9. Cuando la muerte canta

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La voz de Ikei se oía lejana, empañada por una pared invisible que se colaba entre ambos

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La voz de Ikei se oía lejana, empañada por una pared invisible que se colaba entre ambos. Usurpaba cada hueco, cada pliegue entre sus prendas. La mantenía alejada, como si la realidad y cualquier cosa que él intentara decir para calmarla solo fueran delgadas hojas de papel, frágiles, transparentes, endebles.

Lo único que existía era la muerte.

—Tranquila, Alexandria, escúchame...

No podía hacerlo. Las palabras estaban veladas. Pronto, además del dolor en el pecho que le quemaba la buena voluntad, que la consumía y no podía controlarlo, también sintió un rechazo absoluto a los consuelos.

El abrazo le pareció inmerecido; los agradecimientos, vanos y desquiciados.

—Alex...

—¡CÁLLATE! —exclamó ella, empujándolo con ambas manos.

Ikei, que había estado en una posición complicada y con poco equilibrio, cayó al suelo sentado. La miró, sorprendido por su fuerza, pero no hizo ningún movimiento. Se la quedó viendo, apretando los labios, con un brillo en sus ojos claros que evidenciaba lo traicionado que se sentía. Pero, antes de que su expresión denotara pena, Alexandria rechazó su mirada. Con la cara llena de lágrimas, sucia y el alma temblando por puro espanto e ira, terminó plantando ambas manos en la tierra.

Clavó los dedos en el suelo.

—No tienes... idea de nada —le gruñó.

Él no sabía lo que estaba pasando. No podía comprender la oscuridad que le reptaba por las piernas, hirviendo en sus venas con el peso de sus pecados. Tampoco podía comprender la culpa ni ese espanto, ni esa ira.

Él no era como ella. Nunca se había manchado las manos con la sangre de otros.

—No —susurró Ikei, arrodillándose en el suelo—. No lo sé. Pero sé que no eres una mala persona. Esto que sientes, esta culpa... Tienes que sacarlo de ti. Sé que lo harás —agregó, estirando una mano hacia ella.

Alexandria se encogió ante su contacto. Se hizo una bola en la tierra, mientras una parte de su consciencia se aferraba a la suavidad y la ternura con la que Ikei le hablaba. Un pequeño fragmento de sí misma quiso creerle, hasta que la muerte la aplastó como a una cucaracha. Le habló en el oído, gutural y macabra, destruyendo cualquier luz que Ikei podría brindarle. Le recordó que todo lo que había hecho y haría sería únicamente producto de su maldad innata, producto de su magia maldita. Que había nacido así, corrupta. Que por eso nadie jamás la había querido.

Le decía que iba a matar, que mataría tanto que lo adoraría. Que causaría tanta pena y caos que todo el mundo querría acabar con su propia vida antes de encontrarse en su camino. La muerte, con esa voz tan terrible, la hundía, la destrozaba, continuaba subiendo por su cuerpo y tiñendo su alma de negro:

«Eres un monstruo. Y nunca, nadie, te querrá».

—No la toques.

Un murmullo cantarino se coló por entre las hojas marchitas que separaban a Alexandria de Ikei. Sopló el velo entre ambos y ella casi que pudo saborearlo. Fue cálido, pero no de una manera hiriente. Fue dulce y alegre. Lo sintió en la punta de la lengua.

Destinos de Agharta 2, NyxDonde viven las historias. Descúbrelo ahora