LA NIGROMANTE | EL IMPERIO ❈...

By wickedwitch_

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El Imperio se formó años atrás, nacido de la codicia de un hombre... o el orgullo de un hombre herido. ... More

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By wickedwitch_

Una enfermiza satisfacción me embargó por la intensidad con la que Perseo me presionaba contra la pared, intentando profundizar nuestro beso; era la primera vez que veía al nigromante comportándose de ese modo tan... tan falto de su habitual y frío control. La respuesta a mi pregunta no había sido suficiente, su evasiva contestación había hecho que creyera por unos segundos que Perseo se ceñiría de nuevo a su papel de nigromante, que no permitiría que sus emociones se escaparan de la férrea celda donde se le había enseñado a encerrar cualquier tipo de sentimiento; la misma que había construido tras los años en los que Vassar Bekhetaar le había mostrado los horrores que ocultaba, obligándole a convertirse en una cáscara vacía para poder sobrevivir.

El aire se escapó de mis pulmones y mi mente se quedó completamente en blanco cuando el beso subió de intensidad; cuando Perseo se mostró mucho más osado que en nuestros anteriores encuentros, demostrando cuánto había aprendido de ellos... de mí. El nigromante no estaba mostrando ningún tipo de piedad conmigo, manteniendo mi cuerpo atrapado en aquel rincón oscuro del pasillo y haciendo que un chispazo de deseo empezara a despertarse en la parte baja de mi vientre. Habían pasado meses desde la última vez que estuvimos juntos en la hacienda de su abuelo, antes de que todo saltara por los aires, incluyendo nuestra relación. Y mentiría si dijera que, en ciertos momentos en los que más vulnerable me había sentido, no había anhelado el modo en que nuestros cuerpos habían encajado en el pasado, todo lo que traía consigo cuando estábamos juntos; esos momentos robados en los que habíamos disfrutado el uno del otro, en los que el nigromante había podido permitirse bajar la guardia y dejar a un lado la dura disciplina que le habían inculcado durante sus años de instrucción.

Cuando Perseo se separó para que ambos recuperásemos el aliento, me aferré a su cuello para impedir que pudiera alejarse mucho más, sintiendo los desaforados latidos de mi corazón en los oídos y los del nigromante chocando contra mi propio pecho.

—Te necesito —jadeé, casi sin voz.

No me avergonzó mostrarme de ese modo ante el nigromante, hablándole sin tapujos de lo que estaba sintiendo, pues sabía de primera mano que Perseo también me deseaba del mismo modo... y seguramente compartiría la misma necesidad que yo, por mucho empeño que pusiera en reprimirla.

—Jedham...

Su susurro ronco hizo que mi vello se erizara. Podía percibir cierta duda en su timbre de voz; le conocía lo suficiente para saber que estaba valorando el si seguir adelante, con todo lo que aquello conllevaba, u optar por poner fin a aquel encuentro en ese mismo instante, haciendo que nuestros caminos volvieran a separarse y ambos fingiéramos que nada de esto había tenido lugar.

Sabía que dentro de su mente estaban repitiéndose imágenes de los castigos y las amenazas a los que había sido sometido en la prisión por parte de sus instructores. El propio Perseo me había hablado de ellos antes de que pudiera sentir en mis carnes la crueldad que existía en aquel infierno perdido en el desierto.

Arqueé mi cuerpo, acercando de nuevo mi rostro al suyo hasta que pude atisbar el último detalle de sus iris azules. Perseo estaba atrapado en una encrucijada, su mirada era como un libro abierto, por muy hermética y controlada que fuera su expresión; pero sabía cómo guiarle hacia la decisión correcta. Para que no se echara hacia atrás, pues anhelaba su presencia de una forma casi dolorosa.

Apagué de inmediato el eco de la voz que resonó en lo más profundo de mi cabeza, me advirtiéndome, tal y como había hecho un par de noches atrás, de cómo complicaría las cosas entre nosotros si continuaba por ese camino, valiéndome de los sentimientos del nigromante hacia mí para manejarlo a mi antojo.

Recordé la oleada de satisfacción que me sacudió en aquel momento, mientras Perseo me besaba en los jardines; era la misma sensación que estaba saboreando en aquel instante, percibiendo cómo las defensas que el nigromante había intentado levantar de manera inconsciente, en un acto reflejo producto de su entrenamiento, caían como si estuvieran hechas de arena.

Me apoyé sobre la punta de mis zapatillas y mordisqueé su lóbulo, saboreando el ligero escalofrío que pareció sacudirle al notar mis dientes por aquella zona tan sensible.

—Acompáñame a mi dormitorio esta noche —le susurré, provocadora.

Pensé en Clelia, en cómo había dejado en el aire la posibilidad de que volviera a mis aposentos tras la velada en compañía del príncipe heredero. Contuve una sonrisa ante la idea de que no hubiera estado tan desencaminada... al menos en el hecho de que no terminaría la noche sola.

La mano de Perseo que tenía en la cintura apretó la tela del vestido. El nigromante intentó buscar distancia pero, de nuevo, no se lo permití; notaba la sangre demasiado ligera en mis venas, moviéndose con demasiada rapidez por todo mi cuerpo. Además de una molesta pulsación entre las piernas que parecía exigirme ser atendida de inmediato.

Podía sentir la lucha interna del nigromante.

—Me deseas del mismo modo que yo te deseo —intenté convencerlo, juntando nuestras pelvis con un sinuoso movimiento que le arrancó un siseo ahogado—. Y te he echado de menos...

—No parecías tenerme muy presente mientras estabas con Octavio —escuché que mascullaba Perseo.

De nuevo tuve que tragarme una sonrisa al ver cómo los celos del nigromante se colaban en su voz... y en sus palabras. El nieto de Ptolomeo no reaccionó igual cuando Cassian se presentó en mi casa la mañana siguiente a la noche que pasamos juntos; tampoco lo hizo con el personal masculino que formaba parte del servicio de su abuelo en la hacienda. Ni siquiera con Sen o Darshan. ¿Qué sucedía con el príncipe imperial que conseguía sacarle de sus casillas con tanta facilidad?

Ladeé la cabeza en actitud coqueta.

—¿Temes que Octavio pueda haberme deslumbrado?

Una sombra atravesó su expresión, tan rápido que creí que mi mente me había jugado una mala pasada.

—Temo que estés utilizándolo para castigarme —respondió.

La dolorosa sinceridad que había en su contestación rebajó el calor de mi propio deseo, haciendo que un diminuto sentimiento de culpa se empezara a formar en la boca de mi estómago antes de que consiguiera aplastarla. Una retorcida parte de mí disfrutaba de ver cómo los sentimientos de Perseo me permitían manejarlo a mi antojo, haciendo que nuestros papeles se invirtieran; Aella y el nigromante creían que estaba usando a Octavio... pero lo cierto es que solamente me estaba valiendo de lo que el nigromante parecía sentir hacia mí. La herida había conseguido cicatrizarse, pero necesitaba devolverle al menos un fragmento del daño que me había causado.

Aunque hacerlo me hiriera de igual modo en el proceso.

—Entonces déjame demostrarte que no es así —le aseguré, besando su cuello.

Pude ver el hambre y el anhelo cruzando fugazmente su rostro ante mi promesa. Sus defensas continuaron cayendo pieza a pieza mientras yo paseaba mi palma sobre su pecho, haciendo que descendiera hacia la cinturilla de su pantalón. Le vi comprobar los alrededores, asegurándose de que no hubiera ningún testigo indeseado de nuestro encuentro.

—¿Estás segura de esto? —se cercioró Perseo, como si mis acciones no fueran prueba suficiente de mi decisión.

Asentí.

—Lo estoy.


Apenas presté atención a los pasillos del palacio, pues toda ella estaba concentrada en la mano del nigromante sosteniendo la mía mientras me guiaba a través de los oscuros y vacíos corredores en dirección a mis aposentos. Mi pulso se disparó cuando alcanzamos el último tramo, aquel pasillo sin salida donde se encontraba una única puerta: mi dormitorio.

Tragué saliva, sintiendo mi corazón aporreando contra las costillas cuando fue el propio Perseo quien accionó el picaporte, empujando la puerta con suavidad. Aún notaba mi cabeza embotada, atrapada en aquella nube que parecía rodear mis pensamientos ante las expectativas que guardaba para el resto de la noche; una vez atravesamos el umbral y el nigromante deslizó la hoja de madera para cerrarla, tomé de nuevo la iniciativa: rodeé a Perseo y apoyé una mano sobre donde latía su corazón, guiándolo hasta que su espalda topó con la puerta.

Estuve cerca de relamerme de satisfacción al descubrir que el pulso de Perseo también se había acelerado y sus ojos ya no eran capaces de ocultar sus intenciones.

Me incliné sobre la punta de mis pies para besar de nuevo al nigromante, recreándome en el familiar calor que despertaba en mi interior aquel simple contacto. Sus manos se apoyaron en mis caderas, acercándome aún más a su cuerpo; jadeé cuando sus labios abandonaron los míos para recorrer la línea de mi mandíbula, alcanzando el lóbulo de mi oreja y descendiendo por el lateral de mi cuello. El vello se me erizó mientras Perseo continuaba su exploración, poniéndole gran parte de su empeño; tras unos segundos, me obligué a mover mis manos para empezar a deshacer los discretos nudos de su elegante jubón.

La ropa comenzó a convertirse en un obstáculo para mis deseos, haciendo que un ramalazo de impaciencia volviera mis movimientos un poco más bruscos. Perseo se apartó lo suficiente para ayudarme con la titánica tarea de deshacerme de sus prendas superiores; mis ojos no perdieron detalle de su tonificado pecho cuando la camisa cayó a nuestros pies, dejando al nigromante vestido únicamente con los ceñidos pantalones que llevaba aquella noche.

Me mordí el labio inferior al sentir los dedos de Perseo enredándose entre mi cabello, deshaciéndose con paciencia de las ornamentadas horquillas que Clelia había usado para apartarme algunos mechones para dejar mi rostro despejado; avanzamos casi a ciegas a través de la sala común que conectaba directamente con mi dormitorio. Mi doncella había cumplido su promesa con creces: el interior de la habitación se encontraba ligeramente iluminado gracias a las velas aromáticas que había dispuesto por distintos puntos estratégicos; los cojines que habían llenado el colchón de la monstruosa cama habían desaparecido y sobre una de las esquinas pude distinguir mi ropa de noche perfectamente doblada.

En el camino hacia la cama me quité las zapatillas mientras las manos de Perseo, que ya habían logrado quitarme todos los accesorios del cabello, se ocupaban de recoger con cuidado la tela del vestido, haciendo que todo mi cuerpo me cosquilleara cuando sus dedos rozaron la carne desnuda de mis muslos. Una parte de mí agradeció la precaución con la que trató la prenda —que había sido un obsequio de mi madre—, pues yo no me había mostrado tan atenta y cuidadosa a la hora de tratar de desnudarle.

Los ojos de Perseo se abrieron de par en par cuando el vestido se deslizó con un siseo hasta terminar a mis pies. Sabía que su atención se había clavado en las cicatrices de mis hombros y que se extendían a lo largo de mi espalda; el verdugo de Fatou había cumplido con diligencia la orden que su señor le había dado, no mostrando ningún tipo de contención a la hora de descargar su látigo contra mí. El calor de mi deseo hacia Perseo descendió un par de grados cuando el nigromante apartó con cautela mi cabello, despejando mi espalda; me tragué una protesta al ver cómo me sostenía por la cintura, dándome un ligero toquecito para pedirme que me girara.

Dudé unos segundos antes de hacerlo. Sen había intentado hacer lo imposible por minimizar los daños, pero en Vassar Bekhetaar no se nos enseñaba a usar nuestro poder para sanar... sino para todo lo contrario; nuestro don debía ser empleado para el sufrimiento. Para la muerte.

Traté de calmar mis nervios clavando mis ojos en un punto cualquiera del dormitorio, rezando a los dioses para que Perseo retomara lo que habíamos dejado a medias después de que me ayudara a desnudarme. Mi corazón continuaba con su frenético ritmo, aunque, en esta ocasión, los motivos eran completamente distintos a los de hacía unos minutos.

Escuché cómo la respiración de Perseo se aceleraba a mi espalda, producto de la dura visión de mis cicatrices. Mi rostro empezó a arder al tratar de imaginar la expresión del nigromante. ¿Le provocarían algún tipo de sentimiento? Perseo solamente había sido testigo de los latigazos, no había tenido oportunidad de ver el resultado de la crueldad del verdugo. Y aquel hombre no había sido como Eudora, en absoluto; la anterior ama de la hacienda de su abuelo había sido mucho más sosegada que aquella bestia escogida por Fatou.

Al notar el tentativo contacto de los dedos del nigromante, mi reacción automática fue la de tratar de apartarme. La mano que mantenía todavía en mi cintura presionó mi carne, impidiéndome que pudiera alejarme de él.

El fuego que había corrido por mis venas en aquel pasillo oscuro, el mismo que me había incitado a que convenciera a Perseo para que me acompañara a mi dormitorio, había quedado reducido a unas débiles brasas. Si antes había deseado con fuerza al nigromante, ahora lo único que deseaba era escabullirme y cubrir mi espalda a toda prisa, protegiéndola de su mirada.

Un escalofrío recorrió mi columna vertebral cuando sentí los labios de Perseo acariciando la línea cicatrizada que iniciaba en mi hombro. Sus dedos se hundieron más en mi cintura al percibir mi reparo.

—Jamás podré perdonarme por esto —su susurro calentó mi piel mientras continuaba besando una de mis cicatrices.

Cerré los ojos, mordiéndome el interior de la mejilla con fuerza. Una insidiosa vocecilla resonó en lo más profundo de mi mente, mostrándose de acuerdo con el nigromante: Perseo merecía sufrir por ello; su absolución por lo sucedido en la prisión no estaba cerca, ni de lejos. No existía tiempo suficiente para que pudiera encontrar el perdón que buscaba.

—Dime al menos que tú lo haces —me suplicó.

Su repentina petición hizo que me quedara sin aire unos segundos.

—Dime que tú me perdonas, Jedham —continuó el nigromante, de un modo que me hizo sospechar que mi respuesta supondría un antes y un después entre nosotros.

Que se trataba de un momento crucial para los dos.

—Sí —mentí.

La mentira dejó un sabor amargo en mi boca. Cuando Perseo hizo que volviera a girar sobre la punta de mis pies, temí que pudiera ser consciente de la oscura verdad que se escondía en mi interior: aquella noche de la prisión me había roto... y una de esas piezas sueltas no era capaz de sanar, no era capaz de cicatrizar correctamente. Lo sucedido en aquel mismo dormitorio el día de mi regreso a la capital había aliviado aquel agobiante peso que me había acompañado desde entonces, pero no lo había hecho desaparecer. Al menos, no del todo.

Enfrentarme cara a cara a la esperanza que iluminaba los ojos azules de Perseo al escucharme afirmar que le había perdonado —cuando no era así— no mejoró las cosas. Ignorando el pellizco que sentí en el pecho, busqué sus labios para evitar tener que seguir lidiando con las consecuencias que desataría mi mentira. Perseo se entregó de buena gana al beso, rodeando mi cintura con su brazo y guiándome con cuidado hasta el colchón. Dejé que me recostara sobre la cama sin romper la unión entre nuestros labios, esforzándome por apartar de mi mente la imagen que parecía habérseme quedado grabada del rostro de Perseo, del modo en que me había mirado al escuchar mi respuesta a su súplica.

Cerré los ojos, intentando concentrarme en las sensaciones que me transmitía mi cuerpo, que no era inmune al contacto del nigromante. Traté de vaciar mi mente de cualquier pensamiento; la culpa o los remordimientos no debían tener cabida aquella noche, no podía permitirme que esos sentimientos me afectaran de algún modo.

Un jadeo brotó de mis labios de forma inconsciente al sentir los labios de Perseo recorriendo nuevamente la curva de mi cuello, desviándose hacia el hueco de mi garganta y empezando a descender con una tortuosa lentitud; sus dedos acariciaron fugazmente mi costado, provocándome un escalofrío de anticipación. La fogosidad que había mostrado en el pasillo, cuando me había interceptado para besarme, había sido sustituida por la veneración y calma que siempre había empleado Perseo cuando estábamos juntos.

Pese a que continuaba con los ojos cerrados, podía sentir sobre mí la intensa mirada del nigromante, atento a todas y cada una de mis reacciones. Sus labios siguieron una línea recta entre mis pechos; mi espalda se arqueó levemente cuando depositó un tierno beso sobre mi ombligo, antes de que continuara bajando más y más, acercándose a su destino. El punto exacto que había empezado a palpitarme ante la necesidad de sentirlo exactamente ahí.

Fueron sus dedos los que me tantearon por encima de la tela de la ropa interior, arrancándome un quejido casi lastimero. Escuché la pesada respiración del nigromante mientras seguía moviéndose sobre el tejido, provocando que la fricción entre éste y mi carne me hiciera jadear con más fuerza.

—Nunca habrá nadie más, Jem —la fiereza de sus palabras hizo que mi estómago se encogiera... y no de un modo placentero. El eco de mi mentira resonó en mis oídos y, antes de que el nigromante pudiera añadir algo más, hundí mis manos entre sus rizos rubios para tratar de guiarlo hacia donde sus dedos estaban entretenidos.

No quería escucharle. No quería oír lo que tuviera que decir. Así que opté por la salida más fácil; los labios de Perseo continuaron su camino y pude sentir su cálido aliento cerca de donde sus caricias hacían que tuviera que apretar con dientes con fuerza, tragándome los gemidos que pugnaban por brotar de mi garganta.

Su mano libre me aferró por la cadera, presionándome contra el colchón, antes de que pudiera notar cómo hacía a un lado la fina tela de la ropa interior y sus labios sustituían el atrevido movimiento de sus dedos.

Mi cuerpo dio una sacudida ante el contacto de sus labios y el calor de su aliento contra aquella zona tan sensible. Tuve que morder el dorso de mi mano para silenciar cualquier tipo de sonido mientras Perseo continuaba con su metódica exploración, deteniéndose algunos segundos de forma premeditada y alargando así la placentera agonía que su lengua estaba proporcionándome.

Un gemido ahogado escapó de mi garganta al notar sus dedos internándose en mi interior mientras el nigromante se encargaba de atender aquel punto palpitante entre mis piernas con fruición.

—Perseo...

Mi respiración se aceleró mientras trataba de repetir su nombre. El nigromante deshizo el camino hasta alcanzar nuevamente mis labios; traté de devolverle el beso, pero el movimiento de sus dedos deslizándose dentro y fuera de mí lo complicaba, arrancándome jadeo tras jadeo en busca de aire. El tiempo que habíamos pasado separados no parecía haberle hecho olvidar el cómo torturarme y conducirme hasta el límite, pues sus caricias estaban consiguiendo su propósito con una insultante facilidad y eficiencia.

—Mírame, Jem.

Mis ojos se abrieron lentamente, como si quisiera alargar el encuentro entre nuestras miradas. El azul de sus iris estaban relucientes a la luz de las velas que Clelia había dejado encendidas; en aquel momento, mientras nos mirábamos el uno al otro, los sentimientos del nigromante eran demasiado transparentes. Me pregunté si yo le habría mirado de aquel mismo modo en aquel pasillo de Vassar Bekheetar, con aquella ilusión y amor desmedido al saber que tendríamos una segunda oportunidad; me pregunté si Perseo habría sentido el mismo peso que yo en el pecho, aquella sensación parecida a la angustia al saber que no estaba siendo sincera con él. Que todo era un truco para hacerle probar de su propia medicina.

—Te quiero, Jedham —me quedé congelada. Se suponía que iba a impedir que la situación pudiera tomar ese rumbo... pero no lo había hecho.

No pude responder a su declaración, devolverle aquellas mismas palabras. Porque una parte de mí todavía lo hacía y sufría cada vez que tenía que contemplarle pasando tiempo con Ligeia, fingiendo ser la pareja perfecta de cara a la corte imperial, pero había otra que estaba demasiado dolida con su mentira que buscaba hacerle sentir lo mismo que había sentido yo, causarle el mismo sufrimiento al que había tenido que hacerle frente al saber que no había sido sincero conmigo. Que me había ocultado deliberadamente su compromiso con la princesa.

Y esa era la parte que me impedía hablar, que mantenía retenidas aquellas dos simples palabras porque pensaba que no se lo merecía. Que no merecía escucharlas por todos sus errores pasados.

Hundí mis dedos en la carne de sus bíceps cuando Perseo se inclinó de nuevo hacia mí, internándose de nuevo en mi interior con un suave movimiento de su pelvis. El nigromante exhaló antes de besarme otra vez, aferrándome como si temiera que pudiera desvanecerme entre sus brazos de un momento a otro.

En un arrebato de ternura, alcé el brazo para apartar alguno de sus bucles rubios. La mirada de Perseo se iluminó ante aquel sencillo gesto, girando la cabeza para depositar un fugaz beso en la cara interna de mi muñeca.

—Encontraremos el modo de que esto funcione, Jem.

No traté de corregirle, limitándome a guardar silencio y a ignorar el peso que se instaló sobre mi pecho.


—Deberías marcharte.

Perseo se incorporó sobre el colchón, apoyándose sobre el codo; las sábanas resbalaron por su pecho, arremolinándose en su regazo. Para subrayar mis palabras, me incorporé de la cama, completamente desnuda, y tomé el camisón que Clelia había dejado encima de las mantas, dirigiéndome hacia mi baño personal; el nigromante no tardó en abandonar la cama para seguirme.

—Jem...

—Deberías marcharte —repetí, dirigiéndome hacia el lavabo—. Es peligroso que alguien pueda relacionarnos.

Una excusa. Mis aposentos estaban lo suficientemente alejados del salón donde el Emperador había decidido instalar su celebración en honor a Gaiana para que no existiera un riesgo muy alto de que cualquier invitado pudiera descubrir a Perseo abandonando mi dormitorio. Por la expresión sombría del nigromante, no me costó mucho llegar a la conclusión de que Perseo también había pensado en lo mismo que yo; sin embargo, y para mi sorpresa, se limitó a asentir y dar media vuelta, abandonando el baño para, supuse, vestirse en mi dormitorio.

Me quedé en el baño, observando mi propio reflejo en el espejo, hasta que el sonido de la puerta principal cerrándose resonó por todas las habitaciones, anunciando que Perseo se había ido.


A la mañana siguiente, mi doncella se acercó con sigilo, sosteniendo un delicado saquito de terciopelo entre las manos. Enarqué una ceja en una muda pregunta, a lo que ella negó con la cabeza.

—El sirviente no me ha querido decir de quién procede, señorita —se excusó, entregándome el objeto.

Me sorprendió lo ligero que resultó ser. Tras la marcha de Perseo, había decidido limpiarme con un par de paños húmedos antes de ponerme el camisón y regresar a la cama, donde intenté conciliar el sueño. ¿Sería un obsequito por parte de Octavio? ¿Una forma de agradecerme lo sucedido ayer?

Un leve aroma herbal brotaba del interior del saco, lo que incrementó aún más mi curiosidad. Ante la interesada mirada de mi doncella, tiré de los extremos de la tela para abrirlo, sintiendo cómo mi estómago daba un vuelco al contemplar lo que escondía.

Una mezcla de hierbas anticonceptiva.

La misma que había ido a buscar a aquel herbolario en compañía de Perseo, bromeando con el nigromante con el hecho de hacer a Ptolomeo bisabuelo.

Ignoré la punzada en las comisuras de mis ojos y le pedí a Clelia que me trajera un poco de agua caliente para emulsionar aquellas hierbas que, sospechaba, habían sido enviadas por el propio Perseo.

* * *

Creo que lo dije hace algunos capítulos, pero Jem se va a poner un poco más odiosa de lo normal (creo que ya lo estamos viendo)

Por cierto, Jem, reina de mi vida y de mi corazón, qué esperabas que hiciera Perseo? Mandarte un ramo de flores a la mañana siguiente?

Por cierto, como hice al inicio de abril, cuando se vaya acercando mayo, dejaré un nuevo calendario con las actualizaciones, para que no cunda el pánico y sepáis qué sábados hay capítulo y qué sábados no

Sed buenas personas mientras tanto pequeños pajarillos <3

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