Isabella

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Estaba aterrada, le había costado mucho pero había conseguido reunir valor suficiente para abrir los ojos. Y lo que vio le hizo ganas de cerrarlos de nuevo. Ray había agarrado a John y le había atravesado con una de esas barras que había por todas partes.

John sufría, eso era evidente. La sangre resbalaba por la comisura de sus labios mientras, desafiante, mostraba todos los dientes en una mueca agresiva propia de un perro. Sus pies se agitaban en el aire, apenas a dos centímetros del suelo, tan cerca y a la vez tan lejos.

—Así te quedarás quieto, pajarito—dijo Ray—. A ver cómo escapas de esta. No puedes curarte de esto, ¿verdad? Y duele. Tiene que doler. Tiene que doler mucho. El ácido del estómago es muy corrosivo. Ahora mismo, debe de estar convirtiendo tus tripas en puré burbujeante.

Isabella quiso gritar pero no pudo. La mordaza comprimía su boca pero se las arregló para hacer mucho ruido.

—¡Déjale! —quiso gritar—. ¡Suéltale!

Apenas había emitido ningún ruido pero Ray debió escucharla porque se fue hasta ella. Isabella se arrepintió enseguida de su muestra de valor. Siempre había odiado a las princesas de cuento y a la mayoría de personajes femeninos de películas. Odiaba verse en el papel de la «secuestrable» de turno, una simple mercancía para poner al héroe contra la pared. Ella habría querido ser la heroína entrenada en artes marciales que los salva a todos con un par de movimientos de karate. Pero solo podía llorar, llorar sin parar por su vida, por la de John, porque iba a morir y no podía hacer nada.

Lloraba porque no era la heroína que soñaba ser.

Notó como la mano del espectro se cerraba alrededor de su cabello y la arrastraba por el suelo. Isabella quiso gritar de dolor y llevarse las manos a la cabeza pero estaban atadas a sus pies y la impotencia de no poder hacer nada le dolía más aún.

—Mira esto, pajarito —dijo, levantándola por el cuello. Isabella entreabrió los ojos de nuevo y entonces se fijó que no era John el que estaba delante de ella, era M, pero también se estaba muriendo—. Mira que lindos ojos grises tiene tu novia. Quedarán muy bonitos en el collar, ¿no te parece?

—Déjala estar, Ray —escupió M—. Déjala estar o soltaré la cadena y...

—Y Johnny morirá, y la chica morirá pero se quedará conmigo, a mi lado, para siempre. Escucha sus gritos, pajarito, oye como grita y suplica que la ayudes —y, diciendo esto, Ray le quitó la mordaza.

—Por favor... —gimió Isabella a su pesar—. Por favor, no. No me mates. No quiero morir.

—Díselo a él, princesa —dijo Ray—. Yo hice un trato, si venía John te dejaría marchar. Soy un hombre de palabra, ¿sabes? Quiero a mi Johnny, cuervo, quiero que me devuelvas a mi chico de la alegría. A cambio, la chica se marchará.

—No —dijo M con una sonrisa—. Yo decido lo que hace John y yo no le cambiaré por esa chica. Lo siento mucho. Con él podría funcionar pero conmigo no, ella no me importa una mierda.

—Pero el chico sí. ¡Es mi chico, cabrón! ¡Es mío! —Isabella creyó que todo se había acabado para ella pero las palabras de M hicieron que Ray montara en cólera. La arrojó a un lado como si fuera una bolsa de basura que carecía de valor—. Quiero a Johnny —repitió masticando cada una de sus palabras, golpeando la mejilla de M con la cucharilla de helado—. Sé que le harás volver. Le harás volver cuando te arranque los ojos. Y si no le haces volver, tendré tu alma para torturarte toda la eternidad.

—Yo no tengo alma —le retó el cuervo.

—Entonces, será interesante ver lo que pasa.

... O te sacarán los ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora