... O te sacarán los ojos

By DianaMuniz

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Ha pasado un año desde que sucedió todo. John ha rehecho su vida lejos de su pasado. Pero no todo es perfecto... More

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El Condenado
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El Condenado
Isabella (1ºparte)
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El Condenado
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John (primera parte)
John (segunda parte)
El Condenado
Isabella
El Condenado

Henry

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By DianaMuniz

Henry

El día acababa y Henry daba gracias a Dios por ello. La caridad estaba bien, se decía, pero podría resultar agotadora. Supuestamente se tenía que sentir recompensado sabiendo que ayudaba a gente necesitada, pero eso sólo había servido los primeros días. Luego sólo era trabajo, trabajo agotador en malas condiciones y mal pagado.

—Susan —dijo frotándose los ojos cansados—, dime que no queda nadie.

—No queda nadie, Dr. Shawn —dijo con una amplia sonrisa la oronda mujer—. ¿Otro dolor de cabeza? Quizá debería plantearse visitar a un médico.

—Sólo es cansancio, Susan, nada que no se arregle con unas cuantas horas de sueño.

—Pues debería hacer que se lo prescribieran, a ver si así cumple el tratamiento.

Henry no reprimió una carcajada sarcástica. Drogadictos, macarras y prostitutas desfilaban a diario por su consulta y habían hecho que casi perdiera su fe en la raza humana. Al menos, se consoló, no había perdido su sentido del humor.

—Márchate a casa, Susan —dijo en un alarde de generosidad—, un día de estos, tu familia me denunciará por secuestro. Ya cerraré yo.

La mujer le observó con los brazos en jarras y asintió con la cabeza.

—Está bien —dijo—pero acuérdese de cerrar con llave las dos puertas. No es que sirvan de mucho si quieren robarnos pero no se lo ponga más fácil.

Dos robos en lo que llevaban de mes. No se habían llevado más que unos cuantos analgésicos para el resfriado y el dolor de cabeza, no tenía medicamentos más fuertes, pero para un drogadicto con mono unas aspirinas bien valían el precio de forzar puertas y romper cristales, y si encima se llevaba algo que pudiera vender, pues mejor que mejor.

El cristal de la entrada todavía estaba roto, cubierto por un cartón a la espera de que el ayuntamiento decidiera mandar alguien a arreglarlo. La última vez habían tardado casi tres semanas en repararlo y sólo dos días en romperlo de nuevo así que, probablemente, ya se habían dado por vencidos y el cartón se quedaría de forma indefinida.

Henry se aseguró que la puerta trasera estaba bien cerrada. Revisó una a una las ventanas, incluso la del cartón, y se encerró en su despacho para recoger sus bártulos antes de irse a casa a disfrutar de un merecido descanso.

No había llegado a ponerse el abrigo cuando las campanillas de la puerta empezaron a sonar.

Henry se sobresaltó, supuso y deseó que se tratara de Susan que se había olvidado algo. Ya no le importaba que robaran pero era muy diferente que un yonki colocado intentara robar aspirinas a que intentara robarlas con él dentro. Se arrepintió de seguida de haber mandado a Susan a casa, él ya estaba viejo para discutir con atracadores.

Reunió toda la sangre fría que pudo antes de asomar la cabeza por la sala de espera.

La sala estaba a oscuras, Susan había apagado las luces al salir por la puerta, pero allí, recortada por la luz de las farolas de la calle, había la silueta de alguien. Henry tragó saliva y encendió las luces sin saber muy bien lo que iba a encontrarse.

Era un joven, de unos veinte años, con barba de tres días y el pelo oscuro. Clavó sus ojos en él y Henry sintió como si los ojos le atravesaran desnudando su alma.

—Si buscas drogas llegas tarde —dijo fingiendo más sangre fría de la que tenía—, se las llevaron tus colegas hace unos días. Te daré jarabe para la tos, si eso es lo que quieres, porque es lo único que tengo en este momento. Gracias por no romper los cristales.

—No… —El chico sacudió la cabeza—, no busco drogas. He visto las luces y la puerta no estaba cerrada, pensé que todavía podrían atenderme. Siento las molestias, ya volveré otro día. Disculpe.

Henry se sintió como un estúpido.

—Espera —El joven estaba a punto de salir por la puerta pero se detuvo. Henry dudó un momento, estaba muy cansado pero en ese momento creyó que se lo debía—, estaba a punto de recoger pero bueno, supongo que puedo atender a otro paciente. Cierra la puerta y pasa a mi consulta.

—Normalmente, la enfermera realiza un cuestionario para saber los datos, antecedentes y si perteneces a algún grupo de riesgo.

—¿Grupos de riesgo?

—Ya sabes: si eres drogadicto, alcohólico, si te dedicas a la prostitución fumador…

—Fantástico —murmuró desviando la mirada.

A Henry no se le escapó ese comentario. No era el primer chico de la calle que conocía.

—Empecemos por lo fácil, ¿vale? ¿Cómo te llamas?

—John —dijo—, John Doe.

«Bien, empezamos con una mentira, al menos no lo oculta», pensó Henry.

—¿Edad? —continuó sin darle más importancia.

—Veintiuno o veintidós, creo.

—¿No lo sabes? —preguntó Henry arqueando una ceja.

—Soy… soy huérfano. No sé qué día nací. Es un fastidio, no sé qué horóscopo tengo que mirar —dijo con una sonrisa que poco tenía de feliz—. Pero que no celebre mi cumpleaños no significa que no los cumpla, ¿no?

—No, sino yo tendría que haberme quedado en los treinta y cuatro. Huérfano… entonces podemos saltarnos las preguntas de antecedentes familiares.

—Ya sabía yo que el no tener padres tenía que tener algo bueno.

—Piscis —dijo Henry mirando al chaval por encima de sus gruesos anteojos.

—¿Perdón?

—Has dicho que no sabías tu signo, tienes un sentido del humor como el de mi secretaria, seguro que eres Piscis. —Esta vez, la sonrisa que se dibujó en el rostro del muchacho sí que parecía sincera. Henry también sonrió.

—Si usted lo dice… le advierto que hay una chica del café que insiste en que soy Leo, pero creo que nací en invierno así que Piscis es más probable.

—¿Café?

—Soy camarero, en una cafetería cerca del campus.

—Vaya.

—¿Sorprendido? —observó el muchacho— ¿A qué creía que me dedicaba?

—Es la segunda vez que me confundo contigo —confesó Henry—, por tu comentario de antes he creído que…

—Ya no —dijo secamente. Henry no tuvo claro si había sido para remarcar el pasado o para disculparle por haber pensado eso de él. De todas formas era evidente que no tenía ganas de hablar del tema. Repasó las preguntas que le quedaban y tragó saliva.

—¿Fumador?

—Sí.

—¿Ha consumido drogas y/o substancias estupefacientes?

—Ya no. Oiga —le interrumpió, visiblemente nervioso—, ¿podemos abreviar? Fumo, pero soy ex de todas las cosas que aparezcan en la lista.

—Drogas, alcohol, relaciones sexuales con diferentes parejas, del mismo sexo, por dinero, sin protecciones…

John le miró directamente a los ojos, los suyos brillaban con el reflejo de las lágrimas contenidas.

—Abrevie —dijo, atragantándose con sus palabras.

—¿Te has realizado la prueba del VIH?

—No —dijo frunciendo el ceño—, pero no he venido por eso.

—Deberías hacértela —sugirió Henry—, si tienes novia…

—No tengo novia —le interrumpió.

—O novio, cualquier pareja…

—No soy gay —dijo frunciendo el ceño, parecía molesto por la insinuación—, es decir, no tengo nada en contra de ellos, es sólo que yo  no lo soy, ¿vale?

—No hace falta que te pongas a la defensiva.

—¡No! —tragó saliva y redujo el volumen—. No me pongo a la defensiva. Disculpe, yo… me molesta un poco el tema. No tengo pareja ni creo que vaya a tenerla. No me he hecho la prueba porque no creo que lleve muy bien el tener SIDA.

—No es cuestión de llevarlo o no llevarlo, John —intentó explicar Henry—. Aunque estuvieras enfermo, hay formas, hay medicamentos que pueden hacer que tu vida sea normal.

—No, usted no lo entiende —John se levantó de la silla y empezó a caminar en círculos por la habitación—. Lo he dejado todo atrás. Todo. Hasta las pesadillas. Se acabó, se acabó todo. Estoy empezando a vivir. ¡No puede ponerme una cuenta atrás! Cualquier día puedo salir a la calle y que me atropelle un coche, eso lo entiendo pero no quiero vivir con un tic-tac detrás de la oreja.

Parecía tan asustado…

—Pero has venido a verme —apuntó Henry—. Si has venido al médico es porque crees que estás enfermo. Hay enfermedades mucho peores que el SIDA y sin embargo, a ellas no las temes. Dices que has acabado con las pesadillas pero no sé por qué no puedo creerte.

John no contestó, se limitó a fijar la vista en algún punto del embaldosado de la consulta.

—Déjame que te haga la prueba —dijo el viejo médico recurriendo a su tono más paternal—, te llegará un sobre a casa. Un sobre que no tienes que abrir si no quieres. Pero lo tendrás allí y si algún día estás preparado, o crees que necesitas saberlo…

—¿Y no habrá quien me llame por teléfono para darme los resultados, ni saldré en ninguna lista de enfermos?

—Nada —aseguró—, yo recibiré los resultados y me ocuparé personalmente de que te llegue. Ni siquiera los miraré si tú no quieres.

John se sentó y con aire fatigado.

—No he venido por esto —empezó a decir—. No lo entiendo. Acaba de conocerme, ¿por qué le importa?

Era una buena pregunta.

Los primeros días en la consulta social habían sido así con cada uno de sus pacientes. Henry había sido medico de vocación, lo que quería era ayudar a la gente y eso era lo que intentaba en ese lugar, cambiar sus vidas, marcar la diferencia que podía salvarles. Desgraciadamente, la vida se había empeñado en hacer desaparecer su entusiasmo. Una vez tras otra, aquellos que creía salvados volvían a sucumbir y él estaba cada vez más cansado y con menos fe.

Pero con ese chico era diferente, ¿por qué era diferente?

—No lo sé, John, quizás me hagas recuperar la fe en la raza humana.

John no dijo nada, no había forma de saber qué pasaba por la mente del chaval en ese momento. Pero, tras una pausa incómoda, asintió.

—Está bien. Me haré la prueba.

Henry sonrió henchido por su victoria. Aunque intentó no parecer demasiado entusiasmado.  Se levantó de su silla y revolvió entre los cajones de la consulta hasta encontrar los utensilios de sacar sangre. Normalmente era Susan la que se ocupaba de esas cosas pero bueno, no era la primera vez que lo hacía, aunque hiciera años de la última.

John vaciló un momento antes de descubrir su brazo. Viejas cicatrices dibujaban un zigzagueante patrón de antiguos pinchazos hechos con poco acierto. Henry la examinó palpando con el dedo. No era la primera vez que veía ese tipo de cicatrices, no pudo evitar buscar con ojo clínico intentado encontrar pinchazos más recientes, pero no, no había nada. Tendría que confiar en la palabra del chico. Éste se agitó inquieto al ver la aguja.

—Es sólo un pinchazo —explicó Henry—. No me creo que te preocupes por un simple pinchazo.

Pudo notar como el cuerpo del muchacho se tensaba cuando la aguja atravesó su piel y no se relajó hasta que la retiró después de llenar un par de tubos del líquido rojo.

—Aprieta el algodón, si no quieres que te salga un cardenal.

—No me preocupan los cardenales —dijo con aire distraído—, se acaban yendo.

—Bien, esto ya está —dijo Henry volviendo a su mesa tras guardar los frascos en la nevera—. Ahora podemos centrarnos en tu problema.

—¿Seguro? —preguntó John con ironía—. ¿No quedan más preguntas? ¿No hay más pruebas que quiera hacerme?

—Si hubieras venido cuando estaba abierto te habrían dado el formulario y un tríptico sobre la importancia de hacerse las pruebas del SIDA si eres un grupo de riesgo. Pero como sólo estoy yo, tendrás que  conformarte con mis métodos. Ahora, ¿qué es lo que te pasa?

—¿Ha tratado disparos alguna vez?

Henry se puso pálido. ¿Y si el chico estaba herido y habían perdido el tiempo en preguntas y pruebas superfluas? No, no parecía herido. Pero a lo mejor había alguien herido, pero tampoco había nada apremiante en su actitud.

—¿Te han disparado?

—No lo sé. Creo que sí, pero no lo recuerdo.

—Un disparo no se olvida así como así, John, si te hubieran disparado te acordarías. Créeme.

—Sé lo que parece. Es que recuerdo dos tipos, una discusión, me apuntaban, recuerdo el sonido y… nada. Nada más. Aquí estoy.

—Quizás fuera una pesadilla.

—Eso pensé yo —dijo con una mueca—. Era más fácil que creer que estoy muerto. Pero entonces la vi.

 —¿Qué es lo que viste? —preguntó Henry intrigado.

John no contestó con palabras, pero se levantó la camiseta mostrando el pecho desnudo.

—¡Dios mío! —murmuró Henry temblando. Sus gafas cayeron al suelo y ni siquiera se molestó en recogerlas —. ¡Cielo santo!

La piel del muchacho estaba cubierta por incontables cicatrices, de diferentes formas y tamaños, y allí, a dos centímetros del pezón izquierdo, estaba el círculo perfecto e inconfundible de un balazo.

***

«No hay ninguna duda —pensó Henry—, estas tres también son de bala. Pero no es posible, no es posible.»  Por mucho que intentara negarlo, había visto demasiadas cicatrices como esas. Agujeros de balas, cuchilladas, cristales… todo había dejado su marca en la piel del joven.

—Y dices que no recuerdas cómo te las has hecho.

—No lo sé —confesó con voz temblorosa—, cuando me levanto por la mañana están ahí. Y cada vez hay más. Pero si fueran lo que parecen tendría que estar muerto, ¿no? Vamos, ¡nadie puede vivir con un disparo en el corazón!

—Casos más raros se han visto —murmuró Henry—, pero tienes razón: si estas cicatrices fueran disparos de bala estarías muerto. Pero no lo estás, así que, aunque lo parezcan, no pueden ser disparos.

—¿Entonces?

—Entonces tengo que estudiar el tema. Llevo demasiados años atendiendo resfriados y gonorreas como para recordar todas las enfermedades raras que nos enseñaron durante la carrera, pero me suena que había algo que hacía que se formara tejido cicatrizante. Pediré que analicen las muestras de sangre que te he sacado.

—No puedo pagar los análisis.

—Ya me inventaré algo —repuso Henry—. Tengo un amigo en el hospital universitario, están bastante interesados en casos raros y…

—Preferiría no ir a un hospital —dijo John—, y menos al del campus. Trabajo por allí y no quiero preguntarme si cada ve que un cliente me mire lo hace porque conoce mi historial.

—John, si es la enfermad que creo es grave —intentó explicar—. Puede llegar a bloquear tu corazón con tejido cicatrizante. Debería verte un especialista, alguien mejor que yo.

—No —su negativa sonó firme—. Nadie más. Hable con su amigo, si quiere, pero no le diga mi nombre. Déle las muestras de sangre o lo que necesite pero no quiero que nadie más lo sepa.

Henry sacudió su cabeza pero aceptó a su pesar. 

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