Henry

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—Buenas tardes —saludó Henry—. Un capuccino, gracias.

Llevaba todo el día visitando las diferentes cafeterías del campus y su vecindario intentando localizar a su misterioso paciente. Esa mañana, había pasado por su casa, o al menos, por la dirección que le había dado, pero nadie había abierto la puerta. Ni siquiera sabía si era la dirección correcta porque correspondía a las antiguas oficinas de un viejo almacén. Era una zona industrial y poco transitada que estaba a las afueras de la ciudad, a casi una hora caminando de la zona universitaria. Pero claro, existía el autobús.

—Discúlpeme, Sarah —dijo a la camarera, leyendo el nombre de la placa—. Estoy buscando a un joven, de unos veinte años, moreno, media melena, ojos negros... Me han dicho que es camarero en una cafetería del campus, pero no consigo encontrarle.

—¿Ese camarero no tiene nombre? —preguntó la mujer.

—Sí, bueno. —Henry se humedeció los labios—. Dijo que se llamaba John Doe pero... seguramente era una broma.

—¿Y para qué le busca? Si puede saberse...

—Soy médico —contestó. «Cuidado Henry, no queremos buscarle más problemas al chico»—. Tengo un consultorio en las afueras y John...

—Está enfermo, ¿verdad? —exclamó la tal Sarah—. Insistí en que se fuera a casa pero hace días que no tiene buena cara. Pero el chico trabaja como una mula y es terco como un buey, no había forma de convencerlo de que tenía que guardar cama.

—¿Ah, sí? —preguntó Henry sin darse cuenta.

—Le mandé a casa. ¡Apenas podía ponerse en pie! Es un buen chico. No... —La mujer palideció de golpe—. No tendrá nada grave, ¿verdad?

—No, no, no, no —se apresuró a negar Henry. Sarah le miraba interrogante y el médico supo que tendría que dar una respuesta—. Es una... alergia. Sí, alergia aguda al polen de los plátanos. Han llegado los resultados de las pruebas y quería decírselo en persona, aprovechando que pasaba por aquí —añadió al ver que la camarera le miraba desconfiada—. Creo que... se las enviaré por correo.

—Le diré que ha venido doctor...

—Shawn, Henry Shawn —repitió—. Muchas gracias.

***

Hacía rato que había oscurecido y apenas se veían peatones por la calle. La lluvia había remitido y hasta las estrellas brillaban tímidamente en los pequeños claros del cielo encapotado. El silencio solo era roto por el sonido de un motor solitario que circulaba por la calle vecina y los maullidos desgañitados de un par de gatos peleándose por las sobras entre los cubos de basura de un oscuro callejón.

Henry miró hacia atrás, alertado por el sonido de unos pasos, pero no había nadie a su espalda. Su coche era uno de los pocos que quedaban en el aparcamiento. Una vez acabadas las clases, los estudiantes habían huido en estampida y apenas quedaban una docena de vehículos tan separados entre sí, que uno podía plantearse coger el autobús entre plaza y plaza. El suyo estaba aparcado debajo de la intermitente luz de una farola a punto de fundirse, pero siempre era mejor que una de esas esquinas oscuras.

Avanzó hacia él rebuscando en el bolsillo las llaves y agarrándolas con fuerza mientras sentía como se erizaban los pelos de su nuca. Tenía la desagradable sensación de que alguien le seguía. Tragó saliva y se giró de nuevo, con miedo de encontrarse a alguien. Pero, al no haber nadie, la sensación de angustia se agudizó. Había oído pasos. No era su imaginación. Había tratado con ladrones y drogadictos, incluso le habían apuntado dos veces con una pistola cargada. Sí, las personas le daban miedo. Pero las personas que escuchaba y no veía le daban aún más.

Henry tosió. Olía a... humo de puro. Su padre fumaba puros cuando él era pequeño, recordaba bien el olor de los habanos.

—¿Dónde está el niño mimado? —canturreó una voz que venía de ningún sitio y de todas partes a la vez—¿Dónde está mi chico de la alegría? Tiene caramelos en su sonrisa, y las estrellas se miran en sus ojos negros. —Sonaba como una canción improvisada, cantada con dudoso gusto y un nulo sentido musical. Pero eso no era lo importante, no había nadie que la cantara.

Aferró con más fuerza aún las llaves del coche y avanzó a grandes pasos hacia el coche, acelerando el ritmo hasta casi correr.

—He visto el fondo del lago. He visto el rostro de la muerte. He visto el cielo nublado y las alas negras de un pajarraco. Me haré un collar con las estrellas y la luna, me haré un collar con el firmamento. Estrecharé su corazón... No encuentro nada que rime —se lamentó la voz—. Me gustan las canciones. Yo quería ser cantante y vivir para siempre. Lástima que no tenga ni puta idea de música.

Henry tragó saliva y apuró el ritmo. Llegó al coche antes de que la voz dejara de reír. ¿De dónde narices venía? Allí no había nadie. Estaba completamente solo. Metió las llaves en la cerradura con tal nerviosismo que, a su pesar, cayeron al suelo y tuvo que agacharse a recogerlas.

—Estoy buscando a alguien —dijo la voz, dejando ya las risas y las canciones—. Lo malo es, que no tengo muy claro quién es. —De nuevo las carcajadas desquiciadas resonaron por todo el aparcamiento. Henry masculló una maldición en voz alta mientras, en su cabeza, susurraba una plegaria a un Dios que creía olvidado hacía tiempo—. Es como despertarse de un gran colocón. ¿Me escuchas?

Henry localizó las llaves y se dispuso a abrir la puerta pero, al mirar por la ventanilla, encontró un rostro que le observaba sonriente desde el otro lado del coche.

—H-hola —balbuceó intentando mantener la calma—. No le había visto. Disculpe.

—Oh, qué educado —se rió el desconocido saliendo de su escondite. Debía de haber superado los cuarenta, no era muy alto y estaba entrado en kilos. Las entradas le llegaban hasta la mitad de la cabeza y una barba bien cortada enmarcaba su cara. Tenía cierto aire a banquero que acaba de salir de la cena de empresa, es más, en su mano derecha, jugueteaba con una cucharilla larga, como las que sirven para comer copas de helado y alrededor de su cuello colgaba una especie de guirnalda de bolas, parecida a esas que daban en algunos bares de cócteles. Henry se permitió relajarse un momento. No era tan grave. No tenía pinta de delincuente, solo de borracho.

—¿Se encuentra bien? —preguntó, recordando que, después de todo, era médico.

—Sí, sí, sí —dijo el tipo dando una calada al cigarro habano que tenía en la otra mano—. Es solo que... he perdido algo.

—¿Las llaves? —aventuró Henry.

—No, o... sí. No sé. Pero es importante. Si no lo encuentro, acabaré de nuevo allí, y no me gusta ese sitio. Es... muy frío. —Le dio una larga calada al cigarro y empezó a toser.

—¿Se encuentra bien? —preguntó de nuevo. El desconocido siguió tosiendo y negó con la mano. Henry miró de reojo el interior del coche que le reclamaba, incitándole a meterse dentro, poner la calefacción a tope y salir de allí cagando leches, pero eso no sería muy cortés. Ese hombre era carne de cañón de cualquier delincuente que se encontrara—. Déjeme que le ayude, soy médico.

—¿Es médico?  —De nuevo, prorrumpió en sonoras carcajadas que hicieron que Henry se estremeciera como si alguien hubiera vertido agua helada sobre su espalda. De repente, se arrepintió de ser tan amable. «¡Está loco! Tenías que haberte largado. Pero no, tenías que ejercer de buen samaritano»—. ¡Qué bien! Mire, doctor, creo que pasa algo con mi corazón —exclamó abriendo la chaqueta para mostrar el pecho descubierto.

Un grito murió en la garganta de Henry cuando distinguió que el collar de abalorios, que en un principio había tomado por una simple guirnalda de fiesta, estaba confeccionado por docenas de ojos. Y bajo él, en su torso, allí donde debía de encontrarse el corazón, no había más que una cavidad.

... O te sacarán los ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora