Henry

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Henry

El día acababa y Henry daba gracias a Dios por ello. La caridad estaba bien, se decía, pero podría resultar agotadora. Supuestamente se tenía que sentir recompensado sabiendo que ayudaba a gente necesitada, pero eso sólo había servido los primeros días. Luego sólo era trabajo, trabajo agotador en malas condiciones y mal pagado.

—Susan —dijo frotándose los ojos cansados—, dime que no queda nadie.

—No queda nadie, Dr. Shawn —dijo con una amplia sonrisa la oronda mujer—. ¿Otro dolor de cabeza? Quizá debería plantearse visitar a un médico.

—Sólo es cansancio, Susan, nada que no se arregle con unas cuantas horas de sueño.

—Pues debería hacer que se lo prescribieran, a ver si así cumple el tratamiento.

Henry no reprimió una carcajada sarcástica. Drogadictos, macarras y prostitutas desfilaban a diario por su consulta y habían hecho que casi perdiera su fe en la raza humana. Al menos, se consoló, no había perdido su sentido del humor.

—Márchate a casa, Susan —dijo en un alarde de generosidad—, un día de estos, tu familia me denunciará por secuestro. Ya cerraré yo.

La mujer le observó con los brazos en jarras y asintió con la cabeza.

—Está bien —dijo—pero acuérdese de cerrar con llave las dos puertas. No es que sirvan de mucho si quieren robarnos pero no se lo ponga más fácil.

Dos robos en lo que llevaban de mes. No se habían llevado más que unos cuantos analgésicos para el resfriado y el dolor de cabeza, no tenía medicamentos más fuertes, pero para un drogadicto con mono unas aspirinas bien valían el precio de forzar puertas y romper cristales, y si encima se llevaba algo que pudiera vender, pues mejor que mejor.

El cristal de la entrada todavía estaba roto, cubierto por un cartón a la espera de que el ayuntamiento decidiera mandar alguien a arreglarlo. La última vez habían tardado casi tres semanas en repararlo y sólo dos días en romperlo de nuevo así que, probablemente, ya se habían dado por vencidos y el cartón se quedaría de forma indefinida.

Henry se aseguró que la puerta trasera estaba bien cerrada. Revisó una a una las ventanas, incluso la del cartón, y se encerró en su despacho para recoger sus bártulos antes de irse a casa a disfrutar de un merecido descanso.

No había llegado a ponerse el abrigo cuando las campanillas de la puerta empezaron a sonar.

Henry se sobresaltó, supuso y deseó que se tratara de Susan que se había olvidado algo. Ya no le importaba que robaran pero era muy diferente que un yonki colocado intentara robar aspirinas a que intentara robarlas con él dentro. Se arrepintió de seguida de haber mandado a Susan a casa, él ya estaba viejo para discutir con atracadores.

Reunió toda la sangre fría que pudo antes de asomar la cabeza por la sala de espera.

La sala estaba a oscuras, Susan había apagado las luces al salir por la puerta, pero allí, recortada por la luz de las farolas de la calle, había la silueta de alguien. Henry tragó saliva y encendió las luces sin saber muy bien lo que iba a encontrarse.

Era un joven, de unos veinte años, con barba de tres días y el pelo oscuro. Clavó sus ojos en él y Henry sintió como si los ojos le atravesaran desnudando su alma.

—Si buscas drogas llegas tarde —dijo fingiendo más sangre fría de la que tenía—, se las llevaron tus colegas hace unos días. Te daré jarabe para la tos, si eso es lo que quieres, porque es lo único que tengo en este momento. Gracias por no romper los cristales.

... O te sacarán los ojosWhere stories live. Discover now