MÁS ALLÁ DEL CORAZÓN © 5 SAGA...

By MaribelDazGonzlez

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En un mundo dominado por hombres, Irene se alzará contra su propio destino y tomará la peor decisión de su vi... More

Personajes
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 10: Un nuevo comienzo.
Capítulo 11: Celos.
Capítulo 12: La fiesta
Capítulo 13: La competencia.
Capítulo 14: Crisis.
Capítulo 15: Separación.
Capítulo 16: El viaje.
Capítulo 17: El encuentro.
Capítulo 18: Más allá del corazón.

Capítulo 9

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By MaribelDazGonzlez

Paulo llevaba un buen rato despierto, pensando en Irene. Lo tenía desconcertado. Era una mujer guapa, culta, educada... criada para ser la mujer de un senador y no la de un centurión emérito. Acostumbrado como estaba a otra clase de féminas, sabía que no era mujer para él. Irene se merecía a alguien mejor, a un hombre de su misma clase social que no la hiciese trabajar pero esa mujer, empezaba a atraerlo. Tenía algo que lo seducía y encima, era su esposa.

Verse obligado a casarse lo había sacado de sus casillas, pero el concepto que tenía de ella había cambiado al hallarla al borde de la muerte. Tras ese hecho, se había planteado redimirse de su error y darle una oportunidad a su mujer. Aunque quién realmente necesitaba una oportunidad era él, en vez de ella. Irene tenía que perdonarle por haber sido tan arrogante y estúpido. Por eso, matar a Petronio, había sido un acto de justicia. Se lo debía a Irene y a su hijo no nacido.

Lo único que lo inquietaba, era cómo iba a dejarla marchar cuando estaba empezando a sentir algo más. Habían practicado sexo dos veces y había disfrutado como un principiante. Eso sin considerar lo que le gustaba tomarle el pelo, era demasiado inocente e ingenua para la edad que tenía. En solo unos días, se había creado un vínculo especial entre ellos e iba a dejar fluir esa relación, sin saber a dónde los conduciría. De momento, congeniaban en el lecho y disfrutaban de su compañía. Otras relaciones empezaban con mucho menos.

—¿Te duele la pierna?

—¿Cómo sabes que estoy despierta? —preguntó Irene medio adormilada.

—Tu respiración ha cambiado. Cuando te has acordado de que estaba a tu lado, has empezado a respirar más rápido.

Irene que tenía los ojos cerrados, no sabía si sentirse contenta o enfadada por la intuición de ese hombre. No podía esconderle nada.

—Y ya que sabes tanto, adivina que estoy pensando ahora...

—¡Uhm...! Creo que lo sé.

—¡No puedes saberlo!

—Ya lo creo que sí... Sé que deseas darte un baño, pero como no puedes andar, estás esperando que venga tu hermana a ayudarte.

Irene se quedó en silencio. Ese hombre era listo como un zorro.

—Sin embargo, hoy vamos a hacer una excepción.

—¿Una excepción?

—Sí, hoy te voy a ayudar yo.

—¡No!

—¡Sí! Vas a dejar que te ayude a asearte y después, te vestiré y te subiré arriba. Llevas mucho tiempo tumbada y te conviene andar un poco.

—Puedo esperar a mi hermana.

—Livia ya tiene bastante con los niños. ¿Te da vergüenza de que vea tu cuerpo?

Irene pensó en su pregunta. En realidad, si que la tenía. Una cosa era dejar que le hiciera el amor en un camastro donde apenas se veían y otra muy distinta, permitir que la contemplara en un acto que era tan íntimo. Eso implicaba un grado de complicidad con la otra persona, que no tenía con Paulo.

—¡Esperaré! —dijo Irene sin contestar a su pregunta.

—Responde a lo que te he preguntado.

—¿El qué...? —dijo irritada.

—¿Tienes vergüenza de que te vea?

—Pues claro que me da vergüenza.

—No tienes por qué tenerla.

—¡Cómo si eso fuese tan fácil de hacer! —exclamó Irene empezando a disgustarse.

—Irene quiero compartir todo contigo, mientras estemos juntos.

—¡Y dale con lo mismo! ¡Te he dicho que no! Esperaré y no se hable más —dijo Irene contrariada.

Paulo sonrió para sí. Irene era igual que una niña pequeña, tan determinada a salirse con la suya. Sin embargo, una de sus virtudes era la paciencia y estaba determinado a conocer el cuerpo de su mujer. Esa era una oportunidad de oro que no iba a dejar pasar. De noche, no veía apenas con la luz de la vela.

—Saldré y conseguiré agua limpia. ¡No te levantes!

Paulo sabía que esa frase la sacaba de quicio, por eso se lo decía.

—¿Cómo quieres que me levante...?

Antes de que terminara de hablar, Paulo le dio la vuelta e hizo que Irene se quedara mirando hacia él.

—¿Qué haces?

—Si no obedeces, voy a silenciarte a besos.

Irene se quedó observándolo y se atrevió a decir:

—Me estoy arrepintiendo de la promesa que te hice anoche.

—¿Disfrutaste?

Irene se quedó mirando las pecas que tenía en la nariz y luego en sus ojos.

—No te lo voy a decir.

—¡Ah, preciosa! No hace falta. Te derretías en mis brazos...

—¡Serás desvergonzado...! —le empujó Irene intentando tirarle del pequeño camastro.

—Puedes intentarlo, pero no lo vas a conseguir —aseguró Paulo riéndose.

—¡No sé qué voy a hacer contigo! —exclamó Irene sintiéndose vulnerable con él.

—Irene, voy a ser claro contigo. Ahora mismo, te deseo tanto que estoy a punto de echarme sobre ti, romperte ese camisón que llevas y hacerte gritar hasta que todo el barco se entere de lo que estamos haciendo. Sin embargo, tomando en consideración tu pudor y que al otro lado está tu hermana con tus hijos, voy a tenerlo en cuenta y te voy a ayudar en el baño. ¿Qué eliges?

—Puedo asearme sola si me traes el agua.

—¿Y verte en todo tu esplendor? ¡Ni hablar! No quiero perderme ese espectáculo por nada del mundo. ¡Es lo más entretenido que voy a hacer esta mañana!

Ese hombre no le permitía a Irene, tener ni una pizca de intimidad.

—¿No tienes consideración hacia una mujer desvalida?

—No, si esa mujer es mi propia esposa. Quiero aprovechar al máximo el tiempo que estemos juntos.

Irene se quedó pensativa. Era la segunda vez que se lo decía. No se sentía como si tuviese un esposo, sino un amante.

—Está bien, ve a por agua... Te estaré esperando.

—No te muevas...

—¡Lo haces a propósito! —exclamó Irene.


Paulo se pensaba que lo sabía todo, pero todavía no la conocía. Tenía dos hijos y era capaz de hacer muchas cosas. De momento, no podía andar pero pronto descubriría la clase de mujer con la que se había casado. Viéndolo entrar, se tensó.

—¿Acostumbras a bañar a mujeres?

—No, es la primera vez que voy a hacerlo, pero no te preocupes, soy un buen aprendiz.

—Paulo, no puedo mojarme la pierna. Con pasarme una tela humedecida, me basta de momento.

—¡Dime qué necesitas!

—Ayúdame a sentarme, pásame el paño húmedo y déjame sola, te lo ruego.

Cuando la incorporó, Irene esperó a que Paulo se fuese, pero cuando comprendió que ese hombre no daría su brazo a torcer, suspiró resignada. Subiéndose ligeramente el borde del camisón, lo miró a los ojos sosteniéndole la mirada. Empezó a quedarse desnuda frente a él mientras la observaba en silencio. Su rostro empezó a arder cuando la tela del camisón se enganchó en su pecho y no pudo subírselo por encima de sus hombros. Irene era consciente de que Paulo podía verle los pechos. De repente, la temperatura del camarote subió un par de grados. No sabía cómo iba a quitarse el camisón por sí misma cuando las manos de Paulo terminaron por ella lo que pretendía hacer.

Paulo dejó el camisón a un lado, se volvió hacia donde tenía el agua y mojó el paño, escurriéndolo ligeramente.

—Toma... —dijo el hombre

Irene cogió la tela humedecida e intentando dejar atrás su pudor, frotándose el cuerpo. Restregándose primero por el cuello, luego siguió por los brazos, obviando el pecho y cuando pensaba que Paulo se había vuelto, se percató que miraba fijamente su cuerpo. Sin embargo, éste la miraba de forma extraña, el hombre permanecía serio y extrañamente callado.

—Paulo, ¿sucede algo?

—Tu cuerpo está amoratado por todos lados. ¿Qué te hizo ese desgraciado? Tiene que dolerte todavía —dijo Paulo horrorizado por el sufrimiento que tuvo que pasar Irene.

—Me tiró al suelo de un bofetón y empezó a darme patadas. Hubo un momento en que me desmayé. Eso creo...

—Por eso perdiste el niño... —susurró Paulo—. Te pegó una paliza mientras estabas indefensa en el suelo.

—Si... —dijo Irene entristecida.

—Déjame que te ayude, acabaré antes que tú —señaló Paulo quitándole de las manos la tela mojada. Si tenía algún tipo de deseo sexual, se le había quitado de repente al comprobar las secuelas de la paliza de Petronio. En ese instante, se alegró de haberlo matado.

Irene terminó por aceptar y pasándole el paño, dejó que fuese él mismo quien la aseara, no quería permanecer desnuda por más tiempo delante suya.

—Agárrate a mí. ¿Puedes apoyarte sobre un pie? Me será más fácil si te levantas.

Irene accedió y dándole las dos manos, permitió que la izara. A partir de ahí, los minutos pasaron muy rápidos y cuando quiso darse cuenta, Paulo le colocaba por la cabeza una túnica limpia.

—¡Ya estás! ¿Quieres comer algo antes de que subamos?

—Sí... —dijo Irene más tranquila, deseosa de ver el mar—. ¿Es tan bonito el mar como dicen? —preguntó Irene con una sonrisa.

—No, no es tan bonito como tú. Tú, lo eres más.


Irene estaba expectante, agarrada al cuello de Paulo. Después de permanecer en la semioscuridad del camarote, sentir sobre el rostro la caricia del sol y la brisa del mar, era algo que no tenía precio. Inspirando, llevó aire limpio a sus pulmones. Los rayos del sol la cegaran nada más subir y se protegió de ellos, tapándose los ojos con la palma de la mano.

—¿Hueles la sal del mar? —le preguntó Paulo con una sonrisa.

—No, huelo a libertad —dijo extrañamente Irene sin pensar lo que esa frase implicaba.

A Paulo le llamó la atención la respuesta y se quedó callado. Esa mujer era toda una incógnita.

—¿Te sientes libre?

—Sí, por primera vez en mi vida. Cuando pase el peligro, iniciaré una vida nueva junto a mis hijos. Lejos de Petronio.

Sin saber porqué, Paulo se sintió casi molesto de que lo dejara al margen de su proyecto. Esa era su intención desde el principio, abandonarla. Ahora, no podía quejarse si ella hacía lo mismo y prescindía de su persona.

—Bueno, mientras tanto, tendrás que cargar conmigo.

—¡Oh, Paulo! Eres tú, quien carga con nosotros. Tú ya eras libre antes de venir a Roma. Nunca podré agradecerte todo lo que estás haciendo por nosotros.

—No sigas con eso, no me debes nada... —dijo Paulo mirando hacia ambos lados, buscando un sitio donde pudieran sentarse—. Desde allí podrás ver mejor el mar.

A pesar de la tripulación que los miraba, Paulo solo estaba pendiente de Irene. Disimulando, sus palabras habían calado hondo en él. Irene no lo necesitaría cuando se enterase de lo de Petronio, era cuestión de tiempo que sus caminos se separasen. Estaba empezando a arrepentirse de sus palabras y de sus actos de alejarse de ella. Solo veía una solución a ese dilema, hacerse tan imprescindible para ella, que jamás quisiese marcharse de su lado.

—¿Le has dicho a Livia que los esperamos aquí? —preguntó Irene ilusionada.

—Sí, le he dicho que nos subíamos. No te preocupes, enseguida se reunirán con nosotros —dijo Paulo disfrutando de la alegría de su mujer.

A Paulo no se le fue del pensamiento, qué poco necesitaba Irene para ser feliz.


Baelo Claudia, una semana después.

En cubierta, todos esperaban a que colocasen la rampa para poder bajar del navío. La espera en el camarote se había hecho tediosa, sobre todo para los niños. Y para él también porque a raíz de ver las heridas que todavía tenía Irene, había sido incapaz de aprovecharse de ella.

—¿Crees que podrás caminar apoyándote en mi? —le preguntó Paulo a su esposa.

—Yo creo que si, Paulo. Ya no me duele tanto y tengo que empezar a dar pequeños pasos.

—No quiero que recaigas —contestó el hombre.

—Y no lo voy a hacer. No sigas tratándome como a una enferma —dijo Irene quejándose.

—¡Mira! ¡Cuánta gente! —dijo Livia entusiasmada, deseosa de conocer esa parte de Hispania.

—¡Mamá! ¿Cuándo vamos a bajar? —preguntó el pequeño Lucio impaciente.

Antes de que ésta pudiera contestar, el grito de Lucía se escuchó alto y claro entre el gentío del navío.

—¡Papá! ¡Papá!

Los tres adultos volvieron las miradas al unísono hacia la niña.

—¿Ha dicho lo que he escuchado? —preguntó Paulo asombrado.

—Sí... —contestó Livia anonadada.

—Lucía, cariño, Paulo no es tu papá... —intentó aclararle Irene con el corazón contraído—. Lo siento —dijo la mujer volviéndose hacia Paulo.

—No te preocupes, Irene. Es solo una niña. Es normal que me confunda, viéndome todos los días.

Irene asintió apenada porque Lucía jamás conocería a su padre. Un padre que había sido asesinado por su propio hermano. Por eso, estaban allí. Sin embargo, no quería que sus hijos se encariñasen con Paulo. No debía olvidar que solo permanecerían allí durante un tiempo.

—¡Bien! ¿Bajamos ya? Parece que ya han colocado la pasarela —aconsejó Paulo.

—¡Sí, sí...! —gritó Lucio entusiasmado.

—Cuando bajemos, os esperaréis donde os deje y después, subiré a por nuestras cosas —dijo Paulo dando las últimas instrucciones a las dos mujeres.

—¿Quieres que te ayude, Paulo? —le preguntó Livia.

—No, mejor quédate con ellos. No tardo en recoger las cosas y bajar. Luego, nos marcharemos a casa de mi hermana. No sabe que llegábamos hoy.

—¡Vas a darle una sorpresa! —exclamó Irene—. ¿Qué pensará cuando nos vea llegar a todos?

Paulo sonrió ante la imagen que tenía en mente.

—¡Se va a enfadar, seguro! No he podido avisarla de nuestra llegada —aseguró Paulo sonriendo, conociendo a su hermana Helena—. Cuando éramos pequeños, siempre me regañaba por todo. Le da igual que tenga cuarenta años, mi hermana no va a cambiar nunca.

En ese instante, se percató del rostro preocupado de Irene.

—No te preocupes por eso. El enfado se le suele pasar pronto y además, le vais a encantar. Estoy seguro de que le vais a caer muy bien. ¡Mejor que yo!

—¿Seguro? ¿No pondrá objeciones a que nos quedemos con ella?

—No conoces a Helena. Querrá que nos quedemos con ella para siempre.

Las dos hermanas sonrieron al recordar a su propio hermano Clemente.

—Sin embargo, permaneceremos solo por un tiempo. Hasta que encuentre un alojamiento adecuado.

Irene estaba nerviosa ante la idea de conocer a la hermana de Paulo. Mientras bajaban por la pasarela, solo pudo pensar en las vueltas que daba la vida. En solo unas semanas, había enviudado, se había vuelto a casar, había dejado Roma y ahora, estaba en una ciudad nueva en Hispania.


Helena estaba terminando de preparar la comida. Su marido estaba a punto de llegar y sus hijos, no dejaban de pelearse entre ellos. Cuando llegaba esa hora, el hambre les alteraba y hasta que no comían, no había paz en su casa.

—Antonia, ¿habéis puesto la mesa? La comida ya está hecha y tu padre a punto de venir.

—No, madre. Le toca a mi hermana Faustina.

—¡Mentira! Ayer, la puse yo. Le toca a Agripina —protestó Faustina.

—¡Siempre me toca a mí, madre! —se quejó la tercera de las tres hermanas.

—¿No querréis que vuestro hermano ponga la mesa? —les preguntó la madre a las tres muchachas.

—¿Y por qué nos tiene que tocar siempre a nosotras? —preguntó Faustina.

—¿Porque vosotras sois mayores y vuestro hermano solo tiene cinco años? —insinuó la madre.

—Eso no es justo.

—Cuando venga vuestro padre cansado de trabajar, os explicará lo que es justo o no —dijo Helena determinada a que sus hijas obedecieran.

—Están llamando a la puerta —dijo Antonia.

—¿Y a qué esperas para abrir? —preguntó Helena—. ¡Será vuestro padre!

Resignada por tener que ser ella la que abriese, Antonia acudió a recibir a su padre. Sin embargo, al abrir la puerta, se llevó una sorpresa.

—¿Eres Faustina o Antonia? —preguntó Paulo contento de ver a su sobrina.

—Soy Antonia...

—¿No me reconoces?

—¿¡Tío Paulo!? —exclamó la muchacha sorprendida al darse cuenta de quién era.

—¡El mismo! —exclamó Paulo con una gran sonrisa.

—¡Tío! —dijo la joven echándose sobre él.

—¡Madre mía, lo que has crecido Antonia! La última vez que te vi, eras solo una renacuaja que no medía más de tres palmos —dijo Paulo dándole un beso a su sobrina.

—He crecido...

—Ya lo veo —respondió Paulo con alegría.

—¡Qué sorpresa se va a llevar mi madre! —contestó la joven advirtiendo la presencia de las otras dos mujeres y de los niños.

—¿Está dentro?

—Sí... —dijo la muchacha contenta.

—Antonia, esta es mi esposa Irene, mi cuñada Livia, Lucio y la pequeña Lucía.

—¿Te has casado? ¿Y tienes hijos? —preguntó sorprendida la muchacha.

—Eso parece... —dijo Paulo sonriendo.

—¡Madre te va a matar!

Paulo sonrió y volviéndose hacia Irene y Livia, les dijo:

—¿No os lo dije? ¡Anda, déjanos pasar! Venimos cansados e Irene no puede mantenerse en pie mucho tiempo.

—Por supuesto, pasar. Fuera hace calor... —les aconsejó la muchacha recordando sus modales—. ¡Dadme, os ayudaré!

Cogiendo un par de bultos que traía la cuñada de su tío, Antonia los hizo pasar al interior de la pequeña casa donde vivían.

—¡Qué agradable! —susurró Irene cuando observó el atrio lleno de plantas. La corriente de aire, refrescaba el lugar y se agradecía la sombra.

—¿Ha venido tu padre ya, Irene? —preguntó la hermana de Paulo entrando en el atrio.

De repente, Helena se quedó parada al ver a tanta gente, pero cuando reconoció a su hermano, gritó:

—¡Paulo!

—¡Helena!

Ambos hermanos se fundieron en un gran abrazo mientras sonreían y Helena exclamaba:

—¡No me lo puedo creer! ¿Por qué no me has avisado que llegabas? —le regañó cariñosamente su hermana.

—No me dio tiempo. Ha sido todo un poco precipitado.

—Hubiéramos ido al puerto a recibirte...

—Lo sé —dijo Paulo mirando con detenimiento a su hermana. Su pelo pintaba canas pero seguía igual que siempre—. ¿Hemos llegado en mal momento?

—¡No...! ¡Qué tonterías dices! ¿Desde cuándo tienes que pedir permiso para venir? Esta es tu casa.

—Llevas razón..., es por decir algo.

—Pues si es por hablar, ya podrías presentarme a estas personas —respondió Helena que miraba con interés a las dos mujeres.

—Sí, ¡qué tonto soy! Helena, esta es mi esposa Irene.

—¿Tu esposa? ¿Pero cuándo te has casado? —preguntó Helena sorprendida de que su hermano se hubiese desposado.

—Luego te lo contaré. Irene está convaleciente y no puede permanecer mucho tiempo de pie. Y ella, es Livia, mi cuñada y estos niños son Lucio y Lucía, son hijos de Irene.

—Y por lo que veo, ahora son hijos tuyos —puntualizó Helena intrigada por hallarse con tanta familia de repente.

—Sí, eso parece —añadió Paulo.

—Lo primero, es que paséis dentro y os sentéis. Después, cuando comamos, podréis instalaros —dijo Helena afablemente.

—No queremos ser una molestia —dijo Irene un poco cohibida.

—Y no lo sois. No tenemos mucha anchura, pero podremos acomodarnos todos.

—¿Y tu marido? ¿Por dónde anda? —preguntó Paulo.

—Tiene que estar a punto de llegar, pensaba que eras él.

—Hemos venido a incordiaros, ibais a comer —volvió a insistir a Irene que no quería dar quehacer a la hermana de Paulo.

—No te preocupes por eso. En esta casa, siempre hay un plato de comida de más, sobre todo, si es para el sinvergüenza de mi hermano.

Mirándolos fijamente, Helena les confesó:

—Estoy deseando que me pongáis al día de todo.

—Ya habrá tiempo para eso —respondió Paulo.

Irene se preocupó por lo que esa mujer pudiese opinar de ella. Había engañado a su hermano.

—Venga, pasar mientras esperamos a Metellus. Paulo, aún no conoces a tu último sobrino...

—¡Estoy deseando conocerlo!

—Es igualito a su padre —dijo Helena orgullosa de su vástago.


Después de comer y de la sorpresa de la llegada de Paulo, Helena miraba a su hermano con cariño.

—¡Qué calladito te lo tenías! —le regañó Helena a su hermano—. No sabía que tenías pensado casarte.

—Fue amor a primera vista —mintió Paulo fijando la vista en Irene.

Ambas hermanas se miraron y no dijeron nada. A pesar de que los habían acogido con amabilidad y cariño, eran como extraños.

—¿Y la legión? —preguntó Metellus a su cuñado Paulo.

—Acabo de licenciarme. He venido para establecerme definitivamente. No volveré a irme nunca más.

—¿En serio? —preguntó Helena sorprendida—. ¿Ya no volverás a irte?

—No, ahora me tendrás que aguantar todos los días —dijo Paulo abrazando a su hermana con cariño.

—¡Ya decía yo! Que te hubieses echado una familia para dejarla después.

—¡Qué bien me conoces, hermana! —dijo Paulo dirigiéndose hacia Irene.

Sentada en un banco, su esposa estaba especialmente callada. Paulo no sabía qué hacer para que se relajara. Le preocupaba que no se sintiese bien. Así que dirigiéndose hacia ella, se puso a su espalda y posó sus manos en los hombros de Irene, intentando transmitirle seguridad.

A Helena, no le pasó desapercibido el gesto de protección de su hermano.

—¿Y cómo se porta mi hermano contigo Irene? Porque si te trata mal, solo tienes que decírmelo. Todavía puedo meterlo en vereda —le dijo a su nueva cuñada sonriendo.

—¡Oh, no! Paulo es muy atento y amable.

—¡Atento y amable! —repitió Helena—. No parece ese mi hermano. Creo que me lo han cambiado. De pequeño, no paraba de meterse en jaleos, parecía que los problemas le perseguían. ¿Estás segura que es la misma persona?

—¡Claro! —respondió Irene afectada por las caricias de Paulo ante esa gente.

—Hermana, no asustes a Irene. Pretendo que no huya de mí. Tiene que durarme toda la vida.

Irene se quedó asombrada al escuchar esas palabras de Paulo. Estaría disimulando delante de su familia.

Helena estaba sorprendida con ese casamiento. Conocía a su hermano y sabía que desde siempre se había opuesto a que una mujer lo enganchase. Que lo hubiera hecho una patricia romana, era lo que menos entendía. Más de una romana se llevaría un desengaño cuando lo viesen casado.

En ese momento, la pequeña Lucía se puso a llorar y Livia empezó a mecerla para intentar dormirla.

—¡Pásamela, Livia! Puedo dormirla —dijo Irene preocupada por su hija.

La joven, le pasó la pequeña a su hermana. Lucio estaba también empezando a mostrarse irritado y Livia no podía con los dos. Los niños estaban agotados del viaje y estaban empezando a sentirse incómodos.

—¡Qué tonta soy! Tenéis que estar cansados del viaje. Acompañadme y os diré donde podéis descansar.

—Pero, ¿estás segura que cogeremos todos? —preguntó Irene todavía inquieta.

—Ya te ha dicho que no hay de qué preocuparse —susurró Paulo bajando el rostro y besando a Irene en la mejilla delante de los demás.

Los colores se le subieron a Irene al sentirse el centro de todas las miradas, pero sobre todo por la inesperada muestra de afecto.

—Dame a Lucía. Yo la llevo —le dijo Paulo a Irene.

—¿Seguro? —preguntó Irene acalorada por el beso.

—Claro que sí —respondió Paulo.

Cuando Paulo le echó los brazos a la pequeña, ésta no lo dudó y se abalanzó hacia él, apoyando la cabeza en el pecho del hombre y metiéndose el dedo pulgar en la boca.

—Livia, acompáñanos. Ahora después, vendré a por ti, Irene.

A Irene le sorprendió la facilidad con que Lucía aceptaba a Paulo. Ni siquiera con su padre, se había mostrado tan relajada. Desde que nació, su hija no se había separado de ella. Y el que le dijese <<papá>> a Paulo a bordo del navío, era lo más extraño.

Sin saberlo, Helena pensaba lo mismo de su hermano. Era sorprendente la naturalidad y la familiaridad con que cogía a esa niña. A su hermano, nunca le habían llamado la atención los niños, tenía mucho que explicarle en cuanto se quedasen a solas.


Esa noche, Paulo estaba cansado. El ajetreo de todo el día había terminado por pasarle factura. Apagando la vela, se metió en el lecho junto a Irene. Cerrando los ojos, apoyó el brazo en su cintura, dispuesto a dormirse. Necesitaba su contacto y buscando su mano, entrelazó sus dedos con los de ella.

—Estoy cansado —susurró Paulo junto al oído de Irene.

—Ha sido mucho trajín el que ha habido hoy. Desembarcar y ver a tu hermana de nuevo... ¿cuánto hace que no la veías?

—Siete años —confesó Paulo.

—¿Tantos? —se extrañó Irene.

—Sí, la legión se convirtió en mi hogar. El tiempo fue pasando y no sentí la necesidad de regresar.

—Y yo he venido a trastocar tus planes... —dijo Irene.

—No, no pienses en eso ahora. A lo mejor, estaba predestinado que tu y yo nos encontrásemos.

—¿Lo piensas en serio? —preguntó Irene.

—¿Por qué no? —susurró Paulo que tenía sueño—. Duérmete, la familia de mi hermana suele madrugar y estoy seguro que nos despertarán temprano.

Intentando hacerle caso a Paulo, Irene cerró los ojos e intentó dormirse. Sin embargo, la tensión del día, le impedía conciliar el sueño.

—Paulo, ¿te has dormido?

Medio adormilado, Paulo contestó:

—No... ¿qué pasa?

—¿Crees que cuando nos separemos, podremos seguir siendo amigos?

Paulo abrió los ojos, la pregunta era la más rara, extraña y absurda que le habían hecho nunca.

—Preciosa, si hay algo de lo que estoy seguro es de que tú y yo, no podremos ser nunca amigos.

—¿No...? ¿Y por qué no?

Irene no quería quedar en malos términos con Paulo. Le estaba empezando a coger afecto.

—Porque por una amiga no se siente lo que tú me provocas... —le susurró Paulo, sabiendo que no se iba a poder dormir todavía.

—¿Pues qué te provoco? —preguntó ingenuamente Irene, pensando que sentía antipatía por ella o que a lo mejor estaba deseando deshacerse de su persona.

Pensando en su pierna rota, Paulo la cogió con cuidado y levantándola, la izó sobre su propio cuerpo.

Irene se quedó sin respiración al hallarse de repente tumbada sobre Paulo. Era consciente de todo el cuerpo masculino bajo ella. Sin saber dónde poner las manos, al final las dejó sobre el pecho masculino.

—¿Qué pretendes?

—Demostrarte porqué yo no tengo amigas, solo conocidas con las que pasar un rato agradable.

—Creo que esto no es buena idea —declaró Irene. No le agradó escucharlo hablar con tanta ligereza de sus relaciones con otras mujeres. Sin embargo, estaba sin aliento por la posición en la que se encontraba.

—Y segundo, porque lo último que deseo de ti, es tu amistad...

Irene fue consciente de cómo la mano de Paulo acariciaba su espalda, bajando peligrosamente hacia otra parte de su anatomía.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Irene que no hizo el menor intento de echarse a un lado.

Sentía curiosidad por la forma en que Paulo la tocaba. No sabía qué pretendía subiéndola encima de él.

—¿Cuántas posiciones conoces? —preguntó Paulo de repente.

No fue lo que preguntó, sino la forma de preguntarle. El deje en la voz de Paulo, le puso el vello de punta a Irene. Ese hombre estaba pensando en sexo y sentía tanta curiosidad por su pregunta que extrañamente, no sintió vergüenza de contestar.

—La única que existe —declaró Irene.

—¡Por los dioses! —exclamó Paulo riéndose.

—¿De qué te ríes? —le preguntó Irene intrigada.

—Eres casi una virgen en este tema, creo que voy a tener que enseñarte algunas cosas más.

Irene se sintió ofendida. La trataba como a una niña en vez de a una mujer y encima, se reía en su cara de su supuesta inexperiencia.

—Te recuerdo que he tenido dos hijos y que...

Irene se quedó muda cuando Paulo le levantó el camisón y empezó a acariciarle sus nalgas. Tuvo que cerrar los ojos ante lo que le hacía sentir.

Susurrando, Paulo empezó a instruirla.

—Hay tantas posiciones que no creo que pueda enseñártelas todas. Una de las que más me gustan es cuando la mujer se sube encima de mí, introduce su miembro dentro de su cuerpo y empieza a balancearse, moviéndose hacia delante y hacia detrás intentando hallar su propia satisfacción y acogiéndome en toda mi envergadura. Después, le acaricio los pechos y cuando está a punto de correrse, entonces le chupo...

—¡Oh, cállate! —intentó inútilmente Irene de detener la lujuria de sus palabras.

Paulo esperaba con ansia que Irene comprendiera lo que quería. Esa mujer estaba volviéndolo loco de deseo. En solo unos segundos, lo ponía a cien.

—¡Ya veo que no eres una alumna aventajada!

—¡Qué dices! —intentó protestar indignada Irene—. ¡Oh, no...! No deberíamos —susurró Irene.

—Ya lo creo que sí —respondió Paulo que en un par de segundos, se levantó su propia túnica e introdujo su miembro dentro de ella—. ¡Tómame Irene! Primero despacio y después muévete... ¡Ah! ¡Me encanta, así! —exclamó Paulo gozando con el movimiento de su mujer. Irene tenía el tamaño justo para él.

La sensación era tan maravillosa para Irene que empezó a moverse tal como le pedía Paulo. Las manos masculinas animaban a su cuerpo a seguir un ritmo lento, cadencioso. A la mente, le vino la imagen de cuando se acostó con él la primera vez. De pronto, las palmas de las manos masculinas abandonaron sus glúteos y empezaron a masajearle los pechos. Irene dejó escapar un gemido, su vagina se humedeció y empezó a moverse de forma más frenética. Cuando Paulo le pellizco los pezones, la mente de Irene se quebró y un éxtasis arrollador la recorrió entera.

Paulo estaba intentando aguantar todo lo posible para no derramarse dentro de ella. Quería que Irene disfrutara primero. Sin embargo, cuando sintió los músculos internos femeninos apretarle su propia verga, tuvo el tiempo justo de salirse y correrse fuera de ella. Irene cayó exhausta sobre su propio cuerpo y Paulo cerró los ojos y la abrazó quedándose exhausto.

—Te dije que estar dentro de ti, sería muchísimo mejor. 


NOTA DE LA AUTORA:

Os presento a los nuevos personajes que se incorporan a la historia, la familia de Paulo:

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