Quiero estar contigo

By FreyaAsgard

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Sebastián lleva dos años enamorada de Monserrat, una mujer fría e independiente que, por alguna extraña razón... More

Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Epílogo

Capítulo 6

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By FreyaAsgard

Monserrat estaba nerviosa. No por el viaje en avión, no, a eso ya estaba acostumbrada, a lo que no lograba acostumbrarse era al amor. Ella estaba segura que nunca amaría a Sebastián como él la amaba a ella. Y él lo sabe, pero no le importa. O finge no importarle.

Desde la noche en la que se quedaron juntos no se habían vuelto a juntar, se habían visto, sí, habían desayunado el viernes, pero nada más, cada cual estuvo demasiado ocupado en sus cosas para poder viajar sin problemas toda una semana.

―¿Arrepentida? ―le preguntó Sebastián colocando una mano en su mejilla.

―No, no, ¿por qué?

―Estás muy pensativa.

―No, no estoy arrepentida... Todavía.

―¿Todavía?

―Sabes que esto puede cambiarlo todo.

―Sí, y espero que sea para mejor.

―¿Y si no?

―Yo creo que sí. Este viaje cambiará nuestra vida para mejor, de todas formas, ya te lo dije y lo mantengo, esto cambiará en la medida que tú quieras que cambie. Yo estaré quieto esperando a que tú vayas dando los pasos que quieras dar.

―¿Tanto así me amas? ―preguntó sin pensar de lo asombrada que estaba.

―¿Lo dudas?

―¿Y qué te gusta de mí? ―espetó algo molesta, pensando que se burlaba.

Él entrecerró los ojos.

―No te enojes.

―No me enojo ―respondió bajando un poco la voz.

―Tus ojos cambiaron a marrón, no me digas que no estás molesta.

Ahora sí la sorprendió, ¿acaso se daba cuenta hasta del cambio de color de sus ojos? Eso significaba que realmente se fijaba hasta en los detalles más pequeños.

―Prefiero los amarillo gata ―indicó él, notando el desconcierto en su compañera.

―No sé a qué te refieres ―dijo haciéndose la desentendida.

―No me dirás que no sabes que tus ojos cambian según el estado de ánimo con el que estés. Fue lo primero que noté en ti y entonces supe que eras especial, que eras para mí.

Monserrat no supo qué decir. Ese hombre la descolocaba. Siempre lo hizo, desde el día uno.

―Te amo, mi niña, pero ya te dije que nada cambiará si no quieres que cambie, pero recuerda que durante dos años he querido estar contigo, y no voy a dejar de insistir, no sería yo si lo hiciera y cambiaría esto que tenemos ―completo mutis de parte de la mujer. Él sonrió algo frustrado―. ¿Lo ves? Yo, como un idiota insistiéndote y regalándote mi amor y tú tan fría como siempre. Nada ha cambiado.

Él sabía que esto iba a ser así, que las cosas no iban a cambiar.

Ella, por su parte, pensaba en que durante dos años él le había repetido que era fría, sin saber que en realidad nunca sabía qué contestar a sus halagos, pues ese hombre le gustaba más de lo que quería admitir, pero no se sentía capaz de arriesgarse y ahora, que lo había hecho, que ya habían estado juntos, que la había hecho sentir amada, deseada y... linda, el miedo no se iba de su cabeza. No quería pensar que en cualquier momento se reiría y se burlara de ella, como lo había hecho su ex, que se comportó como un desgraciado y la marcó de por vida. Y, aunque muchas veces quiso cortar de raíz las manifestaciones de amor de Sebastián, tampoco quería apartarlo por completo de su vida.

―Tenemos que subir ―le avisó el hombre al tiempo que le robaba un corto beso.

―Sí, vamos.

Ella lo tomó de la mano y caminaron juntos a la puerta de embarque, pero a mitad de camino, lo interceptó una extraña.

―Sebastián Beltrán, tanto tiempo sin verte.

La desconocida se acercó y le dio un beso muy cerca de su boca, en realidad, si él no hubiese adivinado sus pensamientos y hubiese corrido la cara a tiempo, le habría dado el beso en plena boca. Monserrat se imaginó a sí misma tirándola del pelo al suelo para apartarlo de él.

―Ana María ―la saludó con frialdad.

―Tú tan guapo como siempre ―aduló con cinismo, poniendo ambas manos en su pecho.

"Grrr, ¡saca tus garras de mi hombre!", gritó mentalmente Monserrat.

―Te presento a Monserrat, mi prometida ―la presentó él para alivio de la empresaria.

Ana María la miró brevemente.

―Vaya hombre que te has ganado. Bien dicen por ahí, la suerte de la fea, la bonita la desea.

Sebastián no contestó nada, apretó la mano de su "prometida" y siguió avanzando sin hacer caso a su amiga, no se quería enfrascar en una discusión en ese lugar.

―Bien pesada tu amiga ―comentó Monserrat.

―No es mi amiga y no la tomes en cuenta.

―¿Quién es? Si se puede saber.

―Una antigua clienta.

―Bueno, tan antigua no es.

Se sentaron en sus respectivos asientos de primera clase.

―Antigua, porque ya no lo es―aclaró él.

―Ah. En todo caso es... ¡una bruja!

―Lo sé, por eso nunca quise nada con ella, no vale la pena, es una cazafortunas que lo único que hace es acostarse con los hombres por dinero.

―Entonces es una puta ―replicó en voz baja cada vez más celosa.

―No, ellas cobran, esta espera que le caiga algo a cambio de sexo.

―Al menos le dijiste que yo era tu prometida. ¿Por qué lo hiciste?

Él la miró directo a los ojos.

―Porque algún día, Monserrat Aliaga, tú y yo nos vamos a casar ―aseguró rozando su nariz con la de ella.

Ella quiso sonreír, pero se retuvo, no quería darle falsas esperanzas.

―Tus ojos ya me lo dijeron, no te desagradó la idea.

No pudo evitarlo más y le regaló una dulce sonrisa, después de dos años y de todo lo que había pasado, ya no podía seguir fingiendo.

―¿Lo ves? ―le dio un delicioso y tierno beso.

―Prométeme que no te burlarás de mí.

―¿Tú crees que he esperado dos años para reírme de ti? Jamás. Yo no soy el imbécil de tu ex. Para mí eres la mujer más especial que he conocido y no quiero dejarte nunca, ¿lo entiendes? Lo único que quiero es estar contigo... para siempre.

Él decía con tanta sinceridad esas palabras, que le era difícil a Monserrat no creerlas. Cerró sus ojos y su mente a todos sus temores y se acercó para besarlo.

―Monserrat, no sabes cuánto te amo.

―Favor abrocharse el cinturón de seguridad.

Salvada por la campana, estuvo a punto de confesarle que ella también lo estaba de él, pero un avión no le parecía el lugar adecuado.

―Espero verte en España ―dijo al pasar Ana María.

―Yo espero que no ―replicó Sebastián enojado.

Monserrat buscó su mano y entrelazó sus dedos en los suyos.

―Mírame ―le suplicó él y ella obedeció.

―Tus ojos tienen el color de los celos ―se burló.

―¿Celosa? ¿Yo? Ja ―respondió con altanería.

―Sí, lo estás ―afirmó feliz.

―Un poquito, casi nada ―aceptó divertida.

―Ese casi nada me basta ―terminó con un beso.

Era un gran paso, saber que ella estaba celosa; aunque la presencia de Ana María lo molestaba, se alegraba porque gracias a ella pudo darse cuenta que él no le era indiferente al corazón de Monserrat.

El viaje fue placentero para ambos, tal vez, porque durmieron juntos, abrazados, o porque ambos tenían la certeza, en el fondo de su corazón, que este viaje cambiaría sus vidas para siempre. Para mejor.

Llegaron al hotel y antes de entrar, Sebastián la detuvo.

―¿Pediste un solo cuarto o dos? ―consultó algo nervioso.

―Somos novios, prometidos, y estamos en el siglo XXI, no veo por qué no dormiríamos juntos ―respondió ella tan nerviosa como él.

―¿Somos prometidos de verdad o solo para sacarnos a los "cachos" de encima?

―Bueno... no sé... ―contestó ella, zalamera y coqueta, pasando sus manos por su corbata, arreglándola―. No me lo has pedido, en realidad... No sé... Tal vez... No sé... Deberíamos dormir aparte. Mal que mal, somos solo socios, tú dijiste que no eras mi amigo, ni querías serlo ―concluyó con un puchero regalón, el que él mordió de modo automático.

―No me provoques, Monserrat, sabes muy bien por qué no quiero ser tu amigo ―dijo sin soltar su labio.

―Tengo una reunión.

―Mañana tienes tu reunión, hoy, Monserrat Aliaga, hoy, quiero estar contigo ―sentenció.

Fueron apresurados a registrarse, ella había reservado una hermosa suite con una bella vista, pero no pudo disfrutarla, pues Sebastián se acercó a ella y comenzó a besarla, sus manos acariciaban su rostro, luego las enredó en su pelo, provocando corrientes eléctricas que bajaban a través de su columna. Poco a poco fue bajando sus manos recorriendo con la yema de sus dedos cada centímetro de su espalda, ejerciendo presión en ciertas zonas, haciéndola saltar por momentos.

―Sebastián... ―jadeó deseosa de dar un paso más.

El hombre no respondió. Subió sus manos hasta su cuello y lo rodeó acariciando con sus pulgares su mentón. Las manos de la mujer, que se habían mantenido apretadas en su costado aferrándose a su chaqueta, se soltaron y comenzó a desabrochar su camisa. Él se soltó la corbata y la lanzó lejos. Ella acarició su pecho desnudo, provocando espasmos en él, que profundizaba su beso cada vez más.

Sin soltarse, caminaron hasta la cama y se acostaron en ella.

―Te amo, Monserrat, no sabes cuánto, dime al menos que me deseas. ―suplicó con sus ojos llenos de pasión.

―Yo... Yo quiero estar contigo ―admitió―. Te amo, Sebastián, te amo, ya no puedo negármelo a mí misma ―confesó.

Monserrat no creyó que Sebastián podía ser más intenso. Pero lo fue. Sus besos, sus caricias, su cuerpo, todo él se convirtió en pasión intensa.

Jamás, en toda su vida, experimentó lo que él le hizo sentir en ese momento. Sus cuerpos se llenaron de sudor, el calor abrasaba todo su ser, se perdieron de todo alrededor y se olvidaron del mundo. Monserrat se olvidó de las marcas en su cuerpo, de sus temores, de sus vergüenzas y lo amó como nunca antes pudo hacerlo. Recorrieron con sus manos y sus bocas sus cuerpos. Parecía que en el mundo nadie más existía. Solo él y ella. Perfectos. Como si sus cuerpos hubieran sido hechos el uno para el otro. Deliciosamente acoplados. Así terminaron, en un solo gemido, abrazados, como fueran uno solo. Nada en el universo hubiese cabido entre ellos, Parecían pegados a fuego.

―¿Sabes que me has hecho el hombre más feliz de la tierra? ―le preguntó en un suspiro, dejándose caer a su lado y arrastrándola con él a su pecho.

―Tenía miedo de que te burlaras de mí o me dejaras si te lo decía.

―Pero ya no más, Monserrat, porque después de tu confesión y de esta tarde, ya no te voy a dejar escapar de mi lado. Nunca jamás te vas a ir de mi lado.

Ella alzó su rostro y lo contempló unos segundos. Era un hombre guapo y demasiado dulce. Demasiado bueno para ser verdad.

―¿Qué piensas? ―preguntó nervioso.

―Que es demasiado bello para ser verdad.

―Soy un idiota ―respondió de sopetón.

―¿Qué? ―Fue ella la nerviosa entonces.

―Que no soy perfecto, no entiendo muchas cosas, me olvido fácilmente de las fechas, todo debo anotarlo, no sé cocinar...

―¡Tú dijiste que sí!

―Solo sé hacer tallarines al pesto ―se rio culpable.

―¡Fresco! Me mentiste.

―Quería impresionarte. Pero te amo y lucharé cada día por entregarte todo lo que mereces.

Sonrió ella ya sin temor.

―Soy celosa, no mucho, pero un poquito, soy insegura, me gusta quedarme en casa los domingos en pijama, soy desordenada y cuento cada caloría que como ―confesó ella.

―También me gusta quedarme en casa los domingos haciendo nada.

―Bueno, si estamos juntos, dudo mucho que nos quedemos sin hacer nada ―replicó ella rozando sus senos en su pecho.

―No hagas eso que no respondo.

―¿Hacer qué? ―coqueteó sin dejar de hacerlo.

―Me vuelves loco, mujer, y me encanta.

La atrajo a su boca y la besó con lujuria. Ella se acomodó sobre él, él agarró sus caderas y la movió a su ritmo.

―¿Te das cuenta lo que me haces?

―¿Qué te hago?

Mordió su labio y lo mantuvo así mientras su lengua jugaba con él y se movía al ritmo de su cuerpo.

―Me vuelves loco y más que eso.

Ella siguió galopando sobre él hasta que llegaron nuevamente al climax de un modo exquisito. Se dejó caer sobre él y la abrazó cubriendo casi todo su cuerpo.

―Te amo y te juro que siento que estoy viviendo un sueño.

―Te amo ―dijo algo somnolienta.

Estaba agotada. Sebastián besó su cabello y se durmió en sus brazos. Al despertar, él la contemplaba.

―Parece que me dormí ―sonrió avergonzada.

―Estábamos cansados ―respondió sin más.

―¿También dormiste?

―Acabo de despertar y te vi a mi lado. Quiero creer que no estoy soñando.

―No es un sueño, si lo fuera, no tendría frío ―dijo subiendo más las frazadas que la cubrían.

―Es que nos quedamos dormidos sin taparnos, acabo de cubrirte.

Ella se acurrucó a su cuerpo.

―¿Tienes hambre? ―preguntó él.

―Algo, ¿y tú?

―Yo muero de hambre, si no estuviera tan feliz, estaría enojado.

―¿Y por qué? ―consultó sorprendida.

―Porque soy hombre y se me olvidó decirte que me pongo de mal humor cuando tengo hambre, cuando tengo sueño y cuando quiero sexo.

―Yo por las mañanas y cuando estoy atrasada.

―Es bueno saberlo, así te ayudaré cuando vayas tarde ―afirmó con un beso.

―Me voy a duchar para que vamos a comer ―indicó levantándose.

―¿Te acompaño? ―inquirió burlón.

―Eso no se pregunta ―contestó contorneando sus caderas.

Él no se hizo de rogar. Se bañaron juntos, y el agua caliente fue un cómplice que Sebastián supo usar muy bien para darle a Monserrat un placer que la llevó al éxtasis.

Ya vestidos, se dispusieron a ir al comedor. Por un momento, a la joven se le cruzo por la mente un mal pensamiento: que Sebastián lo único que buscaba era sexo y que si no lo había, no habría nada. Al llegar al comedor, él apartó la silla para ella.

―Machista ―bromeó.

―Caballero ―replicó, tierno.

―¿Qué vas a querer cenar? ―le preguntó, consultando la carta.

―Una ensalada y un bistec al vapor, nada más.

―¿Diez calorías?

―¡Pesado!

―Es que ahora me va a dar vergüenza comer.

―El otro día no te dio vergüenza ―recordó.―

―Es que el otro día comiste normal y yo comí como persona decente, ahora tengo hambre.

―Yo también tengo hambre, nos saltamos el almuerzo.

―Entonces come como corresponde.

―¿Y si engordo?

―¿Cuál es el problema con eso? Yo te voy a seguir amando igual ―aseguró tomando su mano.

Ella no contestó.

―Tus ojos siguen verde amarillo.

―¿Eso qué significa?

―Que estás feliz y eso me gusta.

El mozo llego antes que pudiera responderle.

―Tráiganos un vino, el mejor que tenga ―ordenó―, una paella para dos y un postre de tiramisú.

―¡Eso es mucho!

―Comes lo que puedas, ¿o no te gusta la paella?

―Sí, sí me gusta.

―Tráiganos eso, entonces ―ordenó al mesero.

―Está bien, señor ―responde el hombre―, permiso.

―Es demasiado.

―No te preocupes ahora por las calorías, estamos felices, además, después de cenar, vamos a ir a bailar, creo que allí se nos irán las calorías de más.

―¿A bailar?

―Claro. O a pasear, a caminar, a lo que quieras, ¿o prefieres volver al cuarto?

―¿Tú no?

La cara con la que la miró la hizo sentir culpable. Y bajó la cara.

―Quiero volver al cuarto y hacer el amor contigo ―expresó con cariño―, pero también quiero tomarte de la mano y caminar contigo, bailar, conversar, dormir y amanecer juntos. Para mí no es solo sexo, me encanta, sí, no lo niego, pero hay más que eso para mí y espero que también para ti ―terminó bajando la voz. Ella cada vez se sentía más avergonzada―. No me gustaría saber que solo soy un objeto sexual ―bromeó contento.

―Loco. ―Rio feliz de confirmar que no estaba con un patán.

―Igual te gusto ―se burló.

―Y te crees todo por eso.

―Obvio, soy el hombre más afortunado que pisa la tierra, ¿cómo no voy a estar feliz?

Se acercó y lo besó, ¿qué otra cosa podía hacer con ese hombre? No se le ocurría otra forma de corresponderle.

―Creí que jamás pasaría esto ―confesó él luego.

―¿Esto? ¿Qué?

―Que tú, Monserrat Aliaga, la dama de hierro, se acercara a mí y me regalara un beso.

La mujer enrojeció. Él acarició su mejilla con el dorso de su mano.

―No sabes lo que me fascina conocer tu otra faceta, saber que no eres de hielo, sino de fuego, que no eres de hierro, sino que es solo una coraza y por dentro eres un algodón de azúcar.

―Espero que sigas pensando igual con el paso del tiempo.

―Me enamoré de la mujer de hierro y de hielo, ¿cómo no voy a adorar la de fuego y azúcar?

El mesero llegó con los platos y ella maldijo el estar allí.

―No te enojes, es su trabajo. ―Sonrió besando la mano femenina una vez que el mozo se fue.

Ella ladeó la cabeza, algo confundida.

―Tus ojos cambiaron a marrón ―dijo encogiéndose de hombros, como si nada.

Monserrat sonrió dándose por vencida. Sebastián Beltrán la conocía como nadie. 

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