El club de las sonrisas rotas.

By timetosaygoodbye_

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OBRA REGISTRADA EN SAFE CREATIVE BAJO EL CÓDIGO 1412262839509. ¿Te has sentido alguna vez solo, a pesar de es... More

Prólogo.
Capítulo I. David.
Capítulo II. Clara.
Capítulo IV. Nicolae.
Capítulo V. Nico y Clara.
Capítulo VI. David y Nana.
Capítulo VII. Cuando las cosas se tuercen.
Capítulo VIII. Los hospitales son feos.
Capítulo IX. Gracias.
Capítulo X. ¿Fin?
Epílogo.
Diario de David.
Agradecimientos.

Capítulo III. Nana.

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By timetosaygoodbye_

Después de haber recorrido a toda velocidad los pasillos y escaleras del edificio, le ardían las piernas. El aire se escaba de ella, que intentaba recobrar el aliento a duras penas. No sabía qué iba a hacer. Si volvía abajo, él, la vería. Y si él la veía, ya no tendría ninguna oportunidad de escapar. Así que avanzó por el pasillo de la tercera planta, dispuesta a meterse en su casa o aporrear la puerta de algún vecino. Ya no podía más.

                Pero cuán fue su sorpresa al girar la esquina y verle allí. Se le congeló la sangre en las venas. No podía escapar.

                Nana no recordaba muy bien cómo entró a formar parte del Club de las sonrisas rotas. Pero no le desagradaba, tampoco. Podría decirse que ella fue una de las fundadoras.

                Una tarde de verano, cuando David y Clara ya habían terminado con el grupo de integración, se encontraron, sin querer, en la calle. Nunca había ocurrido eso antes. Por lo general, los dos amigos andaban por zonas muy diferentes de la ciudad que Nana. Ahora Clara estaba en un aprieto. ¿La ignoraba, la saluda, o qué? Si David se percataba de que se conocían desde hace mucho, empezaría a hacer preguntas a las que Clara no tendría respuesta.

                Así que cuando vio a Nana acercarse por la calle, desechó estos pensamientos y la sonrió.  Antes de que Clara pudiese decir algo, la otra se le adelantó:

                —¿Es este tu novio?

                Ambos estallaron en carcajadas. David miró con interés a la chica, desconocida para él.

                —¿Nos presentas, Clara?

                Clara hizo las presentaciones, y se tendieron las manos, con una fingida profesionalidad.

                Y así empezó todo. La verdad es que David no hizo muchas preguntas sobre Nana. Simplemente, aceptó que Clara tuviese más vida social aparte de él. Lo comprendía, aunque le doliese un poco. Pero no tenía derecho a decir nada.

                Los pasos resonaron sombríos mientras que el hombre gordo se acercaba a ella. Así lo llamaba "el hombre gordo", pues en realidad no sabía su nombre. Tampoco es que quisiera saberlo: el mote le sentaba a la perfección.

                Sabía que si echaba a correr en ese momento, no lograría despistarle. Antes había tenido mucha suerte, pero no creía que fuera a repetirse. El hombre gordo se acercó a ella, regodeándose con la imagen de la Nana de catorce años: inocente y en pijama. Era una noche de sábado, el noventa por ciento de aquel bloque de colgados, drogadictos y alcohólicos estaba por ahí. No podía pedir ayuda. Y hacía tiempo que les habían cortado la línea telefónica. No podía hacer nada.

                El hombre gordo se acercó más. Emitía una especie de sonido animal, algo gozoso pero asqueroso a la vez. Como la risa de un malvado, solo que mil veces más repugnante. Nana le miró, asustada. No sabía qué quería de ella, pero no creía que fuera nada bueno. Y no sabía cuánta razón tenía.

                El principio del verano es una época marcada por las risas, las ganas de vivir y el aburrimiento. Un terrible aburrimiento. Así que David no puso ninguna objeción cuando Clara sugirió salir aquella noche con los amigos de Nana.

                Clara y David no solían ir a locales de fiesta, preferían la soledad. Pero aquella noche hicieron una excepción. Se pusieron sus mejores galas, o las que creían que eran sus mejores.  Pero nadie les miró con desaprobación al llegar, así que supusieron que habían acertado. Fue un alivio para ambos.

                Nana los recibió en la puerta de un pub oscuro, con música estridente y luces de colores chillones. Saludó a ambos con la mano, pues no podían escuchar su voz por culpa del ruido. Pero todos lo entendieron, y entraron dentro.

                Al entrar, les sorprendió la cantidad de gente que cabía en un lugar tan pequeño. Docenas de personas apelotonadas de mala manera, bailando, restregándose, y bebiendo. Todos tenían una copa en la mano (cosa que hizo sonreír a David).

                Un confuso conjunto de apretones de manos, inclinaciones de cabeza y demás presentaciones con los amigos de Nana fueron al principio. En seguida, uno de ellos trajo algo de beber. La música resonaba en sus oídos. Iban a pasarlo en grande.

                El hombre gordo ya estaba justo en frente de ella. Nana le llegaba a la altura del ombligo. Llevaba una camisa de tirantes blanca, con manchas de grasa aquí y allá, que le quedaba bastante pequeña. Tan desagradable de ver como su portador.

                —¿Corrías de algo, pequeña? — dijo con voz cavernosa.

                La niña pudo notar cómo las lágrimas corrían por sus mejillas. En ese momento, odiaba a su madre, odiaba a todo el mundo. Odiaba a su madre por irse a trabajar hasta tarde y dejarla allí, sola. Odiaba al hombre gordo por haber aporreado la puerta de su apartamento de noche, se odiaba a sí misma por haberla abierto. Odiaba haber sido tan tonta como para no poder evitar que aquel tipo entrase en su casa. Odiaba haber corrido fuera, sabiendo que la perseguiría. Lo odiaba.

                Nana no dijo nada, solo agachó la cabeza. El hombre gordo se agachó. Los siguientes momentos fueron muy confusos para Nana. Sólo pudo ver cómo se perdía entre los brazos de aquel tipo, que la abrazaba. Quizás no fuera tan malo después de todo, y solo eran tonterías de borracho.

                Por eso se sorprendió cuando noto los labios del hombre gordo en su cuello, que lo recorrían.

                La noche transcurrió confusa para todos. Nana estaba despistada, tonteando con un tipo que acababa de conocer en el bar. Era guapo, era joven. Perfecto para distraerse por una noche. Sin embargo, David y Clara lo estaban dando todo. Ambos bailaban, visiblemente borrachos, con movimientos torpes. Se reían el uno del otro, divertidos, y los amigos de Nana les vitoreaban. Se sentían geniales.

                Nana se enredó un mechón de pelo en el dedo, mordiéndose el labio. No sabía si eso era sexy, pero en las películas lo hacían mucho, así que, ¿por qué ella no podía hacerlo? Cuando el tipo con el que hablaba fue a reponer sus bebidas, exploró con la mirada el panorama. Rio al ver a sus nuevos amigos pasárselo tan bien. Pero no todo el mundo era tan feliz en aquel bar.

                La barra estaba llena de borrachos desesperados, que ahogaban sus penas en alcohol. La mayoría eran bastante más mayores que el resto del bar. Maridos sin esperanza, viejos aburridos de la vida, y por el estilo. Pero había alguien que destacaba para Nana.

Casi se le paró el corazón al ver la mugrienta camiseta blanca de tirantes.

Tenía miedo. Estaba asustada. ¿Qué estaba haciendo aquel hombre con ella? Pero antes de que se diera cuenta, el hombre le arrastraba hacia su apartamento.

Hasta entonces, Nana había creído que su vivienda era cutre. Se sorprendió al ver la del hombre gordo. Papeles, basura y suciedad se acumulaba por todas partes, tapándolo todo. Muebles con las patas rotas, un sofá con espuma saliéndose por todas partes. Era un lugar horrible, no entendía cómo alguien podía vivir ahí. Pero supuso que si eres una persona horrible, puedes vivir en un lugar horrible.

El hombre la susurró al oído, mientras que la arrastraba hacia el sofá. "No tengas miedo".

Pero sí sentía miedo. Un miedo atroz, con la confianza de que algo fatal iba a suceder. Por eso no se arrepintió cuando, con todas sus fuerzas, le dio al hombre una patada en la entrepierna, y echó a correr.

El hombre gordo aún no la había visto. Podía salir de allí sin que se percatara de su presencia, si tenía cuidado. Pero no podía dejar allí a David y a Nana solos, rodeados de desconocidos. No podía.

Se acercó a la pista de baile, o al espacio despejado que actuaba de ella. Cogió a Nana por los hombros, que se movía de manera arrítmica, riendo y gritando.

—¡Tengo que irme! — gritó, perdiendo la compostura. Quería que la oyera por encima de la música, si es que era posible —. ¿Os venís u os quedáis?

Clara negó con la cabeza, así que Nana entendió que se quedaban. Suspiró. Al menos ya no cargaría con la culpa en su conciencia.

Enfiló de nuevo el camino hacia la puerta. Pero ya no tenía que esconderse, ya no podía. El hombre gordo estaba justo en frente de ella, con mirada divertida.

Su carrera duró poco. Antes de que pudiera salir del cuartucho siquiera, el hombre gordo se levantó con sorprenderte fuerza y le agarró del tobillo, haciéndola caer. Ahora estaba en el suelo, cogida de pies y manos. Sin poder escapar. Sin esperanza.

No pudo evitar llorar aún más. Las lágrimas salieron de sus ojos como cascadas interminables, que le ardían al entrar en contacto con sus mejillas.

—¡Has sido una niña muy mala! — gritó aquel hombre, arrojándole su aliento fétido sobre la cara —. ¡Y a las niñas malas hay que castigarlas!

Gritó desesperadamente al notar la mano de aquel tipo recorrer la piel por debajo de su ropa.

—¡Cuánto tiempo sin verte! — dijo, vociferando.

El hombre gordo había abandonado el edificio después del fatídico día. A la mañana siguiente, aquel piso había aparecido vacío. Y Nana no había dicho nada. Su miedo era aún mayor que su sed de justicia. Si aquel hombre se enteraba de que había contado lo que había ocurrido esa noche, volvería a por ella. Estaba segura. No podía correr riesgos.

Nana estaba paralizada. No podía creerlo. Habían pasado cuatro años. Había intentado de todas las formas enterrar los recuerdos. Y ahora, ahí estaba, el recuerdo viviente de toda su desgracia.

Cuando el hombre le puso una mano sobre los hombros, reaccionó. Ahora era fuerte. Ahora era una luchadora. No se dejaría intimidar. No podía dejar que nada volviera a pasar. Otra vez.

—¡NO TE ATREVAS A TOCARME! — Pronunció las palabras con fuerza, intentando imprimir toda la seguridad posible en ellas, sin conseguirlo.

Pero dio igual, pues se movió rápido. Cogió un vaso de uno de los que estaban bailando, y se lo arrojó al hombre a la cara. Como estaba desprevenido —y borracho— no pudo evitar que le entrase el líquido en los ojos, cegándole momentáneamente

Nana huyó corriendo, bajo la mirada atónita de Clara, que lo había visto todo.

Lo peor fue el calor. Tenía un terrible calor. Pero no era calor exactamente, era fuego. Fuego que la recorría por dentro y por fuera, fuego que la quemaba, que le hacía daño. Podía notar su sangre ardiendo en sus venas, podía notar cómo se derretía bajo el cuerpo del hombre. Era una maraña de dolor. Solo era dolor.

El hombre la despojó poco a poco de sus prendas, recreándose en cada momento. Nana sentía ganas de vomitar. Lloró, gritó, e intentó moverse, pero no pudo hacer nada. Estaba completamente a la merced de la camiseta de tirantes blanca.

Nana salió a la puerta del pub. El aire de la calle le impactó en la cara, secándole las lágrimas. En seguida apareció Clara detrás de ella.

—¿Qué ocurre Nana? ¿Quién era aquel tipo...?

Se calló al ver que su amiga estaba llorando. No hizo preguntas. Solo la abrazó. Y estuvieron así unos momentos, Clara y Nana, abrazadas, en mitad de la calle. Y por esos momentos Nana se sintió mejor.

Aquello también era parecido al calor, al fuego. Pero era un fuego dulce, que le acariciaba la piel, que le hacía sentir bien. Y se aferró a ese fuego. Se aferró de verdad.

El hombre gordo fue rápido. A pesar de estar borracho, no dudó ni un momento. Nana gritó, sin poder hacer nada. Y cuando el hombre gordo terminó, dejó de llorar. Ya no podía llorar. Se quedó inmóvil.

"Estoy muerta", pensaba. O al menos eso creía, pues no era capaz de moverse, no era capaz de llorar. No era capaz de nada.

Por eso no hizo ningún ruido cuando el hombre gordo abrió la puerta y se fue, dejándola sola, en el suelo, inmóvil; en aquel terrible lugar infectado de suciedad por todas partes.

Las estrellas empezaron a brillar más para Nana aquella noche. Desde luego, seguía teniendo aquellos terribles recuerdos, aquellas terribles sensaciones. Jamás se libraría de ellas. Pero se había enfrentado a su miedo (y luego había huido de él).

Clara y Nana se habían quedado en un parque cercano, en los columpios, como cuando eran pequeñas. Y por una vez, Nana había contado su historia. Entre lágrimas, sollozos, y abrazos, le había relatado a Clara el terrible relato.

—Tienes que prometerme — dijo cogiendo aire —. Que no se lo contarás a nadie.

—Pero Nana, tienes que entender que...

—A nadie — cortó, tajante.

Clara no rechistó. "Supongo que todos tenemos nuestros secretos. Y yo no tengo derecho a contar los de los demás", pensaba. Pero se sentía mal por aquello. Sabía que Nana necesitaba ayuda. Sabía que Nana necesitaba que se hiciera justicia. Pero no era su trabajo que esto se cumpliera. No puedes ayudar a alguien que no quiere ser ayudado.

A la mañana siguiente, Nana se despertó en la misma posición en la que se había dormido. No sabía cómo había podido conciliar el sueño. Tampoco quería saberlo.

Los recuerdos de la noche anterior acudieron difusos a su mente. Un sollozo se instaló en su garganta, con miedo de aquel hombre volviera. Pero su razón se impuso: se vistió rápidamente y salió al pasillo.

Al cerrar la puerta del edificio detrás de ella, y salir a la urbanización, se sintió liberada. Una bomba de aire explotó en su pecho.

Y lloró. Y gritó. Y corrió mientras lloraba y corría. Y hizo que sus piernas ardieran hasta que no pudo más, rememorando a cada paso la noche anterior. El aliento del hombre gordo. Su manera horrible de decir "pequeña". Y se quedó allí, en un callejón, acurrucada, sollozando y preguntándose por qué había tenido que levantarse aquella mañana.

—¿Qué hacéis aquí, chicas? — David acababa de entrar en escena —. Llevo buscándoos un buen rato. ¡No podéis dejarme solo...!

Las chicas rieron.

—Cállate, David.

—A sus órdenes, mi capitana — hizo una saludo militar y se sentó al lado de Clara.

Los tres observaron la noche, en silencio. Y vieron cómo los miedos, los demonios, la oscuridad de Nana se disolvía en el aire. Un poquito.

Era el final de un día. Y el principio de algo grande.

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