5. Tres trozos de queso

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Cuando Alex abrió los ojos, vio un techo de lodo y hojas

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Cuando Alex abrió los ojos, vio un techo de lodo y hojas. No supo qué era ni dónde estaba durante los primeros segundos de consciencia. Llovía en alguna parte muy cerca, pero no tenía tanto frío como recordaba sentir.

Entonces, cuando levantó la cabeza, se dio cuenta de que estaba cubierta con unas mantas muy gruesas de lana, que había un fuego pequeño y débil a un metro de distancia y que el barro y las hojas formaban una especie de cueva a su alrededor.

La confusión dio paso al terror, así que se sentó de un golpe y solo ahí pudo ver al brujo pelirrojo, de espaldas a ella, haciendo algo con unas botellas pequeñitas de vidrio.

—¿Dónde estoy? —chilló, logrando que él diera un respingo y se golpeara la cabeza con el techo curvo de la cueva. Se giró a verla, con una media sonrisa grabada en el rostro, pero Alexandria lo ignoró totalmente: acababa de notar que tenía puesta otra ropa, una camisa enorme de lino—. ¿Qué es esto?

—¡Ya despertaste! —exclamó él, arrastrándose por el diminuto espacio para llegar a su lado. Alexandria retrocedió y su espalda chochó con el tronco de un árbol, que aparentemente funcionaba como sostén de la casita de barro—. Me tenías muy preocupado. Pensé que estabas muerta cuando te hallé.

Alex lo miró con los ojos como platos. No recordaba absolutamente nada, así que su discurso podría tener lógica, pero sin duda alguna, estaba demasiado turbada como para agradecerlo y ya.

—Me desnudaste —dijo, tratando de respirar sin ahogarse. Una gota de lluvia golpeó contra su mejilla y desvió sus ojos hacia arriba solo unos segundos para comprobar que la cueva tenía una chimenea y por ahí se colaba algo de lluvia, así como expulsaba el humo de la hoguera.

Ikei se sonrojó, dejándolo en evidencia, algo que la puso aún más incómoda de lo que ya estaba. No se imaginaba lo que él habría visto o incluso tocado. Comenzó a temblar, y no por frío, y él lo notó.

—Estabas empapada —se apresuró a aclarar, levantando las manos, pidiéndole calma. Nunca llegó a tocarla—. Te aseguro que miré lo suficiente como para pasar la camisa por encima de tu cabeza. Te he respetado absolutamente. Jamás haría algo así, no con una mujer inconsciente —Y, entonces, mientras Alexandria fruncia el ceño, él se corrigió, agitando las manos y poniendo una cara llena de pánico—. ¡Ni con una consciente tampoco! Digo, me refiero a cosas consensuadas en su totalidad.

Alexandria no contestó. Tenía muchísimas ganas de gritarle por lo que había hecho, porque, aunque su explicación era lógica, se sentía muy contrariada. No sabía cómo interpretar sus sentimientos.

—Estabas inconsciente —siguió Ikei, bajando lentamente las manos, al ver que ella no gritaba—. Tenías los dedos de las manos azules. No reaccionabas. Creí que ibas a morir y lo único que pude hacer por ti fue cambiarte la ropa mojada y abrigarte. Lamento haberte asustado.

Sin más, él se movió hasta el otro extremo de la cueva, donde había implementado una especie de tendedero con unas ramas, junto al fuego. Ahí estaba colgada su vieja túnica de esclava, húmeda.

Destinos de Agharta 2, NyxDonde viven las historias. Descúbrelo ahora