Destinos de Agharta 2, Nyx

By AnnRodd

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Alexandria es una esclava con una aficción que le complicará la vida. Ya de por sí debe enfrentarse día a día... More

Notas de autor
1. Oscuridad
2. Bruja
3. Historias de esclavos
4. Helada
6. A salvo
7. Vino rojo
8. Sangre en los sueños
9. Cuando la muerte canta
10. Calor
11. Voces
12. Préstamos
13. Sensibilidades
14. Luz
15. Eleni
16. Un sol en la oscuridad
17. Hogar
18. Perdón
19. El poder de la luz
20. Rezos
21. El festival
22. Los cuentos del pasado

5. Tres trozos de queso

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By AnnRodd

Cuando Alex abrió los ojos, vio un techo de lodo y hojas. No supo qué era ni dónde estaba durante los primeros segundos de consciencia. Llovía en alguna parte muy cerca, pero no tenía tanto frío como recordaba sentir.

Entonces, cuando levantó la cabeza, se dio cuenta de que estaba cubierta con unas mantas muy gruesas de lana, que había un fuego pequeño y débil a un metro de distancia y que el barro y las hojas formaban una especie de cueva a su alrededor.

La confusión dio paso al terror, así que se sentó de un golpe y solo ahí pudo ver al brujo pelirrojo, de espaldas a ella, haciendo algo con unas botellas pequeñitas de vidrio.

—¿Dónde estoy? —chilló, logrando que él diera un respingo y se golpeara la cabeza con el techo curvo de la cueva. Se giró a verla, con una media sonrisa grabada en el rostro, pero Alexandria lo ignoró totalmente: acababa de notar que tenía puesta otra ropa, una camisa enorme de lino—. ¿Qué es esto?

—¡Ya despertaste! —exclamó él, arrastrándose por el diminuto espacio para llegar a su lado. Alexandria retrocedió y su espalda chochó con el tronco de un árbol, que aparentemente funcionaba como sostén de la casita de barro—. Me tenías muy preocupado. Pensé que estabas muerta cuando te hallé.

Alex lo miró con los ojos como platos. No recordaba absolutamente nada, así que su discurso podría tener lógica, pero sin duda alguna, estaba demasiado turbada como para agradecerlo y ya.

—Me desnudaste —dijo, tratando de respirar sin ahogarse. Una gota de lluvia golpeó contra su mejilla y desvió sus ojos hacia arriba solo unos segundos para comprobar que la cueva tenía una chimenea y por ahí se colaba algo de lluvia, así como expulsaba el humo de la hoguera.

Ikei se sonrojó, dejándolo en evidencia, algo que la puso aún más incómoda de lo que ya estaba. No se imaginaba lo que él habría visto o incluso tocado. Comenzó a temblar, y no por frío, y él lo notó.

—Estabas empapada —se apresuró a aclarar, levantando las manos, pidiéndole calma. Nunca llegó a tocarla—. Te aseguro que miré lo suficiente como para pasar la camisa por encima de tu cabeza. Te he respetado absolutamente. Jamás haría algo así, no con una mujer inconsciente —Y, entonces, mientras Alexandria fruncia el ceño, él se corrigió, agitando las manos y poniendo una cara llena de pánico—. ¡Ni con una consciente tampoco! Digo, me refiero a cosas consensuadas en su totalidad.

Alexandria no contestó. Tenía muchísimas ganas de gritarle por lo que había hecho, porque, aunque su explicación era lógica, se sentía muy contrariada. No sabía cómo interpretar sus sentimientos.

—Estabas inconsciente —siguió Ikei, bajando lentamente las manos, al ver que ella no gritaba—. Tenías los dedos de las manos azules. No reaccionabas. Creí que ibas a morir y lo único que pude hacer por ti fue cambiarte la ropa mojada y abrigarte. Lamento haberte asustado.

Sin más, él se movió hasta el otro extremo de la cueva, donde había implementado una especie de tendedero con unas ramas, junto al fuego. Ahí estaba colgada su vieja túnica de esclava, húmeda.

—Estaba intentando secarla, pero la hoguera es muy pequeña. No puedo hacerla más grande en este espacio —le dijo, estirando mejor la tela para que recibiera más calor.

Alex se quedó contra el tronco, sacudiendo la cara cada dos segundos, cada vez que una gota de lluvia le pegaba en el rostro.

—Me has visto desnuda —repitió, para procesarlo, con un tono ahogado—. Me viste muy...

Ikei bajó la vista, visiblemente avergonzado. Aunque aseguraba no haberla irrespetado, Alex sabía que esa expresión tenía que ver con culpa.

—No miré mucho —se disculpó él, con el rubor de nuevo en las mejillas y una mentira que nadie en todo el bosque, ni siquiera las ardillas, creería.

Conteniendo un gruñido, ella se apartó finalmente de la improvisada chimenea y se cubrió hasta el cuello con las mantas de lana con las que había estado tapada. Se quedó sentada, observándolo con una mezcla de ira y de agradecimiento. Lo sabía, sabía que si él no le hubiese quitado la ropa húmeda podría estar muy enferma.

—Lo siento —dijo el muchacho, con un tono sincero de arrepentimiento—. Mi principal intención era salvar tu vida. También te puse ungüentos en las heridas. Espero que te sientas mejor.

Solo ahí se dio cuenta de que en verdad sí lo hacía. Los golpes de sus huesos y músculos no se irían con facilidad, pero, al revisarse las heridas y raspones, cubiertos aún por un menjunje extraño de color verde, notó que tenían mejor aspecto y que ya no escocían.

No sabía si debía, entonces, decirle algo o no. Por una parte, la vergüenza por haber sido vista desnuda sin su consentimiento se había anidado en su pecho. Saber que él la había mirado, inevitablemente, no de forma altruista a pesar de sus intenciones, le daban ganas de gritar. Pero sintió vergüenza, también, por quizás estar siendo mal agradecida, por estarlo juzgando tan fuerte cuando él sin duda acababa de salvarle la vida.

Sin saber qué hacer, solo se limitó a ocultar la mirada y proteger lo que quedaba de su cuerpo desnudo.

—¿No te habías ido? —susurró—. Pensé que ya no estarías por aquí.

Ikei apretó los labios, todavía sonrojado.

—Aunque me creas tonto, tenía la esperanza de que me encontraras, así que me quedé un poco más —admitió—. De verdad... no lo hice para deshonrarte, lo hice para que estuvieras seca. Estabas muy mojada y además no parabas de llorar y temblar. Solo quería hacerte un bien —continuó, retomando el tema.

—No menciones eso y ya —lo cortó Alex, casi como una súplica. Lo mejor era borrarlo de su mente, hacer como si nunca hubiese pasado—. Pero tenía mucho frío —contestó, pensando que la mejor manera de calmar el tema era siendo más amable—, así que gracias.

Él trató de sonreír, pero su sonrisa fue rara. Como si le costara.

—¿Estás un poco mejor? —preguntó—. En verdad creí que morirías. Es un milagro que estés despierta.

Alex se mordió el labio inferior. Recordó lo mal que la había pasado y aunque todavía se sentía terrible, no había punto de comparación. Lo único que seguía haciéndola sufrir era su estómago.

—Sigo teniendo mucha hambre —confesó, encogiéndose entre las mantas.

En seguida, Ikei le tendió un pedazo de queso.

—Lo supuse.

Sin dudarlo, Alex lo tomó. Estaba tan desesperada que no se puso a repasar todas las cosas que debía tener en cuenta a la hora de aceptar comida de extraños. Lo mordió sin esperar un segundo y con el primer bocado percibió su cuerpo calentarse y aliviarse.

—Gracias —musitó, con la boca llena, incapaz de ser correcta y educada.

—De nada —dijo Ikei, esta vez sonriendo de verdad, revelando unos dientes parejos y bonitos, algo que no muchos podían ostentar.

Guardaron silencio, principalmente porque ninguno de los dos sabía que decir. Alex se terminó el trozo de queso con tanta rapidez que en un minuto más Ikei le estaba tendiendo otro. Apenas lo aceptó, se dio cuenta que él los sacaba de una bolsita de cuero que cada vez se estaba quedando más vacía.

Se sintió muy mal por agotar sus provisiones, así que cuando terminó, antes de que él pudiera darle más, se sacudió las manos y confesó que estaba llena, que estaba acostumbrada a comer poco y que no necesitaba más. La mentira le costó unos cuantos retorcijones ansiosos, pero no quería ser maleducada ni aprovechada.

—¿Los matan de hambre, ah? —contestó Ikei, sacudiendo la cabeza con desaprobación—. Es por eso que en muchas partes está prohibido tener esclavos.

Alexandria frunció el ceño y se encogió aún más.

—No lo creo. Debemos estar alimentados para trabajar.

Él siguió sacudiendo la cabeza y sacó más queso del bolsito.

—Pero no lo suficiente para estar sana cuando has pasado horas bajo la lluvia —dijo, acercándose solo un poco para tendérselo—. Tómalo sin vergüenza, tengo más.

—Ya no tengo hambre —insistió ella, con solemnidad.

Él la miró fijamente y ella mantuvo la mirada. A pesar del cansancio, no perdía la fuerza ni la determinación e Ikei lo notó con rapidez, tanto como el gruñido de su estómago, exigiendo más alimento.

—Sé que eso es mentira —dijo y le tomó la mano, de forma deliberada, para colocarle el queso entre los dedos.

—Yo no tengo como pagarte esto —contestó ella—. No quiero ser una carga. No comeré más. Me iré en cuanto deje de llover y te dejaré tranquilo...

—No tienes a dónde ir, Alexandria, no estás en condiciones de irte —argumentó Ikei, cortándola de pronto, recuperando la seriedad que lo hacía verse más racional e incluso alto, estando sentado—. No digas tonterías como esas.

Como había pasado de ser un tierno encanto a ser un adulto responsable en menos de un segundo, Alexandria lo miró pasmada.

—No digo tonterías —contestó—. No puedes obligarme a quedarme contigo. Incluso aunque me hayas salvado. Ya no soy una esclava.

Ikei alzó ambas manos, aceptando su punto, pero volvió al ataque medio segundo después.

—No quiero obligarte. Pero tienes que ser conscientes de que te encontré prácticamente muerta. Estabas tan fría y helada que apenas respirabas. Llevas... ¿cuántos días sin comer? —puntualizó, bajando el tono, volviéndose más el chico que había conocido—. Tengo suficiente comida para mí y para amigos. Nadie a quien yo considere mi amigo es una carga. Si te vas, probablemente mueras. Es un milagro de nuestras señoras que te haya encontrado y pienso honrarlo manteniéndote a salvo y segura.

—No estoy insegura... —empezó ella, pero él la interrumpió.

—No tienes cómo defenderte, no tienes cómo abrigarte, no tienes dónde pasar la noche ni algo para comer —siguió él, con un suspiro y suavizando más su voz—. Sí, tienes tu magia, pero no sabes usarla y no puede ayudarte a sobrevivir a una tormenta, siquiera.

Alexandria dio un respingo. No quería llegar a ese punto. En realidad, lo más probable es que Ikei le pidiera acompañarlo a cambio por salvarla.

—No quiero hablar de mi magia —soltó, de forma tajante—. He matado personas con eso. Es algo horrible que no quisiera tener.

Ikei alzó las manos otra vez. Asintió lentamente.

—De acuerdo. No lo mencionaré de nuevo.

En vez de hablar, prefirió señalarle el pedazo de queso otra vez y le acercó una cantimplora de cuero llena de agua limpia que Alexandria no pudo rechazar. Bebió y comió hasta quedar llena, llena de culpa y recelo, y finalmente pudo relajarse y analizar mejor el entorno.

Era evidente que la magia de Ikei era mucho más inofensiva que la suya y seguramente por eso no entendiera lo que ella sentía con respecto a su maldición. Con sus poderes, si eran realmente la diosa de la tierra, podía construir un refugió para el viento y la lluvia. Quizás incluso podía hacer crecer cosechas y ayudar a otros cuando había aludes por fuertes tormentas como esas, pero su magia, la de Alex, no se parecía en nada. Era como una enfermedad que robaba vida. No tenía nada de utilidad y por eso él tenía razón: no había forma de que pudiese sobrevivir por sí misma.

—Bueno —dijo Ikei de pronto, sacándola de sus cavilaciones—, imagino que no querrás ir a los pueblos. Probablemente te estén buscando. Así que, ¿cuál es tu idea?

Alexandria se mordió la mejilla por dentro. Sí, eso ya lo había deducido desde hacia tiempo, cuando estuvo sola y muerta de miedo.

—Aún no lo sé —admitió—. Tienes razón al decir que no tengo nada para sobrevivir.

Él asintió lentamente con la cabeza. Se mojó los labios y dudó, buscando las palabras correctas. Alexandria esperó, sin quitarle un ojo de encima

—Podrías... venir conmigo. Yo puedo ocultarte de quienes te buscan e incluso protegerte. En mi país, la brujería es aceptada. No son perseguidos ni tienen que esconderse. Tampoco los esclavos. Legalmente, todo esclavo que entre a nuestro territorio es libre. Ahí nadie podrá perseguirte...

Alex intentó no ser descortés.

—No es así —lo interrumpió.

—¿Por qué no?

—He matado ya a dos personas. Thielo, mi antiguo amo, debe estar muerto ya. Si no me buscan por bruja o por esclava, lo harán por asesina.

Ikei alzó las cejas e hizo una mueca.

—Según lo que dijiste de él, también es un asesino. Él quería hacerte daño a ti también, te has defendido.

—No van a verlo así —replicó ella—. No es solamente Thielo, como te dije. Es Piers. Fue hace tiempo, pero desde entonces ya pensaron que era una bruja. Le di un beso la última vez que lo vi. Al día siguiente estaba tan enfermo que podría estar descomponiéndose por dentro —masculló—. Murió tres días después.

Guardó silencio y evitó mirar la expresión contrariada de Ikei, incluso cuando él soltó un silbido y se rascó el cabello corto, de nuevo buscando las palabras correctas.

—Mira, eso no prueba nada —intentó decirle, pero Alexandria se negó.

—Sé que fui yo. Ahora sí lo sé.

—¿Qué pruebas tienes? —siguió Ikei, encogiéndose de hombros—. Hay muchísimas enfermedades horribles en nuestro mundo. Podría haber estado enfermo desde hacia rato. La gente solo creyó lo que quiso ver y tú te lo estás creyendo con ellos.

Alex exhaló, un poco exasperada. Le costaba entender cómo él no podía verlo de forma tan lineal como ella. Probablemente porque no había estado ahí cuando Piers murió.

—Viste lo que le hice a Thielo, ¿no? Su mano empezó a pudrirse. En ese momento desee mucho que algo malo le pasara. Con Piers fue exactamente igual. Estaba tan enojada por cómo me usó y me descartó que...

Se calló la boca porque se dio cuenta de que estaba ventilando su vida privada. Ya era suficiente que mucha gente en el pueblo supiera que no era virgen. Ikei era un desconocido y, aunque la ausencia de esa alarma en su cabeza la instara a confiar en él, no significaba que debía decirle sus intimidades.

Ikei se arrimó hacia ella, pero se detuvo cuando Alex se tensó. Le hizo un gesto amable y no se movió más, esperando que ella confiara en que no iba a hacerle daño.

—Mira, Alexandria, a veces la magia nos altera cuando no sabemos usarla. Es normal cuando estamos asustados, cuando alguien nos amenaza o... cuando alguien nos rompe el corazón —añadió, con un poco de pena. Por alguna razón, Alex pensó que no lo decía por Piers en ese instante—. Lo de ese Piers al que besaste puede haber sido tu magia, quizás. Pero quizás no. No lo sabrás con certeza nunca. Esta bien que sientas culpa ahora, porque ha sido mucho que procesar. Pero tampoco es bueno estancarse en las cosas malas y en los errores. Puedes trabajar en eso para compensarlo, para mejorarlo y para no volver a hacerle daño a nadie. Lo de tu antiguo amo no prueba nada, insisto en eso.

Alex negó, completamente convencida de que no había sido así, pero tanto ella como Ikei no siguieron discutiendo; bien entendieron que no iban a cambiar los pensamientos del otro y que solo con tres pedazos de quesos no se podía pretender arreglar las cuentas con facilidad.

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