mierda. —Su cabeza se movió en una negativa lenta y tenaz, como si, incluso a estas alturas, él tampoco pudiera creerlo—. El viejo respetaba la puta ley, era un tipo intachable y aun así... aun así...

Sus palabras me obligaron a retirar por fin la vista de las lápidas y giré la cabeza hacia él, dándome cuenta de lo agarrotados que estaban los músculos de mi espalda y cuello.

Él miraba fijamente el mismo punto que yo llevaba horas observando, con sus ojos rojos por el llanto y los párpados abultados, también por la falta de sueño, puesto que ambos habíamos pasado la noche en el sofá sin hacer otra cosa más que mirar el suelo. Su mandíbula estaba apretada, y de pronto pude percibir el halo de ira que comenzó a apoderarse de sus facciones.

Lo miré fijo por otro minuto. Ayer me había dicho algo muy similar, pero él no parecía ser consciente de que me estaba repitiendo lo mismo ahora.

—No puedo creer nada de esto —continuó con un hilo de voz—. Veo esto, los veo ahí, pero... no puedo creer que son ellos. —Le vi tragar saliva y se aclaró la garganta mientras negaba con la cabeza otra vez—. Siento que esto... que no...

—Que no es real. —Mi propia respuesta abrió otro agujero en el centro de mi pecho, y al parecer también provoqué lo mismo en mi hermano, dado que sus ojos se cerraron con fuerza en ese instante y todo su rostro se crispó en una mueca de dolor.

Sus hombros decayeron, y entonces una nueva efusión de lágrimas resbalaron por sus mejillas. No fue sino hasta ese momento que pude notar a la persona que llegó a su lado, al contrario de donde estaba yo, y rodeó su torso con los brazos.

Los ojos castaños de Jessica se encontraron con los míos por un par de segundos. Alcancé a distinguir en su semblante una tristeza intensa y también vestigios de llanto, antes de que Anthony la estrechara en un abrazo urgente y apretado. De inmediato, me alejé unos cuantos pasos de ellos, sin poder dejar de mirar la forma en la que Jessica acariciaba el pelo de mi hermano en un gesto consolador, mientras él se encorvaba para dejar descansar la cabeza en su hombro.

No los entendía. A pesar de que sólo ellos eran conscientes de todo lo que se habían hecho entre sí —yo estaba al tanto de las infidelidades de mi hermano, pero no de las faltas de Jessica—, no comprendía cómo era que todavía estaban juntos. No entendía cómo, después de terminar una y otra vez por distintos motivos, seguían regresando. Y encima ahora ella estaba aquí, apoyándolo en uno de los momentos más duros de su vida.

Me obligué a retirar la vista de esa escena, puesto que sentí la punzada de una emoción ajena, que no supe interpretar.

Continué observando las sepulturas con formas rectangulares repletas de adornos florales; adornadas con las piedras que tenían impresas los nombres de mis padres, y que citaban los epitafios que mi tía Hannah había escogido para ellos. A ella le debía demasiado, pues fue la responsable de organizar todo esto, una tarea de la Anthony y yo no nos sentimos capaces y nos desligamos casi completamente.

Palpé mi pecho con una mano, como si mi propio tacto pudiera de alguna forma calmar el intenso dolor que sentía. Como si pudiera, de algún modo, aliviar la herida invisible que hacía más daño que cualquier otra cosa en el mundo.

Mi hermano volvió a aparecer en mi campo de visión, con un brazo puesto sobre los hombros de Jessica, como si necesitara de su apoyo para poder caminar hasta mí.

—Vámonos ya... —musitó, con la voz increíblemente ronca y débil al mismo tiempo.

Negué con la cabeza, sin ver su expresión.

—No has comido nada en todo el día —intervino Jessica, a quien tampoco decidí mirar.

—No tengo hambre —repliqué.

—Tienes que descansar, Amy —insistió ella, y supe que se estaba esforzando por hablarme con toda la amabilidad que podía—. No puedes estar tanto tiempo de pie. En un par de horas va a anochecer... Podemos regresar mañana.

Volví a negar en silencio, sin ánimos de querer observar el semblante abatido de ninguno de los dos.

—Me quedaré otro rato. —Mi voz sonaba irreconocible. Nunca me había escuchado a mí misma así, como si mi garganta se hubiera dañado y sólo pudiera hablar en ese tono débil y estrangulado.

—Pueden irse, chicos. Nosotros nos quedamos con ella. —Una voz diferente, una que conocía muy bien, aguda y suave al mismo tiempo, hizo que despegara de golpe los ojos de las lápidas.

Al girar sobre mi eje, con lo primero que me topé fue con la pequeña y delgada figura de Nat, al lado de una más alta y atlética, una que sólo había visto detrás de una barra: la de Tyler.

Algo en el centro de mi tórax se alteró y golpeteó a una velocidad anormal cuando reparé que, además de Nat y Tyler, a apenas unos pasos de distancia estaban Claire, Diana y David. Todos ellos cargaban con distintos semblantes apesadumbrados, aunque la única que lloraba era Diana.

No fui capaz de saludar a ninguno. No fui capaz de conectar el cerebro con la boca para articular palabra alguna. Lo único que pude hacer, fue mirarlos con confusión.

Yo no le había dicho absolutamente nada a ninguno de ellos.

—Nos quedaremos con ella el tiempo que necesite —le dijo Tyler a mi hermano con una inflexión alentadora, y en seguida apuntó con una mano hacia una dirección lejana—. Vinimos en mi auto, así que la llevaremos a casa cuando esté lista.

Agité la cabeza de forma recia, pero no conseguí replicar al respecto. Mi hermano osciló la vista entre ellos, con el ceño levemente fruncido. A los únicos que él debía reconocer, era a Diana y a David. Y tal vez a Nat.

—De acuerdo... —murmuró con desgana. Luego, se dirigió a mí, torciendo el gesto—: No sé si vuelva a casa por hoy... Y-yo...

—Puedes quedarte conmigo —le sugirió Jessica, dedicándole una sonrisa triste.

Anthony la miró fijo, para después observarme con confusión, con un brillo extraño en los ojos, como si estuviera pidiéndome permiso —o perdón— para dejarme sola.

—Estaré bien. —Fue todo lo que dije.

Forcé los labios para dedicarle una sonrisa, pero lo único que conseguí fue hacer una mueca. Él asintió, tensando la mandíbula con —según noté— inquietud. Jessica volvió a rodear su estómago con un brazo, antes de que empezaran a avanzar juntos. Pude divisar un viso curioso en los ojos de Diana cuando miró a la pareja, pero no les presté más atención. Los problemas que ella tuviera con mi hermano, en este momento, no me importaba en lo más mínimo.

—No tienen por qué estar aquí —dije en un murmullo sin fuerza.

—Cierra la boca —replicó Nat, con un matiz que denotaba cualquier cosa menos agresividad, al tiempo que daba pasos largos hasta llegar donde me encontraba.

Antes de darme cuenta de lo que iba a hacer, sus brazos envolvieron mi torso con fuerza. Inmediatamente, en mi pecho se sintió una punzada extraña, que no supe si alivió o empeoró el dolor que ya me mortificaba.

—¿Cómo...? —susurré, sin estar segura de cómo continuar.

—Yo los llamé, apenas lo supe —musitó ella, cerca de mi oído. Y entonces, con un tono más dudoso, agregó—: Jon me lo dijo.

Una inevitable sorpresa me distrajo, mientras que un ligero pavor amenazó con contraer los músculos de mi estómago de puro histerismo. No pude preguntarle más al respecto, puesto que los demás se aproximaron a mí en ese instante y me ella liberó.

El chico de los tatuajes, el que estaba más cerca, esbozó una leve sonrisa que desapareció en seguida.

—No sabes cómo lo lamento —dijo él por lo bajo, antes de inclinarse para darme un abrazo. En respuesta, lo único que pude hacer fue asentir y corresponderle, porque no confiaba en el tono con el que saldría mi voz. Mucho menos con el intenso nudo que hacía añicos mi garganta.

El siguiente en darme sus condolencias fue David, que tenía los ojos llorosos debajo de los cristales de sus lentes y una expresión angustiada. Mi amigo rodeó mi torso en un abrazo apremiante, uno que me recordó los viejos tiempos y que hizo que la nostalgia brotara.

Un segundo después de que él me soltara, Claire se abalanzó sobre mí con tanto brío que di un traspié hacia atrás.

Dios, lo siento muchísimo, Amy... —Su voz sonó ronca, pero no sabía si era porque había estado llorando o porque se estaba aguantando los deseos de hacerlo—. Q-quería venir antes, pero no podía escaparme de mi mamá y...

—E-está bien —la interrumpí. Recordaba vagamente haber visto a Joane durante el día, pero, al igual que al resto, tampoco a ella le dirigí palabra alguna. De hecho, estaba casi segura de que había sido de las primeras en marcharse, seguramente porque no soportaba el haber perdido a su amiga.

De devolví el gesto a la chica de pelo rizado de forma torpe y débil, igual que a los otros. Y entonces, cuando ella también se apartó, los cuatro se abrieron paso para que Diana se aproximara.

Sus ojos verdes, que se cruzaron con los míos, se veían más claros que nunca por la capa de lágrimas que los cubría. Sus manos estaban juntas sobre su estómago, y movía sus dedos frenéticos unos contra otros en un gesto de profunda ansiedad. Su semblante lucía abatido, de un modo en que no recordaba haberla visto antes, de todos los años que la conocía.

Del pequeño grupo que se hallaba frente a mí, Diana era la que más logró convivir con mis padres, porque era mi amiga más antigua. Incluso con lo que ocurrió entre nosotras durante los últimos meses, la angustia que todo su rostro emanaba me hizo saber que esto también le había afectado.

—Lo siento —dijo, con la voz ahogada y apenas audible—. Lo siento tanto... Por todo, Amy.

Ese todo fue su desplome, porque entonces dejó que las lágrimas que tenía acumuladas en los ojos cayeran por su rostro. Ese todo lo pronunció de una forma diferente, cargada de sentimientos que no distinguí.

No tuvo que explicar nada más. Porque, aunque lleváramos semanas sin dirigirnos la palabra, la conocía tan bien, que supe bien hasta dónde llegaba ese «todo».

El nudo que tenía en la garganta se apretó tanto que dolió como si me estuvieran estrangulando. Cerré los ojos con fuerza, al tiempo que movía la cabeza en un asentimiento. Mis ojos ardían por querer hacer lo mismo que Diana, por querer derrumbarme ahí y dejar salir, aunque fuera una escasa parte, del dolor que estaba destrozando todo dentro de mí.

Giré sobre mis talones, dándoles la espalda, porque me atenazó el pánico de que pudieran verme llorando.

Por desgracia, el panorama que volvía a tener frente a mis ojos no me hizo las cosas más fáciles. Las lápidas de los seres que más había amado en mi vida me golpearon de una manera tan demoledora, como si fuera la primera vez que los miraba, a pesar de que llevaba todo el día sin quitar la vista de ellos. Como si jamás pudiera acostumbrarme a la visión que tenía delante de mí.

Y la comprensión de este hecho, me derrocó.

No pude más.

Mis piernas cedieron y mis rodillas tocaron el suelo que llevaba horas pisando, sintiendo un hormigueo incómodo en todos mis músculos. Me acomodé sobre la tierra en una posición sentada, sin importarme por ensuciar con tierra los pantalones de tela negros que traía puestos.

Las revoluciones de mi pecho dolían más con cada segundo que pasaba.

Escuché que los chicos pronunciaron mi nombre, pero no le respondí a ninguno. No podía hablar, porque mi garganta ardía. Únicamente, me limité a rodearme a mí misma con los brazos. En ese momento, Nat se acercó y, sin darse el tiempo de reparar en ello, se agachó para acomodarse en el suelo a mi lado, poniendo una mano pequeña sobre mi hombro. A mi otro costado, pude distinguir a Claire, que imitó su misma acción. Tyler apareció en mi campo de visión, a un costado de Nat, inclinándose y colocando también una mano en mi espalda. Diana y David hicieron lo mismo.

Entonces, de alguna forma, se las arreglaron para asentarse a mi alrededor y rodearme con los brazos entre todos en un abrazo que, de seguro, debía de verse muy extraño.

Todos permanecimos en silencio. Todos sumidos en nuestros propios pensamientos y una posición en la que, aunque era incómoda, pude ser consciente del calor que emanaban sus cuerpos. Un calor que transmitieron hacia mí.

Un calor que, de algún modo, consiguió llegar a al centro de mi pecho e hizo que el dolor mitigara, y al mismo tiempo lastimara de otra forma. De una forma que no conocía, porque solo en entonces me di cuenta de que ellos estaban ahí por mí. De que cada uno había hecho un esfuerzo distinto por llegar hasta ese lugar, por mí. Para darme apoyo en lo que, probablemente, era el peor momento por el que pudiera pasar en toda mi vida.

Para que no me derrumbara y ni quebrara en mil pedazos como sentía que estaba pasando.

Para que, a pesar de todas las cosas, no decayera en el profundo abismo oscuro que sabía que caería..., de no ser porque me di cuenta de que, en realidad, no estaba tan sola como había creído.


­~*~*~*~


Estaba segura de que, en cualquier otro momento, habría sentido muchísima curiosidad por husmear entre las pertenencias del interior del auto de Tyler. Pero no ahora.

No hoy.

No cuando tan solo una hora atrás había abandonado la tumba de mis padres. No después de todo el trabajo que les costó el obligarme a dejar el cementerio, tanto que Tyler casi me llevó a cuestas sobre sus hombros para sacarme de ahí. No cuando nada parecía importar ahora... Ni el estar dentro de su auto, ni el que él me estuviera observando de forma dubitativa a través del retrovisor a cada rato.

No sabía cuándo me volvería a importar algo de nuevo.

Nat apoyaba su cabeza en mi hombro, y a mi otro costado, Diana tenía mi mano entre las suyas, apretándola. No podía ser consciente de si existía algún tipo de incomodidad dentro del vehículo debido a eso, pero, si lo había, decidí pasarla por alto. Solo agradecía que ninguna de las dos de hubiera puesto a pelear cuando Tyler se ofreció a llevarnos a todas. David había venido en su propio auto, por lo que se despidió de mí antes que los otros; me dio un último abrazo, un beso en la mejilla y se marchó con la promesa de vernos pronto.

Pedí que Claire fuera la primera a la que Tyler dejara en su casa, dado que me preocupaba que su madre comenzara a hacer llamadas y provocar un escándalo porque ella se había escapado de su cuidado. Mi amiga se despidió de mí del mismo modo en que me dio sus condolencias: con un abrazo tan fuerte que sentí que me había roto algo.

Tanto Tyler como Diana expresaron su inquietud por que me quedara sola en casa, pero Nat, sin embargo, les instó para que me dejaran hacer lo que yo quisiera. Si quería estar sola, estar en paz, ellos me harían caso... Al menos, por hoy.

Me sobé la frente con el brazo que no era prisionero de Diana, en un vano intento por calmar las pulsaciones dolorosas que atacaban mi cráneo. Lo único que quería hacer por ahora, era llegar a casa... Y, al mismo tiempo, no lo deseaba. No quería llegar a ese lugar, donde había tenido mi última conversación con ellos. Donde los vi por última vez.

Por fin, antes de que me diera cuenta, Tyler giró las llaves del auto y este se detuvo, frente a mi casa.

—Gracias, chicos —dije para todos, con la voz débil y enronquecida—. Gracias por estar aquí. Por... por todo... —Mi voz perdió fuerza y ya no pude continuar hablando.

Nat esbozó una media sonrisa, al tiempo que deslizaba un brazo por encima de mis hombros.

—Si necesitas algo —dijo con serenidad—, cualquier cosa, sólo dínoslo. ¿De acuerdo?

Asentí.

—¿Estás segura de que quieres estar sola? —inquirió Tyler por enésima vez, mirándome fijamente con el ceño fruncido a través del espejo.

Volví a agitar la cabeza en otro asentimiento sin fuerza.

—Solo por hoy, ¿sí? —pedí. Diana me quedó viendo con una mueca preocupada en el rostro, y le devolví una leve sonrisa—. Voy a estar bien. Solo... —Tragué saliva— quiero estar sola.

Escuché cómo Tyler suspiraba con cansancio. Diana apretó más mi mano y Nat volvió a acomodar su cabeza en mi hombro.

Los tres se despidieron de mí mirándome con un viso receloso, como si no confiaran en que no fuera a cometer una estupidez si me dejaban ahí, sin compañía. Lo único que me tranquilizaba, era que Tyler iría a dejarlas a sus casas, y eso era algo menos de qué preocuparme.

Cuando el auto negro de Tyler se alejó lo suficiente como para saber que ya no me veían, dejé escapar lentamente el aire que había retenido por largo rato en los pulmones. Esa sola acción me hizo sentir más ligera, y más cansada a la vez. Más serena, y al mismo tiempo más histérica.

Un millar de sentimientos se peleaban por hacer estragos dentro de mí, pero ninguno era mejor que el otro.

Giré sobre mi eje con una pesadez excesiva..., y me quedé estática, sin mover un solo músculo, observando el porche de mi hogar. Viendo la entrada como si no fuera parte de la casa en la que crecí. Como si fuera un lugar totalmente desconocido para mí.

Di un suspiro largo y avancé, cada paso más lento y arrastrado que el otro, hasta que estuve justo frente a la puerta principal.

Cerré los ojos con fuerza, antes de meter las llaves en el cerrojo y entrar.

Todo estaba tal cual lo habíamos dejado mi hermano y yo por la mañana. Una chaqueta de él descansaba sobre uno de los sillones, mientras que en un pequeño plato de la mesa de centro yacían todas las colillas de los cigarrillos que se había fumado a lo largo de la noche. El bolso con el que me iba a trabajar estaba tirado de forma descuidada en el sofá, pero el resto de la casa seguía tan limpia como la había dejado mi mamá antes de irse.

Mis manos viajaron hasta posarse sobre mis ojos, en un intento necio por no decaer. Me restregué los párpados con fuerza y me dirigí a la cocina, en busca de algo con qué alimentarme, a pesar de que no tenía hambre en realidad.

Sin esforzarme demasiado, vertí un poco de leche y cereal en un cuenco y me quedé de pie para comer, aunque fuera, un poco. Sumida en el profundo silencio de la casa.

Y entonces, ahí en medio de la cocina, con el plato de cereales en una mano y una cuchara a medio camino de llegar a mi boca, una voz femenina llegó a mis oídos:

—¿Qué debo decir si siento lo que pasó, pero en el fondo no siento nada, pero sé que si pudiera haber hecho cualquier cosa para evitarlo, lo habría hecho?

No tenía que darme la vuelta para saber que Akhliss y Khaius estaban detrás de mí. Ahora que había oído su voz, podía ser consciente de que ambos estaban a un par de metros. Parecía ser que la torpe habilidad que tenía solía fallar y había ocasiones, como esta, en que no los detectaba cerca de mí en absoluto, sino hasta que ellos se hacían notar.

Cerré los ojos y negué con la cabeza, dejando mi plato en la pequeña mesa circular de la cocina.

—Solo dices «lo siento» —murmuré, todavía sin encararlos.

—En ese caso, no sabes cuánto lo siento. —La voz de Akhliss no se escuchaba burlona para nada.

Respiré hondo y me di la media vuelta, sin demasiado ánimo de tratar con ninguno de los dos.

Estaban en la entrada de la cocina, uno al lado del otro. Akhliss apoyó la espalda en la pared, dedicándome una sonrisa cuya alegría no alcanzó a tocar sus ojos violetas. De inmediato, fijé la vista en Khaius, que tenía los brazos cruzados sobre el pecho, con expresión impasible.

—Se lo dijiste a todos —dije en dirección a él. No pretendía que mis palabras sonaran como reproche, pero lo hicieron.

Él había sido el primero en enterarse, lo escuchó desde lejos en la mente de mi hermano. El pasmo que vi en su rostro ayer, en ese momento previo a que entrara en la casa y viera a Anthony llorando y que yo creí —erróneamente— que se trataba de un problema suyo, se debió a eso.

Él lo supo incluso antes de que yo entrara en la casa.

Khaius apretó los labios con fuerza y desvió la vista, sin responderme. Sabía que no se había atrevido a ir a ver a Nat por pura imprudencia. Entendía que su intención fue buena, pero no estaba segura aún si su decisión me había levantado el ánimo o si, por el contrario, me abatió más de lo que ya estaba.

—No tienen que hacer esto —solté, negando con la cabeza.

—Nadie nos obligó, Amy —dijo Akhliss, apartándose de la pared para llegar donde estaba yo.

—La verdad, hoy quiero estar sola. —Oscilé la vista entre ambos—. Por favor.

Akhliss frunció el ceño, y luego giró la cabeza para mirar a Khaius. Él torció el gesto y se encogió de hombros, pero ella volvió a fijar la vista en mí.

—Linda, no creo que sea buena idea que estés sola ahora.

—¿Por qué no? Ni que fuera a intentar matarme o algo así. —No quise que mi voz sonara así de agresiva, pero lo hizo.

—Amy... —Khaius vaciló.

—Escuchen —suspiré, harta ya de pedirlo, harta de la gente. De todo—, les pido... les pido que sólo hoy me dejen sola, ¿de acuerdo? No voy a hacer ninguna estupidez, lo juro.

—Amy —replicó Akhliss, con un dejo suave—, sé lo que debes estar sintiendo, pero...

—¡No, no lo sabes! —espeté, sin poder controlarme. Mi respiración se agitó en un santiamén con ese arrebato—. ¡No tienen la menor idea de toda la mierda que estoy sintiendo! ¡Así que solo váyanse, ¿quieren?!

Vi cómo las expresiones de ambos cambiaban de forma repentina, pero lejos de enfadarse, solo mantuvieron un semblante inconmovible.

Akhliss inspiró hondo antes de volver a hablarme, con el mismo tono aterciopelado de recién, sin inmutarse porque yo le grité.

—Ven... —Avanzó el último paso hasta alcanzarme y tomó mi brazo—. Debiste haber estado mucho tiempo de pie. Siéntate un rato, ¿sí?

Tiró de mí, y yo no me esforcé por llevarle la contraria. Dejé que me arrastrara desde la cocina hasta la sala de estar. Khaius nos siguió a paso tranquilo, mientras que Akhliss me llevaba al sofá e hizo que me sentara a su lado. Un suspiro cansino brotó de mis labios. Realmente necesitaba estar a solas en esos momentos, y ni siquiera la compañía de ellos hacía que el ambiente fuera más ameno.

Pero entonces, logré fijarme en una pequeña caja blanca —una que, estaba segura, no se encontraba ahí recién— que descansaba sobre la mesa de centro.

—¿Qué es esto? —inquirí, estirando el brazo para tomarla. Me percaté de que mi celular también estaba encima del mueble.

—Ese día que me dejaste con tu amiga en el bar, ella mencionó que tu celular se había roto —contestó Khaius por lo bajo, sentándose en uno de los sillones cerca de nosotras.

Volví a mirar la caja blanca entre mis manos, sin el valor para abrirla. Me tomó un minuto reaccionar y darme cuenta de lo que era.

—¿Me compraron un celular? —pregunté, elevando en tono de mi voz a causa del pasmo.

—Bueno, asumo que se rompió durante la pelea con Naamáh, así que... —Khaius no supo cómo terminar su oración y se encogió de hombros, esbozando una mueca de disculpa.

—Y por alguna razón, ustedes piensan que un regalo material podrá hacer que deje de sentirme como la mierda.

El asombro —y lo que me pareció ser vergüenza— surcó las facciones de ambos en ese instante. El demonio se mordió los labios con incomodidad, bajando la cabeza, mientras que la diablesa a mi lado desvió la vista de mí con rapidez.

—No era esa la intención, nosotros solo... —La respuesta de Akhliss perdió fuerza hasta convertirse en un murmullo inaudible.

Miré de nuevo la caja nueva envuelta en un plástico transparente. Un jadeo imperceptible escapó de mis labios.

—Pero ¿por qué? —cuestioné, sin esconder mi incredulidad.

—Lo siento, sólo fue algo que pensamos rápido. —Khaius sonaba más allá de lo avergonzado—. Fue... fue lo primero que se nos ocurrió y...

Mi vista viajó hasta el teléfono roto depositado encima de la mesa. Mi teléfono. El aparato que, a pesar de no ser antiguo, para el tiempo en el que vivimos donde la tecnología avanza a pasos agigantados cada día, ya podía considerarse como pasado de moda.

Estiré la mano para alcanzarlo y examinarlo con cuidado. Apreté el botón lateral para encender la pantalla y ver, con mayor claridad, la esquina negra provocada por la ruptura que impedía ver la imagen en su totalidad.

Entonces, de forma inconsciente, una sonrisa casi imperceptible se dibujó en mi rostro.

—Este celular me lo regalaron mis padres —expliqué en voz baja, sin ser consciente si alguno de ellos me prestaba atención.

La mano de Akhliss acarició mi antebrazo en un gesto que pretendía ser consolador, y no pude pasar por alto el ardor que su tacto me provocó. Porque el que ella y cualquier otra persona hiciera lo mismo, no era igual. Porque ella no era humana, y su simple contacto me recordaba que éramos diferentes.

Alterné la vista entre ambos.

—Son demonios. —El desconcierto en mi tono era palpable—. ¿Por qué hacen esto? ¿Por qué rayos les importa cómo me siento?

Khaius levantó la cabeza. Sus ojos ambarinos se encontraron con los míos.

—Porque, aunque no lo creas, sabemos lo que se siente perder a quienes más nos importan —dijo casi en un susurro.

A mi lado, vi de reojo cómo Akhliss cerraba los ojos con fuerza, antes de tomar una respiración honda.

Mis ojos volvieron a clavarse en el aparato roto en mis manos.

El recuerdo del día en que me lo dieron surcó mi mente: durante un cumpleaños, con mis padres despertándome temprano por la mañana y entregándome la caja nueva, los dos con una sonrisa en el rostro. Mi mamá, alegre con la esperanza de que con el artefacto pudiera interactuar más con el mundo, y mi papá agradecido porque iba a tener más contacto conmigo cuando se fuera a sus viajes lejos de la ciudad. Sabía que, de tantas otras cosas, el recuerdo de un celular podía ser el más frívolo de todos. Pero no era el hecho del regalo en sí, era el recuerdo de ellos dándomelo. Despertándome en la mañana, entusiasmados y felices. Un recuerdo que ahora solo se quedaría en mi mente.

Un recuerdo único, del que ya no habría repetición... Tal y como tampoco lo había del celular.

Akhliss estiró una mano para acariciar mi rostro y pegué un pequeño salto, puesto que, por unos segundos, había olvidado por completo el lugar donde me hallaba. No fue sino hasta ese momento, en que ella pasó un dedo por mi mejilla, que me di cuenta de que estaba llorando.

De inmediato, me apresuré a frotarme los párpados.

—L-lo siento —musité.

—¿Estás bromeando? No te disculpes por llorar —dijo Akhliss con un matiz suave, tranquilizador—. Agradece que tú sí puedes hacerlo.

Khaius se levantó del sillón en el que estaba, y entonces, sacándome de balance, se instaló al lado mío. Su mano se acomodó encima de mi espalda con cuidado. Su semblante parecía abatido, como si no se esforzara por mantener una actitud impasible, sino como si hubiera decidido demostrar su empatía hacia mí.

Entonces pude ser consciente de cómo otra lágrima caliente se deslizó por mi rostro, sin poder evitarlo.

Acomodé mi cara entre mis manos para que ninguno pudiera ver cómo las lágrimas comenzaban a caer por mis mejillas, y oí vagamente cómo Akhliss me regañaba por ocultar mi llanto, pero no me importó. Así como tampoco me interesó llorar frente a dos demonios.

No importaba, porque a ellos tampoco les afectaba que hubiera empezado a derramar lágrimas ahí. Porque para eso estaban ahí, conmigo, y entonces volví a sentir la misma sensación que me había surcado en el cementerio. Pero, no supe por qué, ésta fue más abrumante.

De algún modo, y aunque fuera de forma mínima, escasa..., de alguna manera que ni yo misma entendía, me di cuenta de que todo lo que ambos habían hecho era por mí.

Porque, de alguna forma sobrenatural y desconocida, comprendí que había conseguido meterme en sus vidas... Como ellos en la mía.


~*~*~*~


En cuanto los demonios se fueron, entendí el por qué no habían querido dejarme sola sino hasta muy entrada la noche. Porque en cuanto me vi envuelta en la soledad de una casa que parecía ser demasiado grande para una sola persona, descubrí cuán malo podía ser eso para mí.

El silencio lúgubre parecía amenazar con volverme loca, pero tampoco se sentía correcto ponerme a ver películas a todo volumen, ni oír música, ni nada de eso. Aún se sentía como si fuera demasiado pronto para hacer cualquier cosa.

Como si, en cualquier minuto, ellos fueran a entrar por la puerta principal.

La hora que pasé sumida en el silencio mirando el suelo en el sofá de la sala de estar me bastó para saber cuán cansada me encontraba. En el momento en que me puse de pie, mentalizándome para ir a dormir, los ruidos de rasguños provenientes de la puerta del patio trasero me hicieron pegar un salto.

Me puse de pie y me dirigí a abrir la puerta para dejar entrar a Alexander, y me volví a encerrar. El perro ya era consciente de la hora aproximada en que solía ir a dormir, por lo que, si yo estaba abajo, rasguñaba la puerta para pedir entrar. Pero si no, él buscaba la forma de meterse por sí solo, no dejaba que nadie más se le acercara.

Subí al segundo piso, con el perro negro siguiéndome, pero me detuve en cuanto estuve en medio del pasillo. En cuanto vi la puerta de la habitación de mis padres. Avancé con extrema lentitud hasta que llegué al frente de la puerta. Estiré el brazo para tocar el pomo, pero mi mano se quedó ahí, suspendida en el aire a medio camino de llegar.

En ese momento, una sensación helada en mi piel y una vibración en el centro de mi tórax hicieron que me diera la vuelta de golpe.

Unos ojos grises que ya conocía tan bien me escrutaron con cuidado, con el semblante serio, como evaluando mi estado.

Sabía que debía tener los párpados hinchados y un aspecto descuidado. Sabía que debía de verme muy mal por ahora, pero no le di importancia a nada de eso. Lo único que casi me avergonzó, fue el que me descubriera a punto de hacer algo muy nocivo deliberadamente.

Me alejé de la habitación de mis padres y me quedé en medio del pasillo, sin dejar de sostener su mirada penetrante.

—Lo lamento —dijo con voz ronca, con un matiz monótono que no denotaba ninguna emoción.

Aun así, el que él dijera eso causó una reacción extraña en mi pecho, algo que no deseaba sentir por ahora. No con todo esto.

Pero no pude evitarlo. No pude impedir que un calor ajeno —y abrumador— se instalara en el centro de mi ser.

Negué con la cabeza, al tiempo que desviaba la vista de él.

—Sabía que algún día los iba a perder —dije con un hilo de voz, incapaz de saber si eso le interesaba a él—. Sé que eso es parte de la vida. Pero no esperaba que fuera tan pronto. No esperaba que fuera de esa forma. No así...

—La muerte es siempre fortuita.

—E injusta... —Mi voz se quebró debido al nudo que apretó mi garganta. Cerré los ojos con fuerza y volví a negar—. No puedo creer que mi última conversación con ellos haya sido una estúpida discusión.

Él no respondió, y yo tampoco me esforcé por agregar ninguna otra cosa.

Un silencio tenso se instaló entre nosotros.

El cansancio gritó en cada músculo de mi cuerpo, y lo resentí en mi sistema. Di un suspiro largo, antes de volver a encararlo.

—Ahora mismo... me gustaría que me dejaras sola —murmuré y, sin esperar una respuesta suya, doblé en el pasillo hasta llegar a mi recámara.

Busqué mi cama en un acto casi desesperado, pero en vez de recostarme de forma normal, me acomodé en una posición sentada, con la espalda contra el cabezal de madera. Recogí las piernas hasta pegarlas a mi pecho, las abracé para mantenerlas ahí, y escondí la cabeza entre las rodillas.

Se hizo otro silencio, incómodo y tortuoso por sobre todas las cosas, más que nada porque era consciente de que él seguía ahí. No se había ido, pero eso era de esperarse. ¿Cuándo él me había hecho caso en algo?

—Lo que sea que tengas que decir, ¿no puede esperar hasta otro día? —inquirí sin levantar la cabeza.

Él se tomó un minuto para responder.

—No vengo a decirte absolutamente nada.

—¿Entonces puedes irte?

Estaba al tanto de lo patética que debía verme en esos momentos, pero no me importaba. No me interesaba en lo más mínimo lo que sea que él fuera a pensar de mí.

En ese instante, sentí cómo el peso de su cuerpo hundía ligeramente la cama.

—Azazziel, por favor... —susurré, quebrándose mi voz en el proceso.

Sentí cómo una de sus manos se aferraba a mi brazo y tiraba suave pero firmemente hacia él. La fatiga y el cansancio, que me habían vencido desde hacía un par de horas, me hicieron rendirme. Guio mi cuerpo hasta que estuvo muy cerca del suyo, y entonces su otra mano se acomodó en mi cabeza y me acercó a su pecho.

Mis ojos se cerraron con fuerza, solo porque el ritmo acelerado que tomó mi corazón no era agradable. Dolía. Dolía igual como lo había hecho desde la noche anterior, desde que aquella noticia brotó de la boca de Anthony...

—¿Cómo se supera esto? —musité—. ¿Cuándo deja de doler?

—Jamás —susurró cerca de mi oído—. Pero aprendes a vivir con el dolor.

Me mordí el labio inferior con demasiada fuerza, sin importarme si me hacía una herida.

Me le acerqué de modo que pudiera ser más cómodo para mí, me acoplé a su cuerpo, con las piernas aún recogidas. Dejé descansar mi mano hecha un puño apretado sobre su pecho, y él, en respuesta, rodeó un brazo alrededor de mi cintura y con el otro acarició mi pelo.

Ya no tenía las fuerzas para continuar aguantando. Ya no podía seguir haciendo como que podía con lo que me había pasado. Ya no podía seguir haciéndome la fuerte.

Así que ahí, hecha un ovillo colmado de emociones impetuosas, acurrucada entre sus brazos, me derrumbé.

Solo entonces pude llorar, pero no como antes con Akhliss y Khaius, sino de verdad. Las lágrimas, calientes y desbocadas, se deslizaron por mi rostro una tras otra sin pausa. Los sollozos brotaron de mi boca como ruidos cortos, bruscos y ahogados. Desesperados. Un lamento atestado de angustia y pesar, provocándome estremecimientos que no podía controlar. Un clamor que solo con él pude dejar salir.

Lloré como no recordaba haberlo hecho antes.

Azazziel no dijo nada. No hizo lo que suelen hacer las personas en momentos como ese: murmurar palabras de consuelo para tratar de calmarte y hacer que dejes de llorar. Él simplemente se quedó ahí, estrechando mi cuerpo bajo un silencio que era de todo, menos incómodo. Con sus brazos apretándome, impidiendo que mi interior se hiciera pedazos.

Porque él sabía que nada de lo que pudiera decir iba a mitigar mi dolor. Porque él ya había pasado por esto, y seguramente entendía mejor que nadie que ninguna palabra en el mundo podría calmar la tempestad desgarradora que abría una herida inmarcesible dentro de mi ser. Una herida que nunca iba a poder sanar.

Porque sabía que en esos momentos no necesitaba palabras... Sólo que me dejara sacar, aunque fuera un poco, la pena que estaba despedazando mi alma.

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