... O te sacarán los ojos

By DianaMuniz

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Ha pasado un año desde que sucedió todo. John ha rehecho su vida lejos de su pasado. Pero no todo es perfecto... More

John
Henry
Isabella
Henry
Isabella
John
El Condenado
Henry
David
John
El Condenado
Isabella (1ºparte)
Isabella (2ª parte)
John
M
John
Isabella
Sarah
David
John
Beaver
Isabella
El Condenado
David
John
David
Isabella
David
Isabella
John
David
John
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Michael
David
Isabella
El Condenado
David
John
David
John
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David
John
Isabella
David
Beaver
David
Beaver
David
Isabella
David
Isabella
John (primera parte)
John (segunda parte)
El Condenado
Isabella
El Condenado

John

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By DianaMuniz

Me gusta volar. Me gusta mucho volar… pero creo que prefiero caminar. Saltar, correr, bailar, follar… sí, hay cosas más divertidas que volar. Ahora lo sé.

 Le dolía la cabeza. Como cada mañana se despertaba con la sensación de que no había dormido. Apagó el despertador de un manotazo y se incorporó con parsimonia frotándose los ojos. Se masajeó las sienes en un infructuoso intento de mitigar su migraña. Era una mierda, era como levantarse con resaca cuando la noche anterior no había tomado una copa.

«¿La noche anterior?». John abrió los ojos, se incorporó de golpe y miró a su alrededor. Era su cama en el salón del estrecho ático sin habitaciones que había llamado hogar. Su ropa estaba hecha un barullo en el suelo y su abrigo de lana negro colgaba del respaldo de una silla. Todo estaba como siempre, como cada día, sólo que esta vez él no recordaba haberse metido en la cama.

¿Cómo había llegado allí? Lo último que recordaba era haber salido a cenar «Tomar una hamburguesa» con esa chica del café «Isabella». Recordaba que le molestaba el tabaco y él se había ofrecido a salir fuera para que pudiera acabar su cena sin humos. Recordó un saludo a través del cristal. Había sido divertido, ¿no era así? «Pero no está bien, John, ella no te conoce». Sólo había sido una hamburguesa, tampoco era una proposición de matrimonio. Tampoco tenía que contarle su triste historia ni confesarse ante ella. «Sólo una hamburguesa».

Lo que sucedía es que no recordaba más allá de la maldita hamburguesa y del puto cigarrillo. Nada. El vacío en su mente le llenaba de angustia. Recordaba haber tenido lagunas, otras veces. Pero…

En un acto frenético se rebuscó los brazos temiendo encontrar nuevas marcas de pinchazos.

—Joder no, joder no —farfulló asustado mientras se quitaba la camiseta aterrado por lo que podía encontrar. ¿Y si había tenido un momento de debilidad, y si había recaído…? — Por favor no, por favor no —suplicó mientras se inspeccionaba el cuerpo. Suspiró aliviado cuando no encontró ningún pinchazo. El único que había, era la marca de la analítica de hace tres días, y un cardenal amarillento que estaba a punto de desaparecer.

Pero la marca de su abdomen sí era reciente. «Quizás ya estaba y no la viste». Parecía que alguien había querido practicarle una apendicetomía de urgencia. John tragó saliva y contuvo las lágrimas. La cabeza le iba a estallar.

Rebuscó entre el montón de ropa que había en el suelo y sacó la camiseta que llevaba puesta la noche anterior. Efectivamente, había un roto en la zona del abdomen que encajaba perfectamente con su cicatriz. Tenía que haber una explicación. Una lógica y perfectamente plausible, pero él no la encontraba y no estaba seguro de que quisiera saberla.

Como no quería saber qué era la sustancia negruzca que impregnaba la prenda. No quería saberlo, pero se lo imaginaba.

Se quitó la vieja camiseta que usaba para dormir y se metió en la ducha, dejando que el agua fría se llevara sus preocupaciones. Quizás el mes que viene pudiera permitirse agua caliente, pero por ahora, las agujas heladas que se clavaban en su espalda, le daban el consuelo necesario; le indicaban que estaba vivo.

***

Había trascurrido la mitad de la mañana y el dolor de cabeza no tenía pinta de remitir. Se tomó su tercera aspirina y la acompañó con un café bien cargado que se bebió de dos largos tragos antes de atender a la jovencita que le sonreía desde el otro lado de la barra.

Era su pan de cada día, bonitas chicas que le sonreían sugerentes y que no se acercarían a dos metros de él si conocieran su pasado. Sólo tenía que vivir, trabajar, ganar dinero, pagar las facturas… concentrarse en esas cosas le ayudaban a seguir adelante. A pasar el día, uno tras otro, sin prisa. Era pronto para chicas, era pronto para todo.

—¿Qué te pongo? —preguntó mientras sacaba los vasos del lavavajillas sin mirar a la persona que estaba tras la barra. No miraba, esa era la clave, así que no vio la mano hasta que se estrelló con furia contra su cara.

Retrocedió dos pasos, frotándose la mejilla magullada y miró a su agresor.

—Isabella —murmuró sin comprender. Ella tenía los ojos llorosos y brillaban con una furia rabiosa. Si no estuviera la barra por medio seguramente se habría lanzado contra su cuello—. ¿Qué demonios…?

—Hijo de puta —masculló Isabella mascando cada una de las palabras con una ira que a duras penas podía contener—. ¿Cómo has podido?

—No, no entiendo —Intentó explicarse, pero ni siquiera sabía por dónde empezar. ¿Qué demonios había pasado? «Eso, dile que no recuerdas nada. Seguro que se lo cree». Pero era la verdad. Fuera lo que fuera que le hubiera hecho a Isabella, no lo recordaba.

—Eres un hijo de puta, ¿cómo…? —La voz se le quebró y rompió a llorar— ¿Cómo has podido hacerme esto?

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Sarah. Su jefa tenía la mirada dividida entre la escenita que se desarrollaba en la barra y las caras de los clientes. El silencio se había impuesto en el local y una veintena de cabezas se giraban hacia ellos. John sintió como la sangre abandonaba su rostro e incluso le pareció que su corazón se detenía por un instante. «No, no puedo perderlo. No puedo perder este trabajo. Por favor, Isabella, no me hagas esto».

—Sal afuera y arréglalo —le sugirió su jefa con un tono que no admitía réplicas. John asintió, «¿Arreglarlo cómo? Si no sé lo que he hecho» y dejó el delantal antes de desaparecer por la puerta que daba al callejón.

Una vez fuera, intentó tomar aire pero por muy hondo que respirara tenía la sensación de que el oxígeno no llegaba a sus pulmones. Se apoyó en sus rodillas y cerró los ojos intentando recuperar el control de su cuerpo y no ponerse a llorar como un niño pequeño.

—¡Hijo de puta! —repitió Isabella apareciendo por la puerta del callejón. Esta  vez no había una barra que los separara y se lanzó directamente hacia su cuello. John no tuvo tiempo de reaccionar ante la lluvia de golpes que le vino encima—. ¡Cabrón, cabrón! ¡Eres un mierda disfrazado de buen chico! Y pensar que me creí toda esa tontería de niño huérfano… ¡Dame una buena razón para que no avise a la policía!

—¿La policía? —preguntó sin dejar de cubrirse con los brazos.

—Sí. ¡Es lo que se suele hacer cuando se viola a alguien! ¡Pedazo cabrón! —dijo rompiendo a llorar. Isabella cayó de rodillas en el suelo mientras las lágrimas corrían por sus mejillas impulsadas por sonoros lamentos.

«¿Violación?». Una luz roja se encendió en la cabeza de John. No podía haber pasado eso. Eso no. Eso seguro que no. Le había sucedido demasiadas veces como para que él pudiera hacérselo a otra persona.

—Yo no te he violado —dijo con toda la determinación que pudo reunir.

—Ya lo sé —logró decir Isabella, sin dejar de llorar—, pero me sentí como si lo hubieras hecho. ¡Casi habría preferido que lo hubieras hecho, por Dios, así no me habría sentido tan… utilizada después!

—M-me… —John dudó un momento antes de seguir con la pregunta—. ¿Me he acostado contigo?

—Joder… —masculló Isabella con las mejillas encendidas por la ira y el dolor—. Pues acostarse creo que no es el verbo adecuado porque lo hicimos de pie en el puto callejón como si fuera una puta barata que no puede permitirse una jodida habitación. Pero no, como una puta no, porque a ella le habrías dado dinero después de habértela follado, pero la habrías dejado tirada igual que me dejaste a mí.

No conseguía recordar, no recordaba nada. Era frustrante… ¿y si lo había hecho? ¿y si…?

—No dices nada —observó Isabella.

—¿Qué quieres que te diga? —preguntó John intentando conservar la calma. «Que no tengo ni idea de lo que me estás hablando. Que lo último que recuerdo es fumar un cigarrillo y despertarme en la cama con una nueva cicatriz y la ropa llena de sangre». Tomó aire y miró al cielo. Allí estaba M, como siempre, observando desde el cable telefónico donde se pasaba todo el día. Esperando a que él saliera para acompañarle a casa, para acompañarle a todas partes…

—No lo sé —confesó ella recuperando la templanza poco a poco—. ¿Sabes? Soy la primera que está a favor del sexo esporádico. Algunas de mis mejores relaciones han sido esporádicas, completamente. Sin lazos, sin promesas, sin responsabilidades de ningún tipo. Y tú… bueno, estás como un tren.

John no dijo nada, se apoyó en la pared y esperó a que Isabella acabara lo que tenía que decir.

—Es por eso que no lo entiendo. Me tenías, solo me faltaba haberme puesto un cartel de Neón sobre la cabeza. Así que lo del callejón fue… bestial pero de alguna forma triste, previsible. Es solo que pensé… que tú no eras de esos. Supongo que me equivoqué. Todo el numerito de chico bueno… Mírate, estás aquí parado, y ni te enfadas ni te defiendes ni me insultas… Te quedas mirándome y tengo la sensación de que no puedo seguir cabreada contigo. ¿Cómo lo haces? Es como si no supieras de qué demonios te estoy hablando. Como si nada de esto fuera contigo.

—Lo siento —murmuró John. ¿Qué más podía decir?

—Lo sientes —repitió Isabella—. Sí, yo también.

Una gota fría se estrelló contra su cara. Estaba empezando a llover. Pronto, una nueva gota siguió a su compañera, y luego otra, y otra. Hasta que el aire se llenó de gotas suicidas. John no se movió, dejó que las gotas de agua se filtraran por su pelo y se lanzaran por su nariz. Isabella tampoco se movió. Se quedó allí, mirándole fijamente. Clavando sus bonitos ojos grises en él, esperando una respuesta que no podía darle.

—Deberías volver adentro —dijo finalmente, señalando la entrada de la cafetería—. Tu jefa debe de estar que trina por tener que encargarse ella sola de esa jauría de jóvenes hormonadas.

John asintió, hizo un leve gesto de despedida con la mano, no se atrevía a hacer nada más. Parecía que la joven se había calmado, pero él sentía los intestinos ateridos por los nervios, como si alguien les hubiera hecho un nudo tirante.

—Hay algo raro en ti, John Doe —le llegó la voz de la muchacha antes de desaparecer tras la puerta—. Pero no quiero saber qué es.

***

—¡Jesús, John, estás empapado! —exclamó Sarah al verlo—. ¿Estás bien?

—Sí —asintió John intentando recordar si había dejado una camiseta de repuesto en la taquilla. Le parecía que sí, era una precaución que solía mantener desde que le cayó una cafetera encima y tuvo que estar todo el día con la mancha marrón—. Esto… —Era un poco difícil—. Siento todo este follón, de verdad.

—No pasa nada —dijo Sarah, mientras le pasaba una toalla—. Pero procura que no pasen cosas así muy a menudo, ¿vale? Todos hemos tenido que tragar alguna vez con parejas celosas y no es la primera vez que me montan un numerito.

—No es mi pareja —murmuró. Se puso la toalla en la cabeza y se la frotó con fuerza intentando quitarse la mayor parte de la humedad retenida.

—No, ya seguro que no —se rio su jefa—. No tienes buena cara —añadió con cierto tono maternal.

John se fijó en la imagen que le devolvía el espejo. Su cabello oscuro enmarcaba un rostro más pálido de lo habitual y sus ojeras parecían descolgarse hasta la mandíbula. Sí, no tenía muy buen aspecto.

—Me duele la cabeza —dijo, como si esa fuera la causa de todos sus problemas.

—Quizás deberías tomarte el día libre —sugirió Sarah—. Solo un día —añadió al ver el gesto alarmado del muchacho—, para descansar. Lo necesitas.

—No —dijo negando con la cabeza. Aunque su cuerpo le decía que sí, que lo necesitaba, su cabeza no hacía más que recordarle que él cobraba por horas y que un día de descanso era un día sin dinero—. Estoy bien, de verdad.

—Como tú digas.

Sarah no parecía muy conforme con su respuesta, pero tampoco parecía sorprendida. John cerró la puerta del pequeño cuarto que usaban como vestuario. Tal y como recordaba, había una camiseta de recambio. Se cambió todo lo deprisa que pudo intentando no fijarse en las cicatrices que cubrían su cuerpo. Quizás las cicatrices tenían algo que ver con sus pérdidas de memoria. Bueno, ya había hecho todo lo que  podía hacer: había ido al médico y el buen doctor no le había dado señales de vida. En realidad, tampoco le extrañaba. No le había dado ningún teléfono de contacto y solo tenía su dirección. Correcta, eso sí, como atestiguaba el sobre sin abrir que estaba junto a su mesita de noche, esperando el día que fuera lo suficientemente valiente o cobarde como para abrirlo, y seguir viviendo o acabar con todo.

«Mierda, Isabella». El terror atenazó su corazón. Y si… Según ella, habían estado juntos, aunque él no lo recordara. Si había sido así, si había sido así y él estaba enfermo… «No, no, no». Apoyó la frente contra la taquilla y cerró los ojos con fuerza para evitar que las lágrimas que luchaban por salir lograran su propósito y escaparan de la prisión que ofrecían sus párpados, porque su voluntad ya no podía con ellas. «No, no, no, no». Se repitió una y otra vez como si fuera un monótono mantra, pero era la única palabra que era capaz de distinguir en toda la maraña de sentimientos y miedos que se formaba en su interior.

Sintió que las fuerzas le abandonaban y se dejó caer de rodillas. No podía más. Hoy no. No más. Escondió la cabeza en las manos y se secó las mejillas. Concentró todos sus esfuerzos en normalizar su respiración. El simple gesto de llenar sus pulmones y sacar el aire, resultaba una tarea mucho más hercúlea de la que hubiera imaginado. No podía salir así, y enfrentarse al mundo. Tenía que salir de allí. De repente, la oferta de Sarah parecía muy tentadora.

***

Sostuvo el sobre en sus manos. Pensando por enésima vez, si sería capaz de abrirlo, de leer su contenido y aceptarlo. Pero ahora no podía dejarlo estar, ¿no? Ahora no era su vida la que estaba en juego, era la de ella, Isabella. Si al menos consiguiera recordar algo…

El teléfono le sorprendió y le sacó de sus pensamientos. Apenas hacía un par de semanas que lo había instalado y lo usaba para poca cosa más que encargar comida a domicilio, debía de ser la primera que sonaba. Vaciló un momento antes de descolgar el auricular y acercárselo a la oreja.

—Disculpe —dijo una voz de mujer al otro lado—. ¿Es usted John Doe?

—Sí, soy yo.

—Oh, perfecto. La verdad es que llevábamos meses intentando localizarle, es una suerte que el señor Perkins encontrara su número.

—¿El Señor Perkins?

—Sí. Mire usted, le llamamos del hospicio Santa Susana, se trata de un centro de salud para personas con problemas de adaptación.

—¿Problemas de adaptación? —preguntó John enarcando una ceja.

—Esa una institución de salud mental.

—Un manicomio —resumió.

—Como prefiera —dijo la mujer del otro lado, transmitiendo cierto tono de hastío en su voz—. Uno de nuestros residentes, el señor Perkins, se ha referido a usted como su familiar más directo…

—Oiga…

—… así que llevamos intentando contactar con usted…

—… perdone…

—… desde hace casi dos meses.

—Yo no conozco a ningún Perkins —la interrumpió finalmente, alzando la voz a su pesar—. No sé de dónde ha sacado este número pero…

—Usted es John Doe, ¿verdad? No hay ningún error, Beaver nos dio su número de teléfono esta mañana.

—¿Beaver?

—Samuel Perkins, aunque responde al nombre de Beaver, insiste en que usted es su familiar más directo y…

—Sí —exclamó John reaccionando al reconocer el nombre—. L-le conozco… pero no soy su responsable. Y-yo… no tengo nada que ver con él. Hace años que no sé nada de él, ni de su vida, ni tengo dinero para ayudar ni nada de eso, lo siento.

—Bueno, lleva casi un año ingresado en nuestra institución con un trastorno grave. Pero desde hace unos meses insiste en verle. Si pudiera hacerle una visita… Sería muy beneficioso para su recuperación ver que hay gente que se preocupa.

—¡No! —Se lamentó del tono de alarma que se había adueñado de su voz, pero no era un buen momento para añadir otro problema a su lista—. Oiga, de verdad. Me importa mucho Beaver, pero ahora no puedo. Estoy… No es un buen momento. De verdad, lo siento mucho.

Y colgó el teléfono antes de que alguien pudiera replicarle. Le temblaba el pulso cuando lo hizo. Un triste reflejo de las convulsiones que recorrían su alma en ese instante, batallándose entre el terror de enfrentarse de nuevo a sus viejos fantasmas o enfrentarse a los nuevos; los que le borraban la memoria y cubrían su cuerpo de cicatrices. Y los que estaban encerrados dentro del sobre.

Una nueva duda se hizo eco en él. ¿Cómo había conseguido Beaver su teléfono?

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